De cómo eran y cómo vivían los Reyes Católicos


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ADOLFO PÉREZ

En un artículo mío sobre Isabel la Católica publicado en este periódico daba cuenta del reinado de los Reyes Católicos y de la política que llevaron a cabo, cuya grandeza en la historia de España es indiscutible. Ahora creo que es bueno escribir un artículo sobre sus modos de vida, costumbres y cómo era su vida familiar, son datos y curiosidades que gusta conocer. Para eso nadie mejor que sea el historiador Juan Balansó el que nos aporte datos sobre las interioridades de la vida y ambiente que rodeaba a tan importantes reyes de España.

Como tantos otros en España y en el mundo, el matrimonio de los Reyes Católicos fue de pura conveniencia, emisarios, mediadores y unas capitulaciones prenupciales cargadas de condiciones y obligaciones recíprocas que cubrían numerosas cautelas jurídicas. Tales requisitos era lo más alejado del amor ciego de dos jóvenes que aún no tenían veinte años, ella con 18 y él con 17. Y sucedió que Fernando, con mucho peligro, llegó a Dueñas (Palencia) disfrazado de mozo de mulas de seis caballeros vestidos de mercaderes, y fue en Valladolid cuando al anochecer del sábado 14 de octubre de 1469 se vieron por primera vez Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, quedando fijada para siempre la piedra angular de un hogar dichoso. Allanado el camino para el matrimonio faltaba la dispensa papal al ser ambos parientes próximos, y como la obtención de la misma era larga y difícil se optó por falsificarla a fin de vencer los escrúpulos de la princesa. El 18 de octubre se firmaron las capitulaciones y el 19 se celebró la boda en secreto. Dos años después el papa Sixto IV les otorgó la dispensa. Ante las dudas surgidas sobre la potencia sexual del rey Enrique IV, hermano de la princesa, pariente de Fernando, se acordó que los nuevos esposos se sometieran a la antigua costumbre de consumar el matrimonio con gente al lado de la cámara nupcial a la que se mostró la sábana … Y con júbilo tocaron las trompetas y otros instrumentos musicales.

¿Y cómo eran ellos? La reina Isabel de Castilla, a sus dieciocho años dicen las crónicas que era una agraciada joven rubia, de ojos verdes y tez muy blanca, y sobre todo con un carácter firme y altivo, con las ideas muy claras. Cristiana y piadosa en grado sumo. El humanista Hernando del Pulgar, que la conoció, la retrata en su crónica de cuando era reina en su esplendor: “Esta Reina era de mediana estatura, bien compuesta en su persona, muy blanca e rubia; los ojos entre verdes y azules”. A otros detalles del físico no desciende, pero añade: “El mirar gracioso, e honesto, las facciones del rostro bien puestas, la cara muy fermosa e alegre”. “Era muy cortés en sus fablas (hablas)”. Isabel, muy bien educada, hablaba y escribía un castellano pulcro y elegante. Sabía latín y asombraba en la corte por su cultura humanística. Era dueña de sí, que ni en los partos gemía: “Forzábase a no mostrar el decir la pena que en aquella hora sienten e muestran las mujeres”. “Era católica e devota”. Pulgar dice que la reina era muy inclinada a hacer justicia, más dada al rigor que a la piedad. De gran corazón y disimuladora de la ira. Muy celosa de que sus mandatos se cumplieran con diligencia, mantenía las formas incluso con sirvientes y corte. Y Pulgar advierte que la reina: “Quería servirse de homes (hombres) grandes e nobles, e con grande acatamiento e sumisión”, y añade que los grandes señores temían caer en su desfavor. Era poco generosa y buena administradora del patrimonio real. Muy preocupada por su vestimenta y arreglo, la soberana vestía con gran pompa que resaltase la dignidad real a cuyo efecto utilizaba vestidos de exquisitos tejidos rematados en oro y pedrería y mantos de terciopelo bordado. Le gustaba ponerse anillos en los dedos de la mano y se adornaba con broches de rubíes y collares de oro o perlas.

En cuanto al esposo de la reina, Fernando II de Aragón y V de Castilla, era valiente y astuto, receloso y agarrado, avaro y chirigotero. Un autor desconocido lo describe así: “Era un joven de estatura mediana, ancho de hombros, de fuerte musculatura, tez bronceada, cabellos castaños, hábil, inteligente y astuto”. Quería mucho a la reina, pero no le era fiel dado su carácter mujeriego, que contaba con dos hijos bastardos. Pulgar lo dice: “E como quiera que amaba mucho a la Reina, su mujer, pero dábase a otras mujeres”. Pulgar dice también que amaba la justicia y era más clemente que la reina. Según las crónicas, el rey Fernando era brillante, seguramente el más hábil de su tiempo, a su aspecto seductor unía una inteligencia muy rápida junto con un espíritu reflexivo y tenaz. Su educación fue descuidada pues su padre, Juan II, lo había iniciado en el arte de la guerra y en las marrullerías de la diplomacia.

