El emérito rey Midas


..

JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

HUBO UN TIEMPO en que la figura del rey se revestía de poderes casi milagrosos capaces de sanar a sus súbditos enfermos e infecciosos, como regios precursores de los actuales curanderos. Esto estaba relacionado con la teoría medieval del origen divino del poder, que se mantuvo durante bastante tiempo. La última manifestación de esta creencia se registra en Francia en tiempos tan cercanos como 1825 (“Los reyes taumaturgos”, Marc Bloch FCE, sesudo ensayo de 663 páginas).

Es cierto que en España estos excesos no eran tan comunes como en la divina monarquía francesa, ya que durante muchos años los reyes tuvieron que batallar con el contrapoder de un conjunto poderoso de señores feudales y solariegos, no siempre predispuestos a renunciar sin lucha a sus privilegios ganados en la lucha contra los moros. La monarquía española dentro de las monarquías absolutas nunca fue de las más absolutas.

Cercenado el origen divino de las monarquías por el afilado borde de la guillotina y encendidas las luces de la Ilustración, hay que buscar algún argumento razonable para que la más alta representación del Estado en España se confiera al marido de una locutora de RTVE.

No es fácil. Uno de los pocos argumentos que se me ocurre no apela a la razón, sino más bien a la emoción, recurso, por otra parte, infinitamente más poderoso. Me refiero al sentimiento de la Historia, a ese enlace con un pasado del que con los mismos argumentos, es decir, ninguno, puede uno sentirse ora orgulloso ora avergonzado.

Cuando uno ve la efigie de su rey en la moneda de un euro inconscientemente enlaza con un montón de Borbones que le precedieron.

“¡Cuánto se parece este hombre a Carlos III¡”, puede uno decir sin faltar a la verdad. Las narices borbónicas son para los españoles como la magdalena para Proust y nos permiten bucear en el tiempo a mayor profundidad de lo que pueden hacerlo, por ejemplo, los estadounidenses, cuyo pasado es ridículamente somero.

Y eso está muy bien. Le da a uno una cierta inmerecida pátina de nobleza e inmortalidad, y se apropia uno sentimentalmente de las piedras viejas y de los blasones de otros como si fueran propios.

Por otra parte se presume de partida que los reyes son una especie predestinada desde la cuna a su regia actividad. No pueden elegir ser médicos o futbolistas, sino que alguien eligió para ellos su destino y se diseñó para ellos una específica educación política y moral. Les obligaron a aprender inglés y a manejar el cuchillo del pescado porque su futuro era ser una especie de encarnación “ab ovo” de las virtudes, que no de los defectos, de la comunidad.

Se supone que nuestro rey sería, ante el extranjero y ante nosotros mismos, alguien presentable, o al menos, alguien decente que no nos avergonzaría exhibir ante las visitas. Educado para eso. Y sólo para eso. Una especie de superdiplomático en las formas e insubstancial en los contenidos en un régimen parlamentario. Como nuestra buena Reina Sofía, a la que en cuyo entierro se le demostrará la gratitud que merece por una vida de servicio.

Nuestro buen Rey Juan Carlos ha destrozado el espejo de ejemplaridad que el mismo construyó para nosotros. Las razones puede que las sepan Freud o Jaime Peñafiel.

Al cabo la historia del Rey Midas explica muy bien cómo determinadas pasiones humanas, sempiternas en la naturaleza del hombre (más que en la de la mujer, en eso nos llevan ventaja), acaban estropeando esa institución irracional que es la monarquía. La tentación de tenerlo todo a su alcance y no poder alcanzarlo, como muy bien supo Tántalo, es un espantoso suplicio.

Al final el mayor enemigo de la monarquía parlamentaria ha resultado ser nuestro buen Rey Juan Carlos. Yo siempre pensé que sería Froilán el que traería la República.

Ha sido tan mayúscula la sorpresa de que el rey estaba más desnudo de lo que parecía, que incluso los que hacen profesión de fe del republicanismo más feroz están paralizados. Pese a la atracción del abismo, nadie se atreve a decir “aquí acaba la dinastía”, nadie osa escribir en las paredes “cayó la raza espuria de los Borbones”, “¡¡Viva la Revolución Gloriosa!!” Las experiencias republicanas han resultado en España experimentos fallidos y hay cierto miedo a abrir la caja de Pandora, sobre todo especialmente por el problema insoluble de las nacionalidades, que sería insoslayable tratar ante una eventual reforma constitucional.

Pedro Sánchez sería un magnífico Presidente de la República, puede hablar incesantemente sin decir nada mientras nos miente y nos adormece. Y con un Falcon y cuatro privilegios se conformaría. Pablo Iglesias sería Igualmente un magnífico Presidente del Gobierno de la República Socialista Soviética de España. Ya tiene la “dacha”.

A ver qué dice el PSOE de todo esto, porque el PP dirá lo que diga el PSOE o lo que le convenga más. Ciudadanos no dirá nada porque los muertos no hablan. VOX se opondrá porque sienten rancia devoción por Don Pelayo y por el brazo incorrupto de Santa Teresa.

No hay que olvidar que a Don Juan Carlos I lo puso Franco con una de sus muy literarias Leyes Fundamentales. Si empezamos a revisar y reescribir la Historia de este país, maltratado y glorioso, igual llegamos a capítulos que no nos interesa leer.