Del origen de las especies por medio de la selección natural (II)


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

El modelo napoleónico de burocracia se imitó imperfectamente en España, sin llegar a copiar, por ejemplo, el generalato funcionarial de Francia, que está constituido aún hoy por la Escuela Nacional de Administración (E.N.A) incubadora de altos funcionarios y formadora de políticos franceses, conocidos como “enarcas”, una élite burocrática que, simplemente, no existe en España.

No llegó a importarse esa parte del modelo francés como tal.

Lo más parecido a esa aristocracia profesional fueron los técnicos Comerciales del Estado y la subespecie de Abogados del Estado, travestidos recientemente en Abogados del Gobierno, vino viejo al que aspectos más éticos que técnicos han añadido abundante agua y desnaturalizado su independencia con la vieja práctica del palo y la zanahoria.

El modelo burocrático de tipo francés tampoco es el único posible. Existe un modelo norteamericano que recuerda, en su movilidad y falta de la deseada fijeza y estabilidad, ansiada en España y despreciada en los USA, a las antiguas cesantías decimonónicas.

En Estados Unidos se consideraba que cualquier ciudadano puede en un momento dado servir a la Administración sin que esto constituya una prisión que condicione su vida, puesto que en una sociedad desarrollada hay suficientes personas formadas para gestionar asuntos públicos, que allí, tierra de empresarios y emprendedores, no constituyen un asunto arcano y diferente al de gestionar una empresa. Originariamente se constituyó un sistema basado en que el vencedor de una contienda electoral elegía a sus funcionarios. Era lo que se llamaba el “Spoils System”, que, para evitar el “cuñadismo” fue eliminado por la Ley Pendleton en 1883. Hay que advertir, no obstante, que la relación funcionarial no era de derecho público, sino más bien un contrato de régimen laboral. El funcionario ya no era una parte del estado, sino un colaborador del político vencedor, elegido por él, a quien uncía su suerte, para bien o para mal.

La Ley 30/1984, de 2 de agosto, de Medidas para la Reforma de la Función Pública, sin demasiados argumentos, reformó parcialmente la situación de la función pública, sin acabar con la sólida tradición afrancesada, pero incorporando el caballo de Troya de ese viejo principio anglosajón, cuya manifestación más evidente es la “libre designación”, al tiempo que concedía a los funcionarios supuestos derechos que nunca fueron propios del funcionarizado: la negociación colectiva, la huelga, la sindicación y otras supuestas prebendas.

Este camino de perdición está fragmentado en teselas de órdenes, decretos, resoluciones que han ido dirigidas a modificar el sentido del funcionario y convertirlo en un “empleado público”, asimilado al régimen laboral, pero conservando el enorme y antiguo privilegio de no poder ser despedido.

Ya no existen los múltiples pinzones que fueron especializando sus picos y habilidades según su trabajo. El personal laboral aunque formalmente pueda ser despedido, de hecho no lo es. Ha ganado un privilegio que no tenía, y que no tiene respecto al régimen laboral del Estatuto del Trabajador.

El funcionario, cuyas garantías de estabilidad y no remoción de su puesto era, en origen, un escudo que les permitía resistir las amenazas de “plata o plomo” formuladas por los gobernantes, han sido anulados por el terrible sistema de la “libre designación”, que viene a ser de nuevo el “spoils system” del gobernante vencedor, sin el despido en caso de derrota. Lo que duplica como poco el número de empleados públicos.

Ya no somos funcionarios ni trabajadores. Somos “empleados públicos” con plumajes y picos de inapreciable diferenciación. ¿Quién pierde con esto? La sociedad civil, obviamente. ¿Quién gana con ello? El gobernante, que ha convertido al funcionario en un ser dócil, dúctil y maleable, con el premio al leal y el ostracismo al disidente.

El que quiera profundizar en estas someras aguas tiene a su disposición un apasionante libro de un catedrático de derecho administrativo que, pese a ello, sabe escribir: “El desgobierno de lo público”, Alejandro Nieto, Editorial Ariel. Nº de páginas 408. Género: Terror.