Artefactos cotidianos arrumbados


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AMANDO DE MIGUEL

Reconozco la virtud o la manía de la nostalgia: el amor por los objetos cotidianos que han ido desapareciendo silenciosamente de nuestro entorno inmediato. Por ejemplo, la máquina de escribir. Tuve la primera, una Olivetti portátil, a los 14 años, que mis padres compraron a plazos. Empecé a teclearla con solo dos dedos y nunca conseguí una mayor habilidad. He escrito muchos miles de páginas directamente a máquina. Luego, con la secretaria, pasé a redactar a mano y así sigo. Desde hace años paso mis textos manuscritos al ordenador diabólico. Sigo cometiendo algunos errores, siempre los mismos, porque el teclado del ordenador contiene más signos que los de la máquina de escribir.

Durante mucho tiempo utilicé una pluma estilográfica para escribir, después de los años del colegio en donde utilizábamos palillero y plumilla de acero. En los años adolescentes de San Sebastián una pandilla de amigos decidimos visitar a Pío Baroja en su caserío de Vera de Bidasoa. Estuvimos toda una tarde con él en amigable tertulia; don Pío hablaba, nosotros escuchábamos. El famoso escritor me dedicó un libro que yo llevaba al efecto (el Aviraneta). Escribió la dedicatoria con una pluma estilográfica, una Parker de oro que le habían regalado, pero no la cargaba, la untaba en el tintero. Era como se había hecho durante siglos con la pluma de ganso.

Un artefacto arrumbado que tan desagradable nos parece hoy era la escupidera. La tenía como un signo de modernidad el peluquero del barrio cuando yo era un niño en San Sebastián. La última que vi fue en los años 80, en el despacho de Eugenio Suárez, un afamado periodista lleno de humanidad.

Añoro la desaparición de las tablas de logaritmos y la regla de cálculo. Eran instrumentos cotidianos durante años, antes de que se introdujeran las máquinas de calcular. La primera que tuve era más grande que un ordenador.

Otra cosa que desapareció fue la baca de los coches, esencial incluso en los autobuses que decían de línea. No entiendo por qué era tan imprescindible. Antes había que transportar muchos bultos. Hoy vemos la baca en los coches de los emigrantes marroquíes. De nuestras costumbres se esfumó el telegrama. En mi pueblo de origen, en Zamora, fue un acontecimiento la llegada del telégrafo, que ocurrió antes de que se dispusiera de agua corriente en las casas. El telegrama solía dar malas noticias, pero también eran necesarias. Hubo un tiempo en el que el trabajo de los periodistas consistía fundamentalmente en “hinchar telegramas”. Por mi parte, recuerdo el telegrama que me envío a los Estados Unidos el coronel de mi regimiento en 1963. “Plazo improrrogable para reincorporarse al cuartel, un mes”. Significaba que ya no había más permiso de estudios para seguir como estudiante en los Estados Unidos; tenía que completar mis prácticas de alférez después de tres años. Aquel telegrama truncó mi vida. El mentado coronel, año más tarde capitán general, logró meterme en la cárcel.

En mi casa se siguen utilizando los termómetros de mercurio. Dicen que los han prohibido, por lo de la contaminación, pero me parecen insustituibles. Nos unen a los sabios de hace siglos. No me fío de los termómetros digitales. Soy antiguo, ya lo sé.