Prohibido despedir


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

La doctrina social, política por ende, de la Iglesia me suscitó en su día un profundo escepticismo, que no me ha abandonado, cuando me explicaron la parábola del hijo pródigo, que también podría llamarse “del agravio comparativo”. Ahí perdí la fe y comprendí que Dios, en su infinita bondad, premia a los malos y castiga a los buenos.

Nunca llegué a entender que el hijo que había abandonado a sus ancianos padres para vivir la vida ídem, en Ibiza por ejemplo, cuando arrepentido y maltrecho regresó a la casa paterna, fue recibido por los autores de sus días con un alborozo injustificado. Hasta el punto de que se sacrificase en su honor la ternera mejor cebada. No una ternera cualquiera, ni un pollo tomatero, sino precisamente la mejor cebada.

Al hijo mayor, que había cumplido escrupulosamente con sus ancianos padres las obligaciones naturales, encima le cae una bronca por protestar débilmente.

Eso está muy bien, a lo mejor, desde el punto de vista moral y misericordioso: la denostada caridad. Pero es letal desde el punto de vista político.

El cristianismo teórico, que recoge sustancialmente el igualitarismo de los seres humanos como precepto e ideal, y la consideración del pobre como imagen de Cristo, al que se debe prestar auxilio y compasión solidaria, por otra parte, y en la práctica histórica, casi siempre ha sido de la premisa orwelliana de que todos somos iguales, efectivamente, pero algunos (los que mandan, duques y prelados) son “más iguales que otros”.

Este supuesto ideológico, como el testigo de las carreras de relevos, en la decadencia del cristianismo, ha sido recogido casi intacto por la ideología izquierdista. Partidario ante todo del dogma sagrado de la igualdad. Con las consabidas excepciones de los que se consideran una vez más “más iguales que otros”.

En el reparto de las porciones de la tarta, la igualdad evangélica de las mismas suele desconocer la existencia del pastelero. Altivamente incluso se diría que la tarta preexiste como el bíblico maná. Un pastelero tan notable y generoso como Amancio Ortega, en lugar de ser premiado todos los años con el Premio Cervantes de Literatura, es zaherido por estos apóstoles de la distribución de una riqueza sempiterna e inexplicable. Ejemplos de esta preocupante deriva tenemos a porrillo.

La ministra de Trabajo, por ejemplo, es un ser de cuya boca surgen, como de los Chorros del río Mundo, a borbotones, palabras que no pasan antes por los ocultos veneros de su cerebro. Como si quisiera, con una logorrea, que ella supone equivalente a una rapidez mental al alcance de pocos ingenios, apabullarnos y someternos.

Pero sus aladas palabras no resisten la transcripción escrita. Es lo malo, o lo bueno, de la escritura y, definitivamente, lo malo de las charlatanas de feria y de los vendedores de peines cuando trasladan sus técnicas, tan útiles en otros ámbitos, a las altas magistraturas del estado.

"Nadie puede aprovecharse de esta crisis sanitaria, no puede usarse el Covid 19 como excusa para despedir”, nos razona Díaz. La prohibición de despedir, expuesta con indisimulada satisfacción revela una incomprensión, de naturaleza más teológica que económica, ante el hecho de contratar, sus finalidades y limitaciones.

Se diría que el empresario (“empleador” para quemar en efigie la vergüenza de la palabra con un torpe eufemismo), contrata con la exclusiva finalidad de procurarse el perverso placer de despedir. Con idéntica satisfacción podría prohibir las pandemias, la ley de la gravitación universal o la ley de hierro del comercio: la ley de la oferta y la demanda.

Aunque los resultados a corto plazo de estas formas cristiano socialistas de filosofar políticamente están sobrada y caricaturescamente representadas en países populistas, que además expresan sus disparates en nuestro idioma, no se razonan. Como no se razona la fe.

Cuando no haya pasteleros, ni ricos que, como don Amancio, no entrarán en el Reino de los Cielos, o se oculten en sus guaridas o en tierras más propicias, veremos cómo se reparte con igualdad la inexistente tarta.