Patria o muerte


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Los cubanos son como esos primos segundos que un día se fueron a una isla remota y, en la lejanía, les tenemos ese afecto especial que une a los que compartieron una infancia común de pobreza , esa infancia que nosotros abandonamos y ellos no. A tal punto que nuestro ministro de consumo – comunista cuyo modelo de consumo es el de la santa pobreza cubana - nos insta a dejar de comer con frenesí carne roja, y a seguir la austeridad que rige los destinos trazados por los gobernantes cubanos, que, haciendo de la necesidad virtud, aplican a su pueblo con firmeza.

Los cubanos llevan sesenta y dos años en una burbuja histórica en la que el tiempo se detuvo, sostenidos artificialmente, mientras existió, por la Unión Soviética. Poca Perestroika les llegó entonces cuando su vaticano se quedó vacío.

Nos recuerdan a nuestros sufridos abuelos, a nuestros esforzados padres, por eso les queremos especialmente: siguen siendo imagen viva de lo que fuimos, mientras nosotros, que les sobrevivimos, estamos ya ahítos de tanta coca-cola y tanto chuletón.

A la vista de los sucesos de la isla de Cuba, sin embargo, a los periodistas, seres raros que a veces miran impertinentes el dedo, en lugar de la luna, lo que mayormente les preocupa es saber si nuestros gobernantes son capaces de pronunciar la palabra “dictadura” y aplicarla al régimen de Cuba.

Es interesante, y hasta veraniego, ver las contorsiones y eufemismos que utilizan para demostrar al noble pueblo español que el idioma castellano es riquísimo en circunloquios y paráfrasis. A la pregunta explicita responden que “España es una democracia”, que “no es productivo decir eso”, que es “un régimen autoritario”, que “las palabras son lo de menos”, que “Australia es una democracia”. Solo nuestro presidente se acerca algo al objetivo y dice que “no es una democracia”, sabedor de que si por la tarde dijera lo contrario, nadie le reprochará nada a la perpetua inconsecuencia en la que vive.

A mí, esta pregunta ociosa sobre si Cuba es una dictadura, me recuerda a esa especie de Jura de Santa Gadea que el progresismo patrio impuso, en sede parlamentaria, a la derecha, para que abjurara del franquismo y consensuase la palabra “dictadura”, desechando eufemismos confusos y engañosos, como “régimen autoritario”. Lo consiguieron.

La derecha pasó por el aro y desde entonces ya nadie lo discute: el franquismo, que todo el mundo lo sepa, fue una dictadura: bastante más eficiente que la cubana por cierto, y bastante menos que la china, en sus objetivos económicos. La tecnocracia ministerial, que empuñó el timón económico con las engañifas del “seiscientos” y el “pisito” en los sesenta, consiguió aletargar a las masas en la sumisión al régimen.

No se lo que sucederá en Cuba. Los dictadores a veces son apuñalados en las escalinatas del senado, o se mueren torturados por los equipos médicos habituales. En ocasiones convocan al pueblo que tanto les ama y el plebiscito no resulta y lo fusilan, como le pasó a Ceaucescu, o los linchan, como le pasó a Gadafi, o acaban en un exilio dorado como Idi Amin. O se atreven a jubilarse como Pinochet y terminan siendo perseguido por el otro Garzón.

La sombra de la horca o el linchamiento siempre pende sobre sus cabezas, y esa incertidumbre quizá es la única carga que dignifica el oficio de dictador: que nunca saben bien como van a terminar sus días.