Aquella casa al lado del cementerio


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Cuando el Partido Popular compró la sede de la calle Génova 13, al salir de la notaría con la escritura, el antiguo tesorero no pudo evitar mostrar su extrañeza al Presidente, sorprendido por el precio irrisorio que acababan de pagar por el viejo aunque sólido edificio.

Y aunque ciertamente no lo exteriorizó, algo le pareció entrever en las turbias miradas de inteligencia que el vendedor y el señor notario cruzaron fugazmente. Y que no le pasaron desapercibidas.

Al poco tiempo de empezar la reforma, para hacerlo habitable llegaron a sus oídos extrañas historias y comentarios acerca de que el solar de la casona había sido en tiempos imprecisos, pero decididamente remotos, un antiguo cementerio indio; profanado primero por un café literario, sede de una tertulia de carbonarios y masones, y finalmente sede de un banco de negocios. Pero en aquellos días felices nada hacía presagiar las nefastas consecuencias de lo que parecía una adquisición ventajosa.

Lo cierto es que el primer tesorero falleció en extrañas circunstancias que dieron pábulo, en tertulias y mentideros del viejo Madrid, a revivir comentarios de pasillos y exhumar viejas leyendas, antiguos sucedidos, que solo los más viejos del partido que Fraga Iribarne fundara, retenían en ocultos rincones de su memoria reptiliana.

Se sucedieron varios tesoreros, caballeros respetables. Hombres todos ellos de honor probado y edad avanzada, que acumulaban secretos papeles que transmitían a su sucesor, como en un olvidado rito de una desconocida religión, antes de morir.

El joven Bárcenas fue así el último depositario de los secretos de la casa. A veces se quedaba a solas en el inmenso edificio trasladando apuntes de polvorientos legajos y pergaminos que contenían símbolos, anagramas e iniciales de viejas cuentas pendientes y sinuosas entregas de fondos, que el diligente funcionario del partido desentrañaba con cuidado, manteniendo la escritura criptográfica y los sobreentendidos.

A veces extraños sonidos, breves oscilaciones de las luminarias, ruidos de pasos en corredores supuestamente vacíos interrumpían su intensa concentración en la escritura jeroglífica de los apuntes en pesados incunables recibidos de sus mayores, que , joven y práctico como era, deseaba, para una mayor claridad contable incorporar a un soporte informático. Práctico y portátil.

No era Bárcenas precisamente hombre timorato ni impresionable, pero a veces no podía evitar un involuntario erizamiento de su elegante cabello que inadvertidamente iba volviéndose gris en las largas jornadas de solitario e inquietante trabajo.

Un día nefasto, todos conocemos la historia, fue cargado de cadenas y reducido a una húmeda y oscura mazmorra, sin más horizonte que jugar al mus con financieros y gente de mal vivir. Pese a ser sometido a tormento jamás habló. Era un hombre de honor atado por las promesas que formulara en la iniciación de su secreto culto.

La sede quedó misteriosamente solitaria desde entonces. Las señoras de la limpieza a la incierta luz del crepúsculo decían haber oído lejanos aullidos de interventores y tesoreros muertos hacía años. Nebulosas sombras de contables se esfumaban, apenas entrevistas con el rabillo del ojo.

Dicen que el último tesorero, antes de subir al cadalso maldijo en sus últimas palabras aquel monstruoso edificio: “nunca volveréis a ganar elección alguna, excepto en Galicia, malditos”.

Se intentaron en vano jaculatorias, sahumerios, ritos chamánicos, exorcismos católicos, santería y homeopatía sobre el fantasmagórico edificio.

Por eso, con buen criterio, Pablo Casado decidió deshacerse de la maldición y del edificio, venderlo a Amancio Ortega y comprar un económico pisito en Vallecas. O una modestísima mansión, también maldita, en Galapagar.