Tabernas de nuestros padres


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Era Murcia no hace tanto, queridos niños, una ciudad provinciana y algo polvorienta, que contaba con unos singulares establecimientos que ya no existen, se llamaban tascas o tabernas.

Desapareció la ilustre palabra latina casi antes de que despareciera el objeto al que designaba. El viento de la modernidad acabó con ventas, tascas y figones, que rápidamente siguieron en su defunción a los clientes que las frecuentaban; un tipo de parroquiano de otros tiempos, hecho a otros usos y costumbres. Intolerante con petimetres y ministros de Consumo.

Es ley de vida, dicen los materialistas históricos y los pijos madrileños, que han impuesto el nuevo modelo de camarero, uniformado de negro, y que te dicen “chico” con familiaridad, aunque seas septuagenario, y que te ofrecen con displicencia no su mejor vino de la casa, sino, a ser posible, el más caro que puedas pagar.

Yo asistí con preocupación de estudiante a la desaparición de ese mundo ya casi tan perdido como el Imperio Austro-Húngaro o la Rusia de los zares.

Eran establecimientos singulares, porque en todos ellos estaba impreso indeleblemente el carácter, vocación y gustos del propietario: el club de sus amores, con amarillentas fotos en blanco y negro de remotas alineaciones, alguna torpe afición por la taxidermia, su variable interés por la limpieza, botellas en lo alto de anaqueles inaccesibles, cubiertos con polvo de la segunda guerra carlista, tapas sencillas consolidadas más por la repetición que por la técnica…

El primero fue “La Cosechera”, un local que había resistido incólume el paso del tiempo, conservado tal y como lo habían conocido Miguel Hernández o Recaredo. Yo alcancé a conocerlo, no a Miguel Hernández, sino al viejo dueño, que se llamaba Lope, nombre adecuadísimo a la solera del local.

Un buen día, el local cayó en las garras de algún interiorista que, con esas buenas intenciones de las que está empedrado el camino del infierno, lo convirtió en un local anodino e imperfecto. Quiero pensar que no fue Lope. Ahora es un bar de “mestizaje cultural”, sea lo que sea tal cosa, de ambiente japonés.

Otro era “La Viña”, en el corazón de la calle Trapería, cuyo venerable propietario murió y al poco también murió su local y su clientela. Había uno en la Plaza de Santa Eulalia cuyo nombre no recuerdo, que incumplía cualquier norma de accesibilidad e invitaba a la espeleología. “Los Lebrillos” desparecieron con el señor Juan y Manolo “el de los Lebrillos”. ¿“Ubi sunt”?, ¿quién habrá recogido el misterio iniciático de su tortilla con pisto y sus jalufos?

Otros mantienen el nombre, “El Tío Sentao”, “Las Mulas”, “Los Zagales”, pero su clientela, que era un adminículo inseparable de la propia taberna y el reflejo de su idiosincrasia, ya no está. Era gente que llegó tarde a la gastronomía y sus engañifas. Y se contentaba con poco más que unos cacahuetes o unas habas, y todavía bebía el vino de la casa, ese machadiano “vino de las tabernas”.

Poco a poco se fueron apagando, de uno en uno, como las estrellas que presagian el fin del mundo. De nuestro mundo fugaz construido de tiempo y memoria.

Se canta lo que se pierde y me ha venido a la memoria todo esta dulce decadencia porque estuve hace poco en el pueblo de La Unión, donde hay un local de esos, en que su propietario permanece emboscado, como los soldados del emperador, y tiene junto a las tinajas, que contuvieron el vino del pasado, un montón de jilgueros sueltos que revolotean por la taberna como las almas de los antiguos clientes, resistiéndose a abandonar un local sin televisión ni tragaperras.