Carlos IV, bondadoso y abúlico rey de España


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ADOLFO PÉREZ

Escribir un artículo sobre el rey Carlos IV es hacerlo sobre un reinado triste y convulso, mecido entre la calumnia y el escándalo, condicionado por cuatro personajes: su esposa, la reina María Luisa; el valido Godoy; su hijo Fernando, príncipe de Asturias; y Napoleón Bonaparte. Los cuatro fueron protagonistas del reinado del abúlico y bondadoso Carlos IV, que se complicó pocos meses después de su acceso al trono de España con el estallido de la Revolución francesa. Obligado a abdicar en su hijo y tomar el camino de un penoso y triste exilio hasta su muerte en Nápoles once años después de salir de España a la que no pudo volver por habérselo impedido su hijo, el rey Fernando VII. El emperador Napoleón definió a Carlos IV como “un patriarca franco y bueno”.

Carlos IV nació en Nápoles el 12 de noviembre de 1748, hijo de Carlos III, rey de aquel reino. Segundo de los hijos varones del fecundo matrimonio (trece entre varones y mujeres) de Carlos III y María Amalia de Sajonia. A causa de la incapacidad de su hermano mayor se convirtió en heredero, primero de Nápoles y más tarde de España al acceder su padre al trono español cuando falleció su hermano Fernando VI sin descendencia. En su infancia Carlos IV estuvo bajo el cuidado de su madre, ocupada personalmente de la educación de sus hijos. De ella, que era muy piadosa, su hijo recibió una sólida educación religiosa y moral que mantuvo siempre (cada mañana oía dos misas). Como se padre, fue un amante de las bellas artes de las que se hizo experto. Gran aficionado a la música y a los trabajos manuales (en particular la reparación de relojes). Igualmente, fue muy aficionado a la caza y a los ejercicios físicos. Su madre falleció cuando él apenas contaba dieciocho años (29.09.1766).

Suceso capital en la vida de Carlos IV fue su matrimonio con su prima Luisa María de Borbón Parma, sobrina de su padre y nieta del rey de Francia, Luis XV. La boda tuvo lugar en 1765, cuando el novio contaba diecisiete años y catorce la novia. Dice la historia que la princesa María Luisa, cuyo nombre verdadero era Luisa María, tuvo un funesto influjo en Carlos IV y en los destinos de España. Sobre su físico escribe el padre Coloma que ni aún con el brillo de la juventud era hermosa, con unos ojos vivos; tenía, sin embargo, presencia graciosa y modales elegantes. Dice la Historia de España del Marqués de Lozoya que María Luisa de Parma ha tenido furibundos detractores y algún que otro adepto, entre ellos el propio Godoy. En general se coincide en que era una hoguera de pasiones sin freno, tanto en el amor como en el odio hacia los demás, de una violencia rayana en la vesania. No careció de viveza y de la fácil simpatía borbónica.

La “ligereza y la petulancia” que el padre Coloma apuntaba como virtudes de la princesa dieron lugar a habladurías por todas las cortes, que originaron la leyenda, probablemente falsa y en todo caso, muy exagerada, según la cual estaría entregada a toda clase de fáciles amores. Escribe Juan Balansó en su obra sobre la casa real de España que la princesa de Asturias fue considerada desde el principio, con claras intenciones difamatorias, como una perfecta disoluta. Y añade que no hay datos históricos que corroboren presuntos adulterios de María Luisa. Hay que tener en cuenta, dice Balansó, que la vida de las personas reales carecía de libertad, cientos de ojos vigilaban sus menores actos, sus más pequeños gestos; las funciones más íntimas eran también acechadas, incluso existían las azafatas y mozas de retrete. Si el comportamiento de María Luisa hubiera dado que hablar, no cabe duda que su suegro Carlos III, muy rígido en material sexual, como jefe de la familia hubiera puesto inmediato remedio. Bien es verdad que en una corte tan austera lo normal en la joven princesa era distraerse con otros jóvenes donde no faltaría el coqueteo sin más nada.

Apenas cumplidos cuarenta años, Carlos IV sucedió a su padre, el rey Carlos III, fallecido el 14 de diciembre de 1788. La esmerada formación recibida por parte de su padre en la práctica gubernamental eran razones que prometían un reinado venturoso. Así parecieron confirmarlo las primeras medidas que adoptó, para lo que contribuyó el conde de Floridablanca, que siguió al frente del Gobierno por consejo del rey Carlos III. Pero no fue así, la condición del monarca: bondadoso, sencillo, ingenuo, junto con el muy escaso interés por la política frustró todas las esperanzas. Con su entrega total a su esposa, que orgullosa y ávida de inmiscuirse en la acción de gobierno anuló a Floridablanca.

