Felipe V, primer rey Borbón de España


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ADOLFO PÉREZ

Año 1698, final de siglo XVII, desde el año 1665 reinaba en España Carlos II, conocido como el ‘Hechizado, hijo de Felipe IV. A sus treinta y siete años estaba muy enfermo y sin heredero que asumiera los ingentes dominios de la corona española, lo que suponía un enorme problema difícil de resolver con acierto, máxime cuando se barruntaba la cercana muerte del monarca. Como posibles herederos se barajaban tres nombres: José Fernando de Baviera, Felipe de Borbón y el archiduque Carlos de Austria. El problema se agravó cuando se supo que Francia, Inglaterra y Holanda habían suscrito un tratado mediante el que se repartirían los dominios españoles una vez fallecido el monarca. A la vista de lo que tenían planeado las potencias europeas, el 11 de noviembre de 1698 Carlos II, de acuerdo con sus íntimos deseos, designó para sucederle a José Fernando de Baviera, niño de siete años, bisnieto de Felipe IV, rey de España. De esta forma la corona recaería en la casa de Austria y se apartaba a los Borbones del trono español. Pero resultó que casi tres meses después el niño José Fernando falleció y de nuevo quedó abierta la sucesión.

Ante tan endiablada situación primó la conveniencia de que el heredero de Carlos II fuera su sobrino – nieto Felipe de Borbón, duque de Anjou, segundo hijo del delfín de Francia y nieto del rey francés Luis XIV y de su esposa María Teresa de Austria, hija del rey de España, Felipe IV, hermanastra por tanto de Carlos II. La decisión se debió a dos importantes razones: una, sería sensato pensar que para Luis XIV decaería el tratado de reparto del reino español que tenía firmado con Inglaterra y Holanda, la otra razón sería que el reino de España estaría bajo el amparo del potencial militar francés dada la situación tan comprometida del momento. Y así ocurrió, Luis XIV puso su invicto ejército en ayuda de su nieto. Sin duda, Carlos II hubo de violentar sus más íntimos afectos de tener que relegar su propio linaje, el de los Austrias, del que tan orgulloso se sentía en beneficio del rey de Francia, el eterno enemigo. Al respecto, al parecer dijo: “Dios es el que da los reinos. Yo no soy ya nada.” Así es que veintiséis días antes de su muerte, el 5 octubre, dictó su última voluntad en el sentido descrito.

Carlos II falleció el 1º de noviembre de 1700, siendo el último monarca de la Casa de Austria en España. A partir de ese momento toda España, toda Francia y toda Europa estaban pendientes de que el rey de Francia aceptase o no la fabulosa herencia. El 12 de noviembre Luis XIV dirigió una carta a la reina viuda de España, Mariana de Neoburgo, y a la Junta real comunicándoles la aceptación de lo dispuesto por el difunto rey. Cuatro días después, en presencia de la corte en Versalles, abrazó a su nieto y lo presentó como rey de España con el nombre de Felipe V, que entonces era un muchacho de diecisiete años nacido en el palacio de Versalles el 19 de diciembre de 1683, hijo de Luis de Francia y de Mariana de Baviera.

El príncipe se crio sano y robusto con una crianza regulada por las normas de la corte de Versalles. Su instrucción abarcó la geografía, las matemáticas, mucha historia y un poco de otras materias. Recibió una buena formación religiosa, siendo siempre un fervoroso católico. A partir de los catorce años unas camareras se encargaron de otras materias como la formación sexual. Claro que el flamante monarca se encontraba con el problema de no saber la lengua castellana que hubo de aprender de prisa y corriendo. El viaje a España se produjo a finales de enero de 1701 con llegada a Madrid el 18 de febrero. Tras un Te Déum de acción de gracias en la basílica de Atocha, se instaló en el palacio del Buen Retiro. El 8 de mayo siguiente Felipe V fue jurado en la Iglesia de San Jerónimo el Real, un acto que contó con el regocijo de los madrileños.

Pero el futuro inmediato se mostraba nuboso debido a que el archiduque Carlos de la Casa de Austria puso en cuestión el testamento de Carlos II alegando unos lejanos derechos de parentesco. Y es que a las potencias europeas les preocupaba el poderío de la alianza franco – española. Como el porvenir se presentaba tan incierto urgía asegurar la sucesión, razón por la que el rey, aun siendo tan joven, se casó con María Luisa Gabriela de Saboya, una princesa que apenas contaba con trece años, nacida en 1688, una muchacha de baja estatura, pero dotada de una gran inteligencia. Su fisonomía conservó mucho tiempo una expresión infantil. En su deseo de conocer cuanto antes a su esposa, el joven rey salió a su encuentro en Figueras vestido con un traje sencillo, sin darse a conocer se acercó al carruaje de la novia y se cuenta que al verla quedó prendado de ella, y en aquella localidad el obispo, patriarca de las Indias, ratificó la boda en los primeros días de noviembre de 1701.

