La educación que formó a una generación que quería huir del legón

Hemos recorrido con el antuso Luis Artero Ridao un itinerario de formación que empezó a primeros de los sesenta en un parvulario gestionado por monjas y concluyó en la Universidad de Granada a comienzos de los ochenta

Luis Artero Ridao señala al niño que fue hace más de medio siglo.

ALMERÍA HOY / 25·07·2020

No se pueden comparar los métodos de enseñanza en distintas épocas de la Historia. No sería justo, pero siempre es bueno recordar otras experiencias y que cada cual saque sus propias conclusiones. Nosotros hemos recorrido con el antuso Luis Artero Ridao un itinerario de formación que empezó a primeros de los sesenta en un parvulario gestionado por las monjas de su pueblo y concluyó en la Universidad de Granada a comienzos de los ochenta.

Luis –antuso licenciado en Historia que ha desarrollado su actividad en la gestión del transporte de mercancías por carretera- comienza la conversación dejando claro que, a su juicio, existe muchísima diferencia entre la escuela de hoy y la de los años sesenta, por lo que no es posible establecer una comparativa acertada entre los criterios educativos actuales con los de entonces.

Él empezó su andadura de pupitres con tres años en la escuela de las monjas de Antas, que utilizaban unos métodos, “digamos que ‘muy persuasivos’”. En su clase eran ocho, tres niños y cinco niñas, y allí estuvo hasta los seis años.

Las monjas despertaron en el pequeño Luis y en sus condiscípulos una curiosa animadversión hacia los pájaros, adquiriendo la afición a apedrearlos. ¿Por qué? Tanto a él como a sus compañeros les sorprendía enormemente que las religiosas conocieran al detalle lo que habían hecho la tarde anterior. “Ellas siempre nos decían que se lo había contado ‘un pajarito’, y los animalillos se convirtieron en nuestros enemigos por ‘chivatos’”.

Pero ni ése ni ningún otro episodio –incluyendo los castigos de entonces- alcanzó a crear ningún trauma en un zagal que salió de aquella primera escuela con seis años “leyendo, escribiendo y sabiendo hacer cuentas”.

Tras su paso por las monjas pasó a la escuela “con los maestros”. Esos sí que eran “duros”, armados con sus palmetas de madera “a las que llamaban ‘catalinas’”. Los palmetazos en las manos o en la espalda eran dolorosos, “pero en la cabeza pasaban a ser mortales”.

El que entonces era joven alumno confiesa que una tarde entró por la ventana a la escuela junto con un compañero para robar las cuatro ‘catalinas’ que tenía el maestro, quien apenas tardó siete días en reponerlas, pero, mientras tanto, los pequeños antusos disfrutaron de una semana sin palmetazos.

Recordar esos hechos no significa que Luis defienda los castigos corporales. Por el contrario, sostiene que “nunca se debe maltratar a nadie y menos aún a niños”, mas insiste en que no se deben juzgar esas prácticas desde la perspectiva de hoy. “A mí no me dejó ningún trauma. Por otra parte, en aquella época había una responsabilidad para estudiar que no existe ahora”. Poco después, ya con nueve años, Luis ingresó en el Instituto de Vera para cursar el Bachillerato. En ese nivel también se infligían castigos físicos, “aunque menos. Íbamos a labrarnos un futuro, pero teníamos que simultanear la educación con otras labores como recoger alfalfa o varear almendros, que fue mi primer trabajo con diez años”.

LA ‘HERENCIA’

Luis llegó a plantearse abandonar los estudios, pero pronto desistió. “Mi padre encargó un legón grandísimo en la fragua, me lo enseñó y me dijo: ‘Tú mismo. Elige. Yo no te puedo dejar otra cosa en herencia’. No me lo tuve que pensar mucho. Para la mayoría de los muchachos de la comarca la cosa no era entonces tan fácil como ahora. Un día cualquiera, yo iba a segar cebada a las 5 de la mañana y, después, mi padre me llevaba a las 8 al Instituto”.

Años más tarde, en 1978, Luis fue a Almería a estudiar la carrera de Historia, que terminó en Granada. Muy futbolero desde siempre, aprovechó la oportunidad para hacerse socio del club de la capital cuando ascendió a primera división en 1979. Para eso tenía que cumplir dos condiciones: En primer lugar, aprobar el curso sin dejar ninguna asignatura pendiente. Después, pagarse el carnet de socio, para lo que tenía que trabajar. Además, todos los sábados debía ayudar a su padre en las tomateras, y los domingos de partido volvía de Almería a eso de las 12 en el coche de línea, el cartagenero, con un bocadillo para comer por el camino.

Eran los años del tomate Raf y por la Residencia de estudiantes en que se alojaba Luis apareció un señor de La Cañada buscando gente para trabajar. “Fuimos tres, pero yo era el único con experiencia y me cundía más. Iba atando y me pagaron 600 pesetas, 200 por encima de los demás” –que recibían 400-.

Durante los años de estudio en Almería o Granada, las vacaciones ‘reales’ de Luis empezaban cuando lo hacía el curso, porque los veranos en Antas comenzaban a las 5 de la mañana en la alfalfa y terminaban ordeñando cabras a las 11 de la noche. “Los compañeros de la Universidad me veían en septiembre más negro que un tizón y creían que era de pasar el verano en la playa, pero el moreno lo cogía trabajando en el pago de Mojana y no en Mojácar, que era lo que ellos conocían de la zona”.

A Granada iba en un camión cargado de frutas y hortalizas. En el almacén de destino le pagaban 1.500 pesetas por ayudar a descargarlo. “Por mi parte de alquiler en el piso me cobraban 5.000”.

Luis acabó la carrera con una nota media de 8,25, y disfrutó de becas todos los años. 65.000 pesetas los tres primeros y 68.000 los dos últimos, pero no le parece bien “que las concedan únicamente por pasar de curso, aunque sea con asignaturas pendientes”. No obstante, reconoce que son necesarias “porque ningún país está en condiciones de dejar perder un talento por falta de medios”.

Insiste en que no se pueden comparar épocas distintas y no se arrepiente de la que le ha tocado vivir, aunque le hubiera gustado haber trabajado un poco menos. “Se aprecia más lo que se consigue con sudor y esfuerzo. Los de mi quinta aprendimos el valor del trabajo, el respeto y la tolerancia. Por lo demás, la felicidad me la busco yo con mi trabajo. El Estado se tiene que preocupar de otras cosas”.

‘Víctima’ del accidente nuclear

Luis tenía seis años el día que cayeron las bombas sobre Palomares. Al escuchar el estruendo por el choque de los aviones, como era “muy ‘goleorcísimo’” [extremadamente curioso], saltó del pupitre pasando por encima de su compañero y se asomó a la ventana para ver qué ocurría.

Vio caer los aviones en una imagen que siempre recordará, del mismo modo que nunca olvidará el impacto de un objeto contundente en su cabeza.

“La monja me había tirado desde 4 metros la ‘chasca’, que era una especie de castañuelas formadas por dos conchas unidas que usaban para llamar nuestra atención. Lo peor no fue el chichonazo que me hizo, sino que me castigó a sentarme entre dos niñas y los compañeros se rieron de mí llamándome ‘chiquillera’”. Imperdonable humillación en aquellos tiempos.