Absolutamente


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AMANDO DE MIGUEL

Mi larga experiencia como escribidor y lector me permite identificar una moda reciente en el vocabulario de los españoles. Es la querencia por el adjetivo “absoluto” y el adverbio “absolutamente”. Reconocerán mis lectores que yo, apenas, recurro a esos vocablos. La razón es que, salvo los axiomas o las verdades de fe, entiendo que no suelen estar justificados. Antes bien, casi todo en la vida, e incluso en el ejercicio de la ciencia o el conocimiento, suele ser bastante relativo, aproximado, parcial. Ya, resulta comprometido recurrir al “todos”, pues lo normal es que haya excepciones. Por eso, sorprende la necesidad de reafirmar la frase con el sujeto de “todos y cada uno”. Por fin, la fórmula más popular es el “absolutamente todos”. Bueno, ahora se añade la tema feminista de tener que precisar “todos y todas”. Ya, es capricho y complejo de inferioridad, pensar que en “todos” solo caben los varones. (Nota: digo “la tema” (=la manía) con precisión, no por rebajarme al “lenguaje inclusivo”).

Se trata de una faceta de la mentalidad dominante en la España actual (no sé si en las pasadas). Consiste en una forma de hablar o de conversar con frases apodícticas, terminantes, indiscutibles. No vale afirmar que algo observado parezca estúpido; hay que subrayar que es “absolutamente, estúpido”.

La cuestión es que, con tal abuso del carácter “absoluto” de las cosas, tal calificación se degrada, pierde capacidad de convicción. Ya se sabe, tantas veces va el cántaro a la fuente, que termina por romperse.

La moda dicha podría ser una consecuencia del extraordinario respeto que se concede a los jueces, sus autos y sentencias. En esos escritos abunda un lenguaje categórico, que no admite dudas. Ante ese paradigma, los justiciables, que somos todos, nos aficionamos a admitir que lo dicho por nosotros es igual de taxativo, va a misa, no admite alternativa, ni siquiera, matices. En la vida corriente, quien más, quien menos, se hace pasar por una autoridad en algo.

Una explicación menos intelectualizada es que los españoles constituyen un pueblo acostumbrado al fingimiento, a mentir o disimular todo lo posible. La literatura se halla repleta de ejemplos para manifestar un talante tan acusado. No hace falta recurrir a la crítica fácil de que “el presidente del Gobierno miente”. Me parece que la cuadrilla de embusteros es bastante nutrida. Ante tal realidad, es lógico que nos veamos impelidos a dotar nuestras afirmaciones de un carácter “absoluto”. Es como cuando los científicos dicen “cero absoluto” para la temperatura de -273º, que, por cierto, casi nunca se alcanza.

Al final, ocurre que, en las conversaciones cotidianas, hay que aplicar un porciento de rebaja a las afirmaciones categóricas, que se nos sugieren por todas partes. Es decir, el “absolutamente”, tan prodigado, hay que traducirlo por “relativamente”. Hasta la verdad, por muy “absoluta” con que se adorne, admite entenderla como “una verdad a medias”. El problema es que, como en el cuento de “que viene el lobo”, a veces, los presagios se cumplen.

Hay más ilustraciones del tono taxativo de las conversaciones comunes. Cuando se oye o se lee la calificación de “regular”, hay que entender, muchas veces, que la situación es, más bien, mala. O también, el adverbio “seguramente” indica que el enunciado no es muy seguro; mejor, entenderlo como “probablemente” o “aproximadamente”. Tampoco, hay que confiar mucho en la falsa precisión, tan común, de lo que se cuenta ha tenido lugar “en un momento determinado”.

Con tales cautelas, se comprenderá que eso de “dialogar”, tan apreciado por todos, es una operación harto difícil. Por cierto, en la práctica, el adjetivo “difícil” se ve sustituido, demasiadas veces, por “complicado”. Total, que no sabe uno a qué carta quedarse.