La guillotina seca


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

“No hay un solo hombre que no haya sentido que una Revolución no puede consolidarse si un bando no aniquila a otro”.
(Jean-Paul Marat)

En un momento dado, el artefacto diseñado por el filantrópico doctor Guillotin dejó de embelesar a las masas…y la vistosa separación de cabezas y cuerpos empezó a pasar de moda. A fuer de repetitivo, el método dejó de ser atractivo. Nos cansamos de todo.

Ejecutados tras la reacción Termidoriana mediante la misma máquina de la que tan abundante uso habían hecho Robespierre, Saint-Just y otros exaltados jacobinos y “cordeliers”, que probaron finalmente en sus cuellos su propia medicina, la Revolución pasó a una segunda fase de eliminación de los enemigos del pueblo (que, mira por dónde, suelen estar en la oposición a los que manejan la hoja). Dijérase incluso que esta segunda fase resultó más humanitaria que la propia guillotina.

Cansados de cortar cabezas, -una vez vista una decapitación, vistas todas-, los indulgentes optaron por la exportación, con billete de ida, de los siempre molestos disidentes a la Guayana francesa, un equivalente tropical de la Siberia zarista primero y revolucionaria después.

Allí el disidente se moría dulcemente entre los muros de alguna prisión, de fiebre amarilla, dengue, malaria y otras mil sorpresas que el trópico reservaba a los revoltosos. Es lo que vino en llamarse “la guillotina seca”. Poco brillante destino efectivamente. No quedaban posturas gallardas ni frases para la eternidad, como les fue dado pronunciar en el cadalso, consuelo casi póstumo, a algunos.

Considerando los diez años fulgurantes de la Revolución francesa, desde la toma de la Bastilla hasta el 18 de Brumario, su extraña luz se proyecta vívidamente sobre nuestros días, y uno reconoce en sus contemporáneos, una vez terminado el amoroso y pueril corro de la patata de la Transición, ciertos caracteres, más emparentados con aquellos históricos momentos. Vivimos, es cierto, “tiempos interesantes” como reza la maldición china.

Trasuntos de Robespierre, Danton, Marat, y girondinos varios, se adivinan en los escaños del Congreso. Intuir la reencarnación de Fouché en Villarejo o de Lavoisier en Fernando Smón parece, eso sí, un poco excesivo. La repetición como decía Marx vuelve la tragedia en farsa.

La historia se filtra por las paredes y cualquier día el Ministro de Consumo propondrá a la Convención que Felipe VI sea guillotinado o la familia real corra el regio destino de los zares.

Pero es menos cruento, y lo sugiero para evitar estos espectáculos dramáticos, que, además, a la larga se vuelven siempre contra los victimarios, el uso de la “Guillotina seca”. O sea su versión moderna: el Presupuesto.

Se trata de dejar en la indigencia, poco a poco, sin que nadie se de cuenta, a la Casa Real, como se ha dejado en la indigencia, poco a poco, a la Justicia. Cada año se le reduce un poco más el presupuesto, porque hay muchos pobres que atender y empresarios que subvencionar, hasta que finalmente, convertidos los monarcas en mileuristas, desistan y dimitan sin sangre ni dolor.

¿No cayeron acaso las murallas de Jericó aturdidas por un simple aunque incesante trompeteo?

Cuando hayan hecho las maletas, a base de no subirles el IPC anual, acabarán desertando a la Guayana francesa o a los Emiratos Árabes.

El “horror vacui” del poder se llenará entonces con la ansiada República o bien con una nueva dinastía fundada por Pedro Sánchez, de quien es lícito sospechar que alberga tan secreta intención. “Es un cargo que debe parecer mucho más hermoso porque no comporta otro salario ni ganancia que el honor de su desempeño. (…)”. Eso decía Montaigne del que le ofrecieron a él.