Cinco meses después de la subida al trono, en mayo de 1789, se inició el prólogo de la Revolución francesa cuyo estallido se produjo el 14 de julio siguiente, de modo que a Carlos IV le tocó reinar a la par de ella (la Revolución), que en nuestro país ocasionó una honda preocupación debido a los sucesos acaecidos en Francia, no en balde el monarca español estaba ligado por intereses dinásticos y políticos a la nación vecina, nuestra aliada contra Inglaterra. La toma de la Bastilla, los excesos populares y la humillación padecida por la familia real francesa causaron mucha inquietud al rey de España y su Gobierno. El ministro Floridablanca reaccionó con violencia contra los excesos de aquel movimiento francés, de modo que adoptó medidas para aislar a España de aquel ideario subversivo para las monarquías europeas que traspasaba las fronteras, como eran los principios de la soberanía popular y de los derechos del hombre y del ciudadano. Floridablanca estableció un cordón sanitario en la frontera para evitar el paso de folletos, hojas, periódicos, apertura de cartas, todo lo que tocara al movimiento revolucionario francés. Incluso la Inquisición tomó cartas en el asunto con el mismo fin.

En febrero de 1792 caía Floridablanca por las intrigas de la reina María Luisa, que lo consideraba un obstáculo para dar paso a su valido Godoy. En principio el sustituto fue el anciano conde de Aranda, de muy escasa relevancia en el Gobierno que presidió unos cuantos meses para ser sustituido por Manuel Godoy, árbitro de los destinos de España con veinticinco años de edad. Nacido en Badajoz de una modesta familia de hidalgos. Muy bien educado, marchó a la corte con diecisiete años y entró en el Cuerpo de Guardias de Corps, refugio de muchos nobles de precaria economía. De buena presencia y trato cortés, logró cautivar a María Luisa, esposa entonces del príncipe de Asturias. Al morir Carlos III se abrió para el favorito una asombro
carrera de honores y títulos nobiliarios (comandante de la Guardia de Corps, teniente general, mariscal de campo, duque de Alcudia, grande de España, orden del Toisón de oro, miembro del Consejo de Estado, etc.), que culminó con el cargo de primer ministro en 1792. Siempre se ha dicho que Godoy era amante de la reina, pero no existe prueba alguna que lo acredite. En las muchas cartas entre ellos no hay ni una sola frase de amor o ambigua en tal sentido, en las que Godoy se mostró con una respetuosa sumisión. Asimismo, no se entiende que el rey lo favoreciera tanto sabiendo que le era infiel con su esposa. No obstante, la leyenda, sin base de pruebas históricas, perdura.

El reinado de Carlos IV se vio arrastrado por una serie de guerras que seguramente Godoy no pudo evitar. Tras la ejecución del rey francés Luis XVI, que desde España se intentó impedir por todos los medios, Godoy firmó con Inglaterra la adhesión española a la coalición europea contra Francia, que dio lugar a la guerra del Rosellón o de los Pirineos, que contó con el entusiasmo y la ayuda en dinero y soldados de la España católica y monárquica. La victoria se inclinó de lado francés, que una vez firmada la paz en el tratado de Basilea (1795) le valió a Godoy el reconocimiento por su actuación y el título de príncipe de la Paz, así como la propiedad de una valiosa finca del Estado en Granada con una gran renta anual. Desde entonces un heraldo iría delante del príncipe de la Paz portando una cabeza de Jano (dios romano), símbolo de soberanía.

Pero llevado de su francofilia, que también reinaba en el ambiente, Godoy evolucionó en su política y al año siguiente (1796) suscribió con el Directorio francés el tratado de San Ildefonso poniendo a disposición de la alianza la potente flota española. El resultado fue una desastrosa lucha contra Inglaterra, cuya flota derrotó a la nuestra en aguas del cabo de San Vicente, a la vez que nuestros territorios de América sufrieron graves daños. El Directorio francés, ante la sospecha de que Godoy maquinaba para la restauración monárquica en el trono francés en la persona de Luis XVIII hermano de Luis XVI, logró la destitución del príncipe de la Paz, que fue sustituido por Francisco Saavedra y después por Mariano Urquijo, que duraron poco.

Carlos IV repuso a Godoy en su puesto a la llegada de Napoleón a primer cónsul del Gobierno francés que obligó a Carlos IV y a Godoy a declarar junto a Francia la guerra a Portugal para que rompiera su alianza con Inglaterra. Esta guerra se llamó ‘de las naranjas’ (1801) por el ramo de ellas que Godoy ofreció a la reina cuando se tomó la plaza de Olivenza. Sin embargo, Napoleón firmó la paz con Inglaterra y a España le costó la pérdida de la isla de la Trinidad. Pero la paz duró poco, Napoleón presionó a Carlos IV para que firmase otro tratado, llamado de la neutralidad con mucho coste de dinero para España (19.10.1803). Varios meses después, mayo de 1804, Napoleón fue elegido emperador. Se rompieron las hostilidades frente a Inglaterra y la escuadra francoespañola fue destrozada por el almirante Nelson a la altura del cabo de Trafalgar. Desde entonces se hundió para siempre nuestro poderío naval (20.10.1805), mientras que Napoleón se preocupaba de sacar lo mayores provechos de su alianza con España, aumentando cada día sus exigencias, percatado de la debilidad de Carlos IV y del creciente descrédito de Godoy, que se veía amenazado por las intrigas del príncipe Fernando y de la camarilla que lo rodeaban.

