A propósito de la renta en Níjar: ¿cómo invertimos nuestros recursos naturales?


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SUSANA GALERA

Los datos de renta por población de los municipios en España, publicados en los últimos días, inducen a reflexiones en estas tierras almerienses que arrastran consideraciones de futuro, un tema de moda. Hemos leído que las rentas más altas corresponden a los habitantes de Pozuelo de Alarcón, en Madrid, y de Sant Cugat del Vallés en Barcelona, y las más bajas a Níjar y Vícar, ambas localidades de esta provincia. ¿Níjar? Quien esto suscribe no tiene más conocimiento de este municipio que el que me han proporcionado las muchas visitas a Cabo de Gata y las excursiones al interior de su espléndido término municipal. Una de las impresiones que he ido acumulando por simple percepción visual es la de estar ante una fuente apreciable de generación de riqueza, a tenor de las miles de hectáreas de suelo visiblemente cubiertas en las que se desarrollan los cultivos agrícolas.

Es obvio que no hay correspondencia entre lo que se percibe a simple vista –despliegue a gran escala de invernaderos, polígonos e instalaciones- y el dato frio que asigna a los habitantes de Níjar una renta de 7.307 euros anuales, la más baja del Estado, aun cuando no hay errores en los dos términos que se confrontan. Ocurre que los datos aisladamente considerados pueden ser engañosos: el que se ha difundido es el de renta por habitante, no la renta que genera el término municipal, que es cosa muy distinta y llevaría a Níjar a ocupar una posición muy diferente en el eventual ranking. El dato de renta que se viene refiriendo puede explicarse de forma coherente tomando en consideración, por una parte, el domicilio real de los titulares de las explotaciones y, por otra parte, el alto porcentaje de población migrante asentada y sus niveles salariales, extrapolando luego el resultado. Sería también interesante hacer una correlación entre la renta generada en el municipio, y la que corresponde finalmente a sus habitantes, los resultados serían aún más llamativos.

Más allá de consideraciones de justicia social, del modelo económico que sustenta estos datos, y su eventual prórroga para los decenios que vienen, la cuestión nos llevaría también a considerar cómo estamos invirtiendo nuestros recursos naturales. El cultivo bajo plástico tiene impactos ambientales, claro que sí, en términos de calidad de suelo, de consumo de agua, de contaminación del paisaje, de biodiversidad, aunque es cierto que tal impacto es más bajo que, por ejemplo, bloques de segundas viviendas de residentes temporales: turismo o agricultura, vivir es elegir y el desarrollo tiene un precio. Pero asumida esta opción, cabe plantearse a quién beneficia este consumo de recursos naturales, ya que en la población donde tales recursos se ubican parece que no.

Las fechas de 2030 y 2050 se vienen transmitiendo desde la burocracia europea a los sucesivos niveles territoriales como hitos en los que proyectar nuestras tendencias económicas y sociales. Entre otros criterios, tales proyecciones están condicionadas por un contexto de riesgo creciente de desastres naturales debido al calentamiento acelerado de la tierra, un riesgo del que los científicos vienen advirtiendo insistentemente. Estas fechas son la referencia de no pocas estrategias políticas –europeas, nacionales, autonómicas- de descarbonización, de adaptación, de riesgos de inundaciones, de gestión hidrológica, de biodiversidad, y un largo etcétera. España acaba de aprobar la norma general de Cambio Climático y Transición Energética –Ley 7/2021 de 20 de mayo, una ley tardía y aprobada al socaire de las obligaciones europeas-. Estas estrategias políticas intentan, por una parte, optimizar la utilización de recursos naturales finitos y no renovables, reduciendo el impacto humano –antropogénico- en el entorno natural-; y por otra parte, adaptar el entorno que soporta la vida humana a las previsiones, nefandas e inevitables, anudadas al calentamiento global –sequías graves, lluvias torrenciales-, esto es, a hacer nuestros entornos más resilientes.

Y volvemos a Níjar: ¿es el modelo que corresponde al dato de renta por habitante el que queremos proyectar a 2030 y 2050?. Deberíamos decidirlo después de un proceso reflexivo, basado en el conocimiento, en datos y proyecciones científicas, y entre todos. Porque parece que, más que decidir, nos viene dado, y con inusitada rapidez vemos cómo van desapareciendo los cabezos que constituían el paisaje desde Vera a Huércal-Overa, ahora sustituidos por explotaciones que, seguro, contarán con las correspondientes autorizaciones, pero que, más allá de las peonadas, no hacen visibles los beneficios que para la colectividad se espera de la alteración de su paisaje, la cubierta de sus suelos y el consumo de sus recursos hídricos.

La realidad es cambiante, lo que necesariamente impone un cambio de percepción en la actividad, pública y privada, que la ordena para la colectividad, y lo que en un tiempo pudo ser un trámite rutinario puede después convertirse en una decisión relevante de interés general. La autorización de nuevas hectáreas de cultivos de regadío en entornos desertificados, o la planificación de nuevas promociones de cientos de viviendas, son decisiones trascendentes, que se toman hoy pero que presentarán un notable impacto en los años venideros, unos años en los que la disponibilidad de recursos naturales no va hacer, dice la comunidad científica, sino empeorar. La justicia alemana acaba de rechazar la Ley de Clima por su falta de ambición, al considerar insuficientes los esfuerzos y obligaciones que contiene para reducir emisiones a la atmósfera, trasladando injustamente a futuras generaciones los esfuerzos que ahora se dejan de hacer. No es ciencia ficción, son las coordenadas en las que vivimos, en las que la disposición de y los impactos en los recursos naturales adquieren una gravedad y trascendencia hasta ahora desconocidas.

No se corresponde la velocidad con la que se suceden estas transformaciones en nuestros pueblos con la necesaria reflexión y la exquisita y rigurosa gestión de recursos naturales que requiere la emergencia climática. A tiempo estamos de plantearnos qué queremos, a qué coste, en beneficio de quién, y entre todos.