Después de la pandemia


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JOSÉ Mª MARTÍNEZ DE HARO

EN AQUELLAS INOLVIDABLES jornadas nos dijeron que tras la pandemia el mundo podría recuperar cierta normalidad. Científicos, analistas, sociólogos, investigadores y políticos acudían a los medios informativos y lanzaban mensajes que alentaban nuestra imaginación. Millones de seres humanos se debatían entre el miedo y la esperanza. Lo cierto es que el coronavirus Covid-19 cambió nuestras vidas, puede que para siempre. No ya por los efectos del propio virus acorralado por los avances en las vacunas y otros descubrimientos clínicos, sino por los cambios de conducta en la sociedad de consumo que se hacen visibles en cada momento que nos enfrentamos a la realidad.

La realidad que ha dejado esta pandemia se hace aún más inquietante por haberse sucedido otras catástrofes de consecuencias inimaginables, devastaciones de carácter medioambiental, una guerra de exterminio en los confines de Europa. Una situación inédita desde el final de la última guerra mundial que está afectando de manera singular a los países desarrollados pero que sus consecuencias alcanzarían también a los países con menos recursos de la tierra. Este escenario condiciona el comportamiento de los gobiernos del mundo y también de los ciudadanos que aún podrían enfrentarse a lo peor.

Hace un año que las restricciones de movilidad y otras limitaciones han permitido cierto respiro, sin embargo, las empresas privadas y también las administraciones públicas siguen gestionando su relación con los usuarios como si aún viviéramos lo peor de la pandemia. Durante aquellos interminables meses que hubimos de confinarnos en nuestros domicilios, pocos o nadie podían acudir a una oficina bancaria, un operador energético o una oficina de la administración pública. Aquel encierro lo fue con todas sus consecuencias muy a pesar nuestro. El confinamiento concluyó en junio de 2020. Han trascurrido dos años y en aspectos concretos, la situación sigue siendo la misma. La relación personal tan arraigada en la mayoría de las gestiones, se enfrenta a barreras normativas que la restringen hasta lo inaudito. La evidencia muestra que algunas consecuencias de la pandemia han venido para quedarse entre nosotros.

Si se analizan los motivos, no se entiende este simplismo. En 2019, vivíamos la normalidad heredada de las costumbres y usos sociales. También las regulaciones horarias y normas de atención de las empresas y los servicios de la administración pública. Todo esto ha cambiado de manera drástica, a peor, mucho peor. La ocasión sobrevenida por una maldita enfermedad contagiosa ha forzado a la revolución tecnológica propiciando un oportunismo desmesurado que no favorece a los usuarios. Sin previo aviso, en España la sociedad está siendo obligada a la digitalización, incluyendo a quiénes por edad, situación económica o limitaciones del entorno, no están capacitados para manejar sus asuntos con la tecnología digital. El impacto en el mercado laboral ha sido y continúa siendo muy desigual. El sector privado ha recortado puestos de trabajo provocando despidos masivos, como puede observarse en las entidades bancarias. Según datos publicados en 2021, la banca cierra el año con 19.000 despidos, cuyo coste asciende a 4.800 millones. Otras empresas han debido recurrir a los ERTE y miles de ellas obligadas a cesar actividad para siempre. Según cifras conocidas, el sector público no parece dispuesto a una reconversión adecuada a los procesos de digitalización. El Ministerio de la Función Pública Publica anuncia una nueva oferta de empleo para 48.000 funcionarios. En pleno proceso de digitalización, España lidera todos los países de la UE en número de funcionarios por población. En 2021 las cifras son de 3.475.500 los asalariados públicos. Además de ello centenares de miles conforman la llamada “administración paralela”, contratos temporales, sustitutos, contratados laborales, etc. El Estado, es decir, el Gobierno de España, no se siente obligado a unos recortes en la masa improductiva que engrosa año tras año el gasto público y lo eleva a cifras desproporcionadas en relación al número de habitantes.

Para entender de manera práctica lo anterior, baste una muestra: alguno de los lectores puede intentar una cita presencial en cualquier administración pública. El sistema resulta sencillamente infernal. La invitación inmediata es solucionar el asunto a través de una página web sin contacto alguno con algún funcionario. Si acaso insistiera finalmente, conseguiría una cita presencial, no necesariamente acorde con la necesidad o urgencia de la consulta. La presencia del virus covid-19 era un argumento disuasorio en plena pandemia. Ahora no existen medidas restrictivas que impidan acudir personalmente a resolver cualquier asunto a las oficinas públicas o entidades bancarias. Pero las nuevas normas de las empresas de servicios y las administraciones públicas siguen en “posición pandemia”. Las administraciones publicas obligan a los ciudadanos a incorporarse a un proceso de digitalización, pero no están dispuestas a ningún recorte. Resulta evidente que se necesitan más empleados en la sanidad pública, en las fuerzas y cuerpos de seguridad, en la administración de justicia, y en otros sectores sensibles al bienestar social, pero sobran millones de burócratas. Han de sobrar por la misma razón que han sobrado en la digitalización de la banca y otros sectores privados.

La revolución tecnológica es ineludible, estamos ya inmersos en una nueva era y la productividad y la competitividad se resiente en las empresas y negocios. Los analistas insisten en la urgencia de medidas de austeridad de todas las administraciones públicas. El dinero de los contribuyentes es más necesario en esta situación de crisis y su función primordial sería potenciar la capacidad productiva fomentando un modelo de economía sostenible, lo contrario a una economía subsidiada desde el Estado. La masa improductiva en España, en relación a las cifras de población activa, es insostenible. Se asemeja más a un modelo de economía socializada que a una economía de libre mercado. Este no es el modelo de los países de la UE. En estos países plenamente desarrollados, la función pública se ajusta a las necesidades reales de los ciudadanos, no es un colchón que se ensancha a la medida de los gobernantes.

Raúl del Pozo escribe en el diario el Mundo: “somos una de las naciones de la UE con mayor riesgo de pobreza y gastamos más que ninguna otra en una administración elefantiásica plagada de parásitos y vividores”. Y añade: “somos el país con más políticos de Europa, casi el doble que Alemania, los cesantes suceden a los nuevos enchufados. Estamos pagando salarios y vivienda a cientos de miles de altos cargos”.

Citar algunos ejemplos: según publica Eurostat, la proporción de empleados públicos en Alemania es del 11%. En Italia del 13%. Alemania tiene una población de 87 millones de habitantes. En España la proporción de empleados públicos es del 17,4% para una población de 47 millones de habitantes. Cualquiera puede sacar sus conclusiones.