Carlos IV prestó su refrendo a desposeer a su hermano del reino de Nápoles en beneficio de José Bonaparte. Godoy se adhirió al bloqueo continental contra Inglaterra, envió 15.000 hombres para ayudar al emperador en sus campañas de Alemania y concertó el tratado de Fontainebleau, por el que se dividía Portugal en tres partes: una para los reyes de Etruria (Etruria era un reino satélite del centro de Italia), otra para Godoy y una tercera que se quedaría de reserva. Asimismo, se permitía el paso de tropas francesas por España, pero el plan de Napoleón era apoderarse de la península. El pueblo achacaba los males de la política española al gobierno, el cual no tuvo opción de obrar de otra forma, siendo el pagano Manuel Godoy, odiado por todos, azuzados por el príncipe Fernando, su enemigo, de forma que Godoy fue la figura más odiada de la historia de España, dada su petulancia y el acopio de honores y riquezas. Para ir en contra del valido y de los propios reyes se creó el partido fernandino.

En aquellos años (1805 – 1808) el príncipe Fernando era un joven frívolo y egoísta, al que la cobardía hizo desleal y felón, pero el alma de la resistencia fue su mujer, María Antonia de Nápoles, temible enemiga de Carlos IV, de la reina María Luisa y de Godoy. El príncipe Fernando quería asegurarse la sucesión a la corona y acabar con Godoy para lo que el partido fernandino organizó una conjura (1807) que fue descubierta, el príncipe fue recluido y juzgado en el ‘proceso de El Escorial’, pero pidió perdón a sus padres y fue perdonado, mientras que él delató a sus cómplices que fueron absueltos. A la vez las tropas francesas penetraban en España (unos cien mil soldados), de modo que Napoleón quedó como dueño de la península, aunque al principio la población acarició la esperanza de que los librara del odiado Godoy, pero enterados los españoles de los fines invasores del emperador comenzaron las hostilidades. Ante la noticia de que los reyes pudieran refugiarse en América como pensó Godoy, junto con su impopularidad y su mala política fueron la causa del llamado ‘Motín de Aranjuez’, ocurrido entre el 17 y 18 de marzo de 1808, ciudad en la que estaba la Corte, lo que dio lugar a que el día 19 Carlos IV abdicara en su hijo Fernando, que contaba con el cariño del pueblo. Padre e hijo buscaron el apoyo de Bonaparte, cuyo plan era destronar a los últimos Borbones reinantes en Europa.

El emperador, deseoso de ejecutar su plan llamó a Fernando VII para que acudiera a Bayona (Francia) a fin de entrevistarse con él, cosa que no convencía al rey, pero con engaños y veladas amenazas consiguió que el inexperto Fernando accediera, de modo que se presentó en Bayona (20.04.1808). Al momento de su llegada Napoleón le comunicó que había resuelto destronarle y que lo compensaría con la corona de Etruria, cosa que rechazó el monarca español. Días después llegaron sus padres y Napoleón manifestó a Fernando que el único rey legítimo era Carlos IV a quien debía devolverle la corona. Fernando VII estuvo dispuesto a abdicar, pero en Madrid ante las Cortes, lo que no se le permitió. Para reunir a toda la familia real, Napoleón ordenó a Murat, jefe del ejército de ocupación, que enviara a Bayona a los infantes que quedaban en Madrid. Sin embargo, el pueblo de Madrid, pendiente de la familia real, al ver que se llevaban a los infantes se levantó con sus armas, era el 2 de mayo de 1808, cuya revuelta fue aplastada, con la muerte de muchos madrileños y bastantes ejecuciones en los días siguientes; fue el inicio de la guerra de la Independencia, que duró hasta la victoria de 1814. El 8 de junio siguiente Napoleón colocó en el trono de España a su hermano José hasta el 11 de diciembre de 1813 que salió huyendo.

Carlos IV y María Luisa, tras residir en varias ciudades en el exilio, fijaron su residencia en Roma, donde vivieron muy escasos de dinero. Godoy continuó junto a ellos, leal hasta el fin, lo que dice mucho en su favor. Fernando VII regresó como rey de España aclamado por el pueblo, pero sus padres nunca volvieron a pisar el suelo de su patria. El odio vertido contra ellos había fructificado. Lo lamentable es que Fernando VII permitiese, y aún parece que casi favoreciese, la campaña difamatoria contra su madre. Carlos IV y María Luisa, mecidos entre la calumnia y el escándalo, fallecieron en pocos días de diferencia en 1819, ella en Roma el 2 de enero y él el 20 del mismo mes cuando fue a visitar a su hermano, rey de Nápoles. Sobre su tumba cayó el olvido y comenzó la leyenda. Ambos están enterrados en la cripta real o panteón de reyes del Escorial.

Bibliografía: Profesor Ciriaco Pérez Bustamante: Compendio de Historia de España. Marqués de Lozoya: Historia de España. Profesor Juan Reglá Campistol: Introducción a la Historia de España. Juan Balansó Amer: La Casa Real de España.