Pronto comprendieron ambos esposos que para llevar a cabo su gran misión se necesitaban mutuamente y actuaron en consecuencia. Unidad y orden bajo un gobierno fuerte fue la norma suprema para su política interior y exterior, de ahí su famoso lema: “Tanto monta, monta tanto”. Incluso los emblemas adoptados así lo demuestran: el yugo y el haz de flechas.

No se dejaron seducir por el auge y prosperidad de sus Estados, los Reyes Católicos desterraron de la corte la ostentación. La reina - lo aseguran los cronistas – gustaba que se rindiese a la majestad real el homenaje que le era debido, así como que en la corte cada cual hiciese su oficio con puntualidad, mesura y reverencia. Tanto ella como Fernando gustaban más y estimaban que el dinero era más necesario en las empresas para las que habían embarcado a las Españas que para levantar palacios y decorar espléndidamente los aposentos reales. A su espíritu austero contribuía el carácter trashumante de la corte a través de Castilla y Aragón dada la necesidad de reducir la impedimenta al mínimo. En su ir y venir los nobles y los obispos los cobijaban en sus palacios, incluso se hospedaban en las celdas de los conventos acomodadas al respecto. Dice un historiador que si casa no tuvieron de hogar si disfrutaron pues lo llevaban consigo a cuestas donde quiera que fuesen. Su hogar ambulante eran sus cinco hijos, las damas de la reina, sus confesores y los consejeros del rey. Eran intensas jornadas llenas de sucesos, desvelos y glorias.

Se vivía muy mal entonces. Se desconocían por completo comodidades que hoy nos parecen elementales y de las que no participaron ni los reyes ni los magnates. Como no había cristales las ventanas se cerraban con tablas más o menos unidas o pergaminos que dejaban tamizar luz muy escasa. Las viviendas se decoraban con la mayor sobriedad. Hachones humeantes y pestíferos era la única luz que se tenía para evitar la oscuridad, y el frío se combatía con braseros y chimeneas con leños crepitantes. Solo disfrutaban de sillas para sentarse los reyes y los nobles. La comitiva se sentaba en las arcas de guardar la ropa y, a lo sumo, en incómodos escabeles. Los viajes se hacían forzosamente a caballo debido al pésimo estado del terreno, pues como no existían carreteras los desniveles del terreno y el barro impedían el uso de carruajes. Las damas podían viajar en literas, pero tal deleite no se lo permitió nunca la reina Isabel, que, incansable, prefería su blanca yegua con la que recorrió sus reinos de un extremo a otro. La pareja real quedó mitificada por la gente ante el continuo trasiego por aquellos reinos.

Ni aún en los deberes oficiales impedían a la soberana ser una perfecta ama de casa. Por sí misma remendaba la ropa del rey debido a los destrozos por el continuo montar a caballo. Ella educaba a sus cinco hijos: Juan, Isabel, Juana, María y Catalina. Ninguno de los esposos pecaba de gula y su mesa se distinguía por la frugalidad más austera. Un día, para animar al almirante de Castilla a que les acompañase en la comida, la reina le dijo, como gran aliciente, que se quedara a comer con ellos que ese día tenían pollo … La reina enseñaba a sus hijos los preceptos que toda persona bien educada debía guardar en la mesa. Por cierto, cabe decir que la reina odiaba los ajos, sólo comparable por la aversión que le producían las corridas de toros, aunque nunca las prohibió.

Nada hacía sospechar que aquel hogar feliz iba a derrumbarse como un castillo de naipes. Al finalizar el siglo XV Fernando e Isabel podían contemplar desde la cima de su prestigio, dentro y fuera de España, el éxito alcanzado tras veintiséis años de incesante trabajo en servicio del Estado creado por ellos, el de una España única y fuerte, que demostró su poder cuando sujetó a la levantisca nobleza feudal. Pero el porvenir era incierto porque en el seno de su familia se le había negado lo que sí brillaba en sus dominios. La tragedia, en efecto, se cebó sin piedad sobre los hijos de los Reyes Católicos. Primero fue el único hijo varón, Juan, en quien estaban depositadas todas las esperanzas. Con apenas diecinueve años lo casaron en 1487 con la bellísima Margarita de Austria, hija del emperador Maximiliano. Tal enamoramiento y fogosidad embargaba a los príncipes de Asturias que se pasaban el día y la noche juntos enfrascados en juegos amorosos. Pero el príncipe comenzó a enflaquecer de modo tan alarmante que los médicos le dijeron a los Reyes que moderaran a su hijo en el apasionamiento amoroso. Sin embargo, la reina Isabel les dijo que no separaran a los príncipes, que lo que Dios había unido no lo desatara el hombre. Pero el infeliz príncipe Juan duró seis meses. Los médicos dictaminaron que ‘había muerto de amor’. La princesa viuda quedó embarazada, pero semanas después abortó.

