Las ferias de antaño en Cuevas del Almanzora: Lujos, contrabando y otras curiosidades

A lo largo de los siglos ha pasado por numerosas vicisitudes y cambios. Durante la edad del esplendor minero, las casetas vendían todo tipo de artículos de lujo, en feroz competencia con el boyante contrabando que entraba por Villaricos y el Pozo del Esparto


No es un día de feria, sino de mercado en el mismo espacio en donde aquella se celebraba. Las casetas de las carnicerías, pescaderías y verdulerías nos pueden acercar el aspecto de aquellas casetas que ocupaban toda la plaza en tiempos de feria. [Foto de Federico de Blain / Col. Juan Grima]



ENRIQUE FERNÁNDEZ BOLEA* / ALMERÍA HOY / 14·11·2020

Desde su concesión oficial el 11 de enero de 1799, la feria se celebraba entre el 2 y el 12 de agosto. Sin embargo, el origen de esta actividad comercial habría que rastrearlo en la segunda mitad del siglo XVII, como consecuencia de la fundación en la localidad de un convento regido por la orden de los franciscanos y las funciones religiosas que esta congregación organizaba con motivo del Santo Jubileo de la Porciúncula, a las que acudían numerosos fieles y, atraídos por esta muchedumbre, comerciantes de distinta procedencia con variados productos que vender.

El hallazgo de la galena argentífera en Sierra Almagrera a finales de 1838 lo cambió todo, incluida la propia estructura social de la villa, cuajada ahora de recientes y repentinos ricos con ansias de competir por posesiones, apariencias y ostentaciones. Aquella cita de agosto, que en décadas precedentes apenas si había mutado, vivió a partir de entonces un notable auge que no pasó desapercibido a nadie, ni siquiera a la prensa nacional, especialmente en aquel primer lustro de la década de 1840 cuando las cuantiosas producciones de las minas ricas del Jaroso y el elevado tenor en plata del mineral extraído sorprendieron al mundo.

El dinero entraba a raudales, y aquellos afortunados no querían reparar en gastos, mucho más en ocasión tan propicia como la feria anual. Precisamente la de 1845 tuvo cabida en las páginas del periódico nacional “La Esperanza” [nº 262, 13/08/1845], donde se nos relata que “si bien la de animales es muy mediana comparada con otras en que el número de ganados de toda especie es excesivo”, la feria de ropas es “brillantísima”, y justifica esta superlativa apreciación en que “en ella todos son objetos de lujo”. Un poco más adelante nos informa que, de las treinta tiendas que hay en la calle principal del ferial, diez son platerías y otras tantas de “quincalla fina” [objetos de metal para menaje y otras utilidades domésticas]. También las hay de tejidos y ropas, aunque por lo que refiere la crónica periodística, no pasan éstas por su mejor momento, y no porque lo que ofrecen no sea de la mejor calidad, procedente todo de los fabricantes extranjeros más afamados, sino por la feroz competencia que padecen: “[…] están abrumados con la concurrencia de la turba de revendedoras de contrabando, que dan la ropa casi de balde, y lo peor es que la Guardia Civil y los carabineros se están paseando por todo el pueblo ínterin éstas gritan en la placeta del Castillo ¡pañuelos mineros a dos reales! ¡Qué escandalo!”.

Alude, a esas bandas de contrabandistas, tan afianzadas en el país, que poseían auténticas redes clientelares que contribuían al éxito de sus operaciones ilegales: introducir por el Pozo del Esparto y por Villaricos –entre otros puntos frecuentados– tabaco a mansalva, al que en ocasiones acompañaban con otros géneros como ropa. Eran las mujeres de los contrabandistas las que luego se ocupaban de dar salida a estos alijos, y qué mejor oportunidad que la feria de la villa, con tanta afluencia de público y relajada actitud de unas autoridades que hacían la vista gorda.

