Crónica de un verano achicharrante


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JOSÉ M MARTÍNEZ DE HARO

CALLARON LAS CHICHARRAS y el sol ha dado un respiro que anuncia el comienzo de un tiempo más soportable. Verano tórrido allá en mi pueblo. Entre los golpes del calor algunas noticias de impacto nos han dejado incógnitas aún no resueltas. Sostiene Sánchez que lo de Afganistán ¡fetén! Los ministros/as han repartido felicitaciones por haber salido de allí muy bien ordenados en una maniobra de escape a toda leche. Toda derrota busca sus héroes, aquí los tenemos en el alborozo de unos gobernantes preparados para cualquier retirada. La ancianidad de Joe Biden ha lucido estos días como el desparpajo cínico de Sánchez. Porque resulta difícil asumir la dimensión de la derrota y la humillación de un país tan poderoso, aliado con los países más avanzados del planeta, España entre ellos. Estamos asistiendo desde hace años a la decadencia de Occidente, la caída de un Imperio que ha destacado por su influencia decisiva en la mayor parte del mundo. España no es un Imperio, ni pretende serlo, y sin embargo el esfuerzo de nuestros gobernantes por ocultar la derrota resulta tan desconcertante como patético. ¿El esfuerzo de enviar 27.000 militares desplegados, 3.600 millones de euros para esa misión y las vidas de 110 soldados españoles caídos por Afganistán, ha servido para algo? El presidente sonríe y la ministra de Defensa eleva el tono en su arenga discursiva sobre los pilotos, las Fuerzas Armadas, los diplomáticos, etc. No hay respuesta.

En Valencia, miembros del recientemente creado Partido Marxista cuelgan desde el balcón del Ayuntamiento una pancarta con el rostro de Iósif Stalin. Para mayor escarnio lo hicieron justo el Día Europeo de Conmemoración de las Víctimas de Estalinismo y el Nazismo. En España hay gentes que aplauden el genocidio mundial a cargo del comunismo, cuyas figuras estelares: Stalin, Mao Tsé Tung y Pol Pot, entre otros, están en los horrores de la Historia de la Humanidad. Con el mismo ardor la vicepresidenta del Gobierno Yolanda Díaz ha escrito un prólogo laudatorio con motivo de la reedición del Manifiesto Comunista de Karl Marx y Friederich Engels. Faltan palabras para explicar que en España, en el siglo XXI, puedan suceder cosas tan aberrantes. Los actuales comunistas en el Gobierno y multitud de partidos de raíz marxista se permiten soflamas sobre moralidad y calidad democrática y señalan sin pudor a otra media España de alterar la convivencia. Las alertas antifascistas se suceden entre las imágenes de tantas escenas de violencia a cargo de la extrema izquierda, aliada puntual de todos los partidos separatistas y los herederos del terrorismo en el País Vasco y Cataluña.

Resulta obsceno que el discurso dominante en España se refiera a las supuestas bondades del comunismo cuyo objetivo es retroceder a la más tétrica etapa que sumió a una parte de Europa en las tinieblas de la más abyecta dictadura que eliminó físicamente a millones de europeos, los persiguió, los sometió a un régimen despótico de hambre y desesperación carente de libertades públicas y privadas. Así quedó reflejado en multitud en obras de investigación histórica documentadas en los archivos ahora accesibles de lo que fue la URSS. Quienes imprimen y exhiben el rostro del dictador y asesino de masas, quieren que este rostro vuelva a la Puerta de Alcalá como en aquellos años del siglo XX que los españoles se mataban unos a otros bajo la sonrisa complaciente del rostro de Stalin. Ya digo, estalinistas de postín actúan en nombre del Gobierno de España.

Y luego viene lo de Omella, lo del Obispo de Solsona, lo del Papa Francisco. El calor aumenta en los comentarios escritos sobre la entrevista que le hizo Carlos Herrera en COPE. No habrían de sorprender las palabras de un argentino, activista peronista, con hábitos de jesuita que ahora actúa en nombre de la iglesia de Dios. Cosas peores se conocen en los siglos de esta Iglesia a la que pertenezco. Pero ahora se trata de nosotros y de este Papa que dice que va a venir a Santiago de Compostela, pero no a España, que quede claro. Y queda muy claro que Francisco no quiere venir a España y sitúa a Santiago de Compostela en Portugal. Las razones por las que no quiere venir a España son evidentes, él mismo dice: “Yo no sé si España se ha reconciliado con su propia historia, sobre todo la historia del siglo pasado […] debe entrar en un proceso de reconciliación”. Se supone que el Papa de Roma es uno de los seres mejor informados de este planeta. Pero al parecer este Papa ignora que España es una democracia plena y entre otras razones lo es porque, antes incluso de aprobar una Constitución de 1978, el Congreso de los Diputados selló la más ejemplar estampa de reconciliación aprobando con entusiasmo la Ley de Amnistía de 1977, por la que todos los españoles podían convivir en la España democrática sin la sombra funesta de las culpas. Eso lo conocen todos los españoles y todos los europeos que se afanan por una Europa vertebrada en los valores de la convivencia y la paz. Tal vez este Papa, entonces en Buenos Aires, no se enteró de aquellas fechas cuando los españoles representados por los diputados electos de todas las ideologías decidimos perdonarnos unos a otros. El perdón de esta Iglesia representada por Francisco, tan cambiante ante los fenómenos sociales y políticos, parece que se limita a tantos párrocos y obispos que en el País Vasco y en Cataluña colaboraron y colaboran activamente y sin tapujos con grupos violentos, algunos autores de 894 asesinatos y otros jaleando la ruptura de la integridad territorial de España proclamada en nuestra Constitución. Aquí el perdón es de especial carácter compasivo y cristiano y será por ello que en tanto aumenta el ardor de estos curas, frailes, monjas, obispos, arzobispos y cardenales activistas, las iglesias están quedando vacías, y concretamente en Cataluña cierran 160 templos de las 208 parroquias de la diócesis de Barcelona. Los obispos catalanes firmantes de oficio de tantos manifiestos/cartas pastorales pro separatistas no conectan con buena parte de la feligresía que señala a una “Iglesia altamente politizada”. Poco parece importar al Vaticano, menos aún al Arzobispo de Barcelona, esta deriva sin freno hacia la irrelevancia social y religiosa de una Iglesia que durante siglos ha sido faro de la cristiandad. Con el eco de las palabras y actos de los nuevos Omellas que han cogido la alta representación de la Iglesia Católica en España, y el gesto bonachón de Francisco, que ignora que España se ha venido reconciliando durante siglos de historia turbulenta y ahora, después de tanto sufrimiento, sangre y dolor acumulados, hemos llegado hasta aquí más perplejos que nunca.

No hay respuesta a tantas cuestiones que apuntan un futuro incierto. Ni los más altos dirigentes políticos ni religiosos parecen dispuestos al menor gesto de sinceridad con ellos mismos y con nosotros.

Será por eso que Francisco no quiere visitar España. ¿Ignora cómo le recibirían los españoles?