La muerte del príncipe supuso que en la primogénita Isabel recayeran los derechos de sucesión a los reinos de Castilla y Aragón. Estaba casada con el rey de Portugal, Manuel I, pero la mala fortuna hizo que falleciera con casi 28 años, en 1498, al nacer su único hijo, Miguel, en quien recayeron los derechos a las coronas de Portugal, Castilla y Aragón, pero Miguel murió a los 22 meses, de modo que le siguió en el orden sucesorio su tía Juana, segunda hija de los Reyes Católicos, casada con el archiduque Felipe de Austria, conocido como el Hermoso. Ella, ya lo habrán adivinado, era Juana la Loca, residente en Flandes con su marido con el que tenía bastantes desavenencias. De ella se murmuraba acerca de su deplorable estado de salud mental. La cuestión es que a la muerte de sus padres ciñó las coronas de Castilla y Aragón, reinos gobernados hasta su muerte por su hijo Carlos I, según el acta firmada al efecto. A su hija María la casaron con el viudo de su hermana Isabel, Manuel I, rey de Portugal. María falleció con 34 años, cuya hija Isabel casó con su primo Carlos I, hijo de Juana la Loca. En 1501 casaron a su hija menor, Catalina, con el inglés Arturo, príncipe de Gales, que murió al año siguiente. Siete años después Catalina contrajo matrimonio con el futuro Enrique VIII, hermano de Arturo, pero pasados unos años Enrique VIII repudió a Catalina para casarse con Ana Bolena, lo que dio lugar a un cisma religioso.

La satisfacción de ser dueño de Nápoles le duró poco al rey Fernando, pues a los pocos meses, el 26 de noviembre de 1504, moría con 53 años la reina Isabel en Medina del Campo (Valladolid). La reina arrastraba una enfermedad desde hacía seis años, sin que a día de hoy se sepa con certeza su diagnóstico, aunque más que de una enfermedad, de tristeza empezó a morirse Isabel la Católica, la mujer de las grandes ilusiones. ¿Qué sería de la labor de toda su vida? Muy duro debió de ser la pérdida de su único hijo varón, al que siguieron las muertes de la hija mayor y el hijo de ésta, Miguel; así es que en el espacio de tres años (1497- 1500) murieron tres herederos de aquellos reinos, viniendo a recaer tan cuantiosa herencia en su hija Juana, una enferma mental, casada con Felipe el Hermoso, el granuja que tantos disgustos le dio a ella y a sus padres.

El amor de Isabel por Fernando, iniciado el mismo día en que se vieron en Valladolid por primera vez, resplandece en su testamento donde expresa su voluntad de ser enterrada junto a su esposo en el lugar que él elija (ella prefería Granada). Asimismo, le dejó sus joyas para que viéndolas sea continua la memoria del amor que siempre le tuvo y tenga presente que lo espera en el más allá.

Por haberlo dispuesto la reina en su testamento, Fernando se hizo cargo de la regencia de Castilla, pero ante el feo panorama que se le presentaba, con una reina demente y un yerno, que era un indeseable, aliado con el rey francés, hizo que el rey Fernando acordara la paz con Luis XII. En dicho acuerdo el francés reconocía al español como rey de Nápoles, a cambio sería indemnizado por sus gastos en la campaña de Nápoles, así como casarse con una princesa gala, que fue con su sobrina de 18 años, Germana de Foix, cuya boda se celebró en Valladolid el 18 de marzo de 1506. Y es que el rey Fernando pretendía tener un heredero para la Corona de Aragón y sortear al yerno, ya que su hija Juana era la heredera. El matrimonio no dio los frutos esperados a pesar del interés de la nueva esposa en hacer feliz a su marido y darle la ansiada sucesión. La reina alumbró un varón que murió a las pocas horas y ya no hubo más, pues el rey, tan fogoso siempre, ya no estaba para esos trotes a pesar de las pócimas erotizantes y comidas vigorizadoras.

El monarca hizo su último viaje camino de Andalucía recostado en su litera, ya sin poder cabalgar, junto a los nobles que le acompañaban. El camino lo hizo por Extremadura, en Plasencia pasó un tiempo en reposo y siguió, pero tanto se indispuso que la comitiva se detuvo y trasladó al moribundo rey a la aldea cacereña de Madrigalejo, allí dictó su último testamento, donde dispuso que todos sus reinos los heredase su nieto Carlos I al que no conocía en persona. En la madrugada del 23 de enero de 1516 falleció Fernando el Católico, la gran figura de nuestra historia, a pesar de los que pretenden empañarla. Toda España se puso de duelo y las campanas de todas las iglesias doblaron por el último rey de Castilla, Aragón y Navarra. Sus restos reposan junto a los de su amada esposa Isabel en la Capilla Real de Granada, tal y como ella quería.