Se queja a continuación el gacetillero y reclama soluciones: “Persiguiendo, o más bien cortando de raíz el contrabando, es como se fomentaría nuestra abatida industria y con ella se aumentaría el comercio, ingresarían en consecuencia más fondos en el Tesoro, y los pueblos no tendrían que sufrir tanto con esa enorme carga de 1.226 millones con que se va a acabar de arruinar la nación”. Nada nuevo, en definitiva.

Habría que imaginar el ambiente, abigarrado y bullicioso, que se apoderaba del entorno del castillo del Marqués de los Vélez durante aquellas jornadas. Habría que imaginar el aspecto que ofrecería la concentración de casetas a los pies de sus murallas de levante y sur, ocupando toda la explanada entre los fosos y las edificaciones que cerraban este espacio urbano, en donde se alternarían éstas dedicadas a la venta de artículos de lujo con los puestos que ofrecían aguas heladas y helados, turrones, dulces y otras delicias propias de la cita.

Pues bien, desde siempre el privilegio de arrendar las casetas de madera que ocupaban los comerciantes había correspondido a los marqueses de Villafranca y los Vélez, y en la época que relatamos a sus sucesores los marqueses de la Romana. Y era su administrador, por estos años centrales del XIX, el abogado, comisionista y accionista de minas Diego Fernández Manchón, quien atendía al montaje de las casetas y al cobro de los alquileres a los comerciantes. Así, en la feria de 1850 por este concepto se llegaron a recaudar 6.157 reales, de los que se devengaron 300 para satisfacer la asignación del mismo administrador. Ahora bien, no resultaba éste el único gasto que había que descontar del total recaudado: el montaje y desmontaje ocasionaba unos desembolsos bastante considerables, como los 1.272 reales que importaron en 1851 estas operaciones.

Por el mismo Fernández Manchón conocemos cómo se las gastaban los acaudalados cuevanos cuando llegaban estas fechas, quienes aprovechaban cada convocatoria para surtirse de artículos de difícil obtención o para concederse algunos caprichos que toleraba con creces su desahogada posición económica.

En agosto de 1850 acotó en su detallado libro contable un apartado titulado “Feria” donde se contemplan las compras que la familia realizó en distintos días: una escribanía que les costó 240 reales; 509 se gastaron en cuatro cubiertos y seis cuchillos de plata; también adquirieron un biberón, una lámpara solar y un paraguas por valor de 185 reales; compraron turrón y helados por 79 reales; se hicieron con un par de pistolas, una lapicera de plata, un mechero, cuatro pastillas de jabón, un par de zapatos, un cepillo para el pelo, dos batidores, un látigo y cinco pares de babuchas por importe de 315 reales; gastaron 168 reales en un quitasol, seis botes de colonia, dos abanicos y otro par de zapatos; un sombrero para el niño, un cinturón con hebilla y medias les costaron 37 reales; por un cepillo para limpiar la plata, un millar de agujas, un peine, un dedal y botones de nácar pagaron 80 reales; una petaca de plata que les costó 150 reales; dos pares de aretes y dos anillos de plata por valor de 257 reales; y otros artículos cuya cuenta ascendió a 93 reales. En total abonaron la muy respetable cantidad de 2.113 reales, un dispendio sólo al alcance de aquellos opulentos que, entre otras cosas, nos permite reconstruir la oferta de estas ferias decimonónicas donde plateros, quincalleros, tratantes de telas y vestido, perfumeros, licoreros, vendedores de ultramarinos y coloniales, zapateros y otros comerciantes competían por satisfacer una demanda que había crecido en exigencia, selección y distinción desde que la fortuna sonrió a los burgueses. A los humildes, en cambio, sólo les quedaba el contrabando. *Enrique Fernández Bolea es Cronista Oficial de la Ciudad de Cuevas del Almanzora.

*Enrique Fernández Bolea es Cronista Oficial de Cuevas del Almanzora.