1811: El año de la peste en Cuevas del Almanzora

Si hace cien años nos azotó la mal llamada gripe española, un siglo antes fue la llamada fiebre amarilla, vómito negro o peste la epidemia que causó estragos, especialmente en algunos lugares como el Levante almeriense.


Plano de Cuevas de Francisco Coello, incluido en el “Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España” de Pascual Madoz (1845-1850), donde se distingue, a la izquierda del Castillo, la ubicación de nuestro primer cementerio.

ENRIQUE FERNÁNDEZ BOLEA* / 03·05·2020

Si ya en el estío de 1810 desde Cartagena llegaron inquietantes noticias, a través de sendas cartas enviadas por los oficiales cuevanos Juan Felipe Masegosa y Baltasar Bravo Martínez, de que en esta cercana ciudad portuaria se habían detectado los primeros casos de fiebre amarilla, también conocida con el estremecedor nombre de vómito negro, no será hasta un año después cuando salten todas las alarmas.

La Junta de Sanidad de Cuevas, reunida con urgencia, leerá una carta, fechada el 30 de julio de 1811 y firmada por un “religioso de probidad” residente en aquella ciudad, en la que se describían “unas calenturas pútridas cuios pacientes morían a los tres días”, y además confirmaba el hecho de la muerte en los jornadas anteriores de un teniente coronel a causa de este vómito negro.

Aunque la infección había entrado por Cádiz procedente de África y se extendió con rapidez hacia el Este y el Norte, a algunas ciudades costeras, como la propia Cartagena, el virus llegó antes de que la progresiva expansión por tierra les alcanzase, puesto que el continuo trasiego de marineros y mercantes habría favorecido su precoz aparición. Estos núcleos, una vez contagiados, actuaron como eficaces propagadores de la epidemia a través de comerciantes y militares que se movían constantemente por los circundantes, y nuestra comarca se hallaba en su radio de acción.

El horror estaba próximo y, en consecuencia, había que adoptar medidas. La Junta de Sanidad de Cuevas del Almanzora, con el lógico fin de salvaguardar la salud pública del vecindario, estableció –como en casos similares– el cierre de las puertas de acceso y la vigilancia diurna y nocturna, mediante rondas, para el control de transeúntes, además de habilitarse lugares destinados a cuarentena extramuros de la villa. Apenas habían transcurrido dos meses de estas primeras prevenciones, cuando se produce la primera víctima a causa de fiebre amarilla: Francisco José Casanova, beneficiado de la parroquia de Nuestra Señora de la Encarnación.

Durante aquel aciago otoño el contagio se cebó con la villa, y aunque un elevadísimo contingente del vecindario padeció la enfermedad, con fiebre y malestar durante varios días, sólo en torno al 15 o 20% la desarrolló con consecuencias muy graves o mortales. En estos últimos casos, el mal presentaba dos fases: una primera caracterizada por fiebres altas, cefaleas, mialgias, náuseas y vómitos; y, tras unas 24 horas de remisión o relajación de los síntomas, se desencadenaba la segunda con la típica ictericia (color amarillento de la piel que otorgaba nombre a la infección), hematemesis (o vómito de sangre digerida, lo que justificaba la segunda denominación popular que recibía), melena (deposiciones negras de sangre), coma y, transcurridos entre 7 y 10 días, la muerte en más del 50% de los casos. A su rápida transmisión contribuían los mosquitos, de ahí que la época del año más propicia para la propagación en nuestras latitudes fuese el verano y los primeros meses del otoño.

Aunque para principios de enero de 1812, como consecuencia del frío, la epidemia había remitido, con la llegada de los ardores estivales se reactivó, pero ya sin la virulencia de aquel primer período de contagio. Pese al cordón sanitario organizado por la Junta de Sanidad, en ambos episodios fallecieron en Cuevas a causa de la infección “412 adultos y unos 100 párvulos”, lo que supuso un 8% de una población que por entonces rondaba las 7.000 almas. La cifra no se halla muy alejada de las 619 víctimas de Vera, con una proporción, estimada en el 10%, muy similar con respecto a la población total con la que por entonces contaba. Para confirmar que la incidencia de la enfermedad fue muy similar en todo el ámbito comarcal, podría traerse a colación la mortandad causada en una entidad de población más reducida como Turre, cuyo número de habitantes por los años de la calamidad podía alcanzar alrededor de los 1.100 habitantes, de los cuales 84 sucumbieron al rigor de la enfermedad.

La incidencia letal de la epidemia, la acumulación de cadáveres a los que dar sepultura, que en algunas jornadas debieron superar la decena, deparó a los afligidos cuevanos de entonces escenas aterradoras que contribuyeron a consternarlos aún más, haciendo de aquel tiempo uno de los más infaustos de nuestra historia, pues guerra –la que se estaba manteniendo contra el francés atravesaba por su ecuador– y enfermedad se confabularon como nunca antes lo habían hecho en esta tierra. Las campanas que anunciaban difunto cesaron en su siniestro y constante repicar a principios de diciembre de 1812, y desde esos días ya no se volvió a registrar víctima alguna a causa de la fiebre amarilla. Precisamente sobre la segunda semana del mencionado mes, Alonso Fernández, presidente de la Junta de Sanidad de Cuevas solicitaba de la de Vera, mediante misiva, que se levantase el cordón de protección sanitaria y se restableciese el libre comercio al haber desaparecido el peligro de contagio.

Se daba, de este modo, por finalizada una espantosa epidemia cuyo desgarrador recuerdo permaneció muy vivo a lo largo de generaciones, refiriéndose en ocasiones a aquel episodio como el “año de la peste”. Pero sirvió igualmente para que el cabildo afrontase de una vez por todas –el proyecto rondaba desde 1804– esa carencia de cementerio que arrastraba desde hacía demasiado y que no había logrado satisfacer a pesar de las urgencias y de las amenazas que esta falta suponía para la población. Tras haber barajado varias ubicaciones para el camposanto, optaron por unos terrenos próximos a la subida de la ermita del Calvario, porque en ese lugar se habían realizado durante el pasado episodio epidémico, debido a la acumulación de cadáveres, enterramientos en fosas comunes. La primera persona en ser sepultada en el nuevo recinto funerario fue una tal Petronila Márquez, fallecida el 22 de mayo de 1812.

*Enrique Fernández Bolea es Cronista Oficial de la Ciudad de Cuevas del Almanzora.