Luis XIV, buen político, prestó todo su apoyo a su nieto, aunque la realidad es que pretendía convertir España en una especie de satélite de Francia. Para saber todo lo que sucedía en la corte madrileña envió como camarera mayor de la reina a Ana María de Trémouille, princesa viuda de Orsini – conocida como princesa de los Ursinos -, que era un águila, políticamente hablando. Su cargo al lado de la reina le permitía realizar con eficacia su papel de espía al servicio del rey francés, que fue poco hábil cuando reconoció a su nieto Felipe V el derecho a ocupar el trono de Francia violando el testamento de Carlos II, lo que podría suponer la unión de las dos coronas. Asimismo, Francia obtuvo sustanciales privilegios comerciales en América, que junto a la imprudencia del rey francés dieron lugar a la constitución de la Gran Alianza de La Haya, integrada por Inglaterra, Holanda, Alemania y más tarde Portugal, los cuales propusieron como pretendiente alternativo al archiduque Carlos de Austria, hijo del emperador Leopoldo, que alegaba derechos de parentesco. Así es que el conflicto bélico estaba servido, de manera que en mayo de 1702 los aliados declararon la guerra a los Borbones españoles y franceses, dando comienzo a la guerra de Sucesión, verdadero conflicto mundial, que duró doce años y fue pródigo en hechos de armas, desarrollados en Italia, Bélgica, Alemania, España y hasta en ultramar.

La superioridad naval de los ingleses les permitió apoderarse de Gibraltar en 1704 y Menorca en 1709. Por tierra los resultados militares fueron muy variables. Los tratados de Utrecht (1713) y Rastatt (1714) pusieron fin al conflicto internacional con el reconocimiento de Felipe V como rey de España y de las Indias, previa renuncia a todo derecho sobre la corona francesa. Asimismo, España perdió todos sus dominios en Europa, quedando reducida a su territorio peninsular, sin Gibraltar ni Menorca ocupadas por los ingleses, que además obtuvieron importantes concesiones comerciales. Los aliados se retiraron de la península y la guerra de Sucesión se convirtió en un conflicto hispánico que tuvo gran repercusión en la Corona de Aragón, especialmente en Cataluña, donde buena parte de catalanes y aragoneses se alinearon contra los Borbones al parecer por su fobia a los franceses o la opción por los Austrias del clero. La renuncia del archiduque por haber accedido al trono del imperio germánico hizo que Felipe V se asentara como rey de España.

Pero el rey nunca perdonó a catalanes y aragoneses que buena parte ellos se pasaran al bando del archiduque a los que consideró traidores después de haber estado en Cataluña al poco de llegar a España, allí juró sus fueros y se aprobaron medidas favorables para ellos. Así es que el desenlace de la guerra supuso la disolución de la Corona de Aragón y el decreto de la ‘Nueva Planta’ que acabó con los privilegios de catalanes y mallorquines (1716). La nueva política puso fin a la monarquía de reinos por la unitaria y centralista, con aplicación de una política absolutista de inspiración francesa que acabó con la autonomía de los antiguos reinos. La influencia francesa se dejó sentir en los métodos de gobierno y de administración, reorganizando con eficacia los servicios públicos. Para la acción gubernamental se crearon los secretarios (más tarde llamados ministros). Las Cortes quedaron limitadas a la formalidad de jurar al príncipe de Asturias y a la coronación del nuevo rey.

El 14 de febrero de 1714, cuando tenía veinticinco años, falleció la reina María Luisa, víctima de una tuberculosis crónica. Durante la guerra demostró una entereza poco común para una persona de su edad y además demostró una gran habilidad en el gobierno del reino cuando se quedó regentándolo durante el viaje del rey a Italia. María Luisa mostró su temperamento dando pruebas innegables de su temple. Asomada al balcón del palacio leía al pueblo los partes de guerra enviados por su esposo. Su muerte produjo a don Felipe una gran tristeza, que abrumado por la pena se hundió en una aguda crisis de melancolía que mitigaba con el consuelo de la princesa de los Ursinos a la que visitaba con frecuencia, visitas que dieron pábulo a rumores sin fundamento entre un joven y una anciana.

