El Congreso de divierte


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Según Herodoto los persas, desde los cinco hasta los veinte años, sólo enseñaban a sus hijos tres cosas: a montar a caballo, a disparar el arco y a decir la verdad.

En la actual legislatura del Congreso de los Diputados, y muy especialmente en los medios de comunicación contemporáneos, no parece que abunde la educación persa, o cualquiera otra, y sospecho que tampoco se establece ese modelo en la reforma Celaá.

No sé exactamente a qué se han dedicado hasta ahora los niños, hoy diputados y periodistas, en ese crucial período en el que se forja todo lo que hace que seamos lo que somos hasta la tumba.

La convalidación de esa normativa laboral, que iba a cambiar la vigente legislación esclavista que Rajoy impuso en sus algodonales, y sustituirla por el reino de la libertad, la felicidad y otras cosas chulísimas, lejos del debate sobre lo bueno o pernicioso de su contenido, ha propiciado una suerte de vodeviles y majaderías que ocultan la reforma en sí, cuyo contenido no parece interesar demasiado a nadie.

Como no puedo dispersar mis esfuerzos analíticos comentando tal cúmulo de extravagancias, parodias, presuntas prevaricaciones, burlas, engaños, errores y faltas, sólo voy a hablar de una cosa, previa al objeto de la votación, y que constituye la esencia de la democracia parlamentaria y a la que poca gente presta atención, distraídos por tanta carrera, tanto pacto, tanta compraventa y tanto saltimbanqui.

Me refiero al artículo 67.2 de la Constitución.

La reforma laboral es lo de menos. Si no da resultados apetecidos, pues ya se cambiará. Pero el artículo 63.2 debiera ser derogado, porque a nadie le interesa. Los dos diputados de la Unión del Pueblo Navarro, que sí lo han respetado, pasan por ser traidores abyectos de la calaña de los asesinos de Viriato.

¿Qué dice el artículo 67.2? Yo lo diré, como si fuese un niño persa:

“Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”.

¿Qué quiere decir esto? Más o menos que la relación representativa que cada diputado o senador como miembros de las Cortes Generales tiene, proviene de sus electores, pero en el ejercicio de su función representativa no cabe la imposición de ninguna mediación ni de carácter territorial ni de carácter partidario. De ahí la prohibición del mandato imperativo.

Desconocer esto, como hacen los congresistas y sus periodistas de corte, cuya afinidad con los antiguos persas sólo se halla en el mercado que tanto les gusta, es retroceder al siglo XVIII, antes de que fuese la nación la titular de la soberanía.

El señor Rufián, en cuanto diputado, y aunque no lo sepa, no representa a sus votantes, ni siquiera a su partido. Ni siquiera a su provincia o a su amada y ficticia patria. El diputado de “Teruel Existe”, triste y solo, tampoco representa a Teruel. Aunque le gustaría.

Ambos representan a la soberanía nacional, al pueblo español, que no puede ser puenteado ni encadenado al partido político que, al designarlo en las listas de su candidatura, renunció por mor de la Constitución, a su “imperium” y, ante la desobediencia, sólo le queda el pataleo y la expulsión del partido y de las siguientes listas. Los diputados de Unión del Pueblo Navarro son también mis representantes y los de cualquier español y hacen bien en salirse del camino marcado.

Esto no gusta en los sanedrines de los partidos políticos – de todos sin excepción – pero es así. Y lo contrario sería un retroceso evidente. Si obedeciesen como de costumbre hacen, “prietas las filas, recias, marciales, nuestras escuadras van”, sólo serían esclavos de las estructuras de sus señoritos.

Como no gusta a casi nadie la libertad, los llaman “tránsfugas”, deslizan sospechas de compras y ventas, y hacen incluso leyes antitransfuguismo, que nunca cumplen pero siempre reprochan al adversario que no hace lo que les conviene.

Cualquier diputado que piensa por sí mismo merece mi respeto y está protegido por ese molesto artículo de la Constitución. Si no les gusta que lo cambien.