A los dos o tres meses de la muerte de la reina paseaba la princesa de los Ursinos por los jardines del palacio del Buen Retiro de Madrid con la que se hizo el encontradizo el abate Julio Alberoni, clérigo italiano que se quedó en la corte después de la muerte del duque de Vendôme del que había sido capellán. Este clérigo era un patriota nacionalista italiano del ducado de Parma, de familia humilde, que llegó a cardenal y se convirtió en el principal consejero de Felipe V. La princesa de los Ursinos, que estaba preocupada por la tristeza del rey, prestó atención a lo que el abate le dijo sobre que sería bueno que el rey se casara de nuevo y que para el caso sabía de una joven de veintidós años a la que colmó de virtudes para ser la esposa que necesitaba el rey; se trataba de Isabel de Farnesio, hija del duque de Parma. A la princesa de los Ursinos le agradó la propuesta del clérigo, de modo que se propuso y consiguió que la boda se llevara a cabo, boda que, como ahora veremos, para ella sería un desastre. La reina Isabel de Farnesio era una mujer inteligente, diestra en intrigas y muy astuta. Ya casada con el rey y sintiéndose fuerte acusó a la princesa de los Ursinos de haberla insultado, razón por la que ordenó que fuera expulsada de España, de manera que cincuenta soldados la pusieron a ella y a los suyos en la frontera con Francia sin que nunca más volviera. Y es que la reina se la quitó de encima para manipular ella al rey, de cuya voluntad no tardó en adueñarse para influir en el gobierno del cardenal Alberoni. Andando el tiempo ella también bebió del amargo sabor del ostracismo, primero con la esposa de su hijastro Fernando VI y después con su nuera, la esposa de su hijo Carlos III, razón por la que se recluyó en La Granja.

El resultado de la guerra de Sucesión puso a prueba el aguante de Felipe V. Los tratados de Utrecht y Rastatt habían logrado una paz provisional dado el cansancio de las potencias beligerantes. La muerte de Luis XIV produjo un tiempo de confusión e intrigas diplomáticas. Felipe V dirigió su política al Mediterráneo con el objetivo de conseguir la dominación de Italia, donde tuvo mucho que ver la política de fuerza del cardenal Alberoni por parte de España, que promovió las campañas de Italia y los Pirineos con el fin de recuperar los territorios perdidos en la guerra. En 1717 tomó Cerdeña y un año después se apoderó de Sicilia, pero la intrusión de Inglaterra fue un desastre, su escuadra destruyó la española. El intento de Alberoni de reanimar España fue un fracaso, siendo destituido en 1719.

En 1723 falleció el regente del rey francés Luis XV y al año siguiente Felipe V abdicó la corona en su hijo Luis, príncipe de Asturias (rey del que me ocuparé en un próximo artículo). La causa de tan extraño proceder no están claras, mientras unos dicen que abdicó con la idea de reinar en Francia, otros alegan, sin descartar el anterior propósito, que fue debido a los desengaños políticos y a su mal estado de salud mental los que contribuyeron a tal resolución. Ocho meses después de la subida al trono, víctima de la viruela falleció Luis I, de modo que Felipe V hubo de ceñir otra vez la corona a pesar de que, desde su refugio del palacio de La Granja (Segovia), su lugar preferido para el descanso, se resistió lo que pudo, ya que para él, agobiado por los escrúpulos, era un tormento reinar. Tiempo en que su mujer, Isabel de Farnesio, dirigió la política exterior de España encaminada a que reinaran sus hijos, cosa que consiguió merced al acercamiento a Francia a través de los llamados ‘Pactos de Familia’, de modo que por la intervención en la guerra de sucesión de Polonia obtuvo para su hijo Carlos (el futuro Carlos III de España) el reino de Nápoles y Sicilia, que le cedió su padre. El segundo ‘Pacto de Familia’ en la guerra de sucesión de Austria proporcionaron a la reina la soberanía para su hijo Felipe de los ducados de Parma, Plasencia y Guastalla, dominios de siempre de la familia Farnesio.

Durante la guerra contra los austriacos, el 9 de julio de 1746 falleció el rey Felipe V en el palacio del Buen Retiro (Madrid), víctima de un deplorable estado de salud mental, tenía sesenta y dos años; por su expreso deseo fue sepultado en el palacio real de La Granja de San Ildefonso (Segovia).

Bibliografía: Profesor Ciriaco Pérez Bustamante: Compendio de Historia de España. Marqués de Lozoya: Historia de España. Profesor Juan Reglá Campistol: Introducción a la Historia de España. Juan Balansó Amer: La Casa Real de España.