La Guerra Civil española, 1936-1939


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ADOLFO PÉREZ

Escribir sobre la guerra civil española, la tragedia que destrozó la convivencia de los españoles en el siglo XX, es tarea complicada debido a las pasiones que aún perduran. No obstante, procuraré ser objetivo pues mi pretensión en este artículo se limita a relatar los hechos bélicos más relevantes de los tres años de contienda. Alguno de mis lectores puede que recuerde que allá por el mes de enero de este año escribí un artículo en este medio sobre los preludios de la guerra civil.

Como es bien sabido, las elecciones locales celebradas en España el 12 de abril de 1931 fue la espoleta que acabó con la Monarquía en el reinado de Alfonso XIII. Dos días después de las elecciones, el 14 de abril, se proclamó la II República que fue recibida con alborozo por gran parte de la población. La nueva institución se alzaba prometedora para todos, especialmente para los más desfavorecidos. Y así tenía que haber sido. Mientras el rey salía de España se nombraba presidente provisional del Gobierno de la República al cordobés de Priego, Niceto Alcalá Zamora.

En verdad que la segunda República no tuvo suerte en su andadura hasta llegar a 1936. En general, fueron diversos los factores que concurrieron para socavar los pilares del régimen republicano que desembocaron en la catástrofe del 36, someramente analizados en mi artículo de la semana pasada. Tales factores propiciaron el alzamiento militar, que empezó a gestarse en marzo de 1936, siendo su causa inmediata la anarquía que se vivía en el país gobernado desde febrero por el Frente Popular (coalición de izquierdas), que dio lugar a un ambiente irrespirable en el que la vida de las personas carecía de valor. La situación dio lugar a que los altos mandos del ejército reaccionaran apelando al Gobierno para que restableciera el orden ante la anarquía dominante en la nación. Sin embargo, la respuesta del Gobierno a las apelaciones de los militares fue cambiar de destino a los jefes más prestigiosos del ejército, entre ellos el general Franco destinado a las Canarias. Al general Mola, jefe de las fuerzas de Marruecos, se le destinó a Pamplona, lo que fue un error del Gobierno debido a que se colocaba a este militar en lugar tradicionalista y muy católico, adecuado para desplegar una conspiración antirrepublicana Pero antes de que se produjera la dispersión de los altos jefes del ejército, y en un momento en que estaban todos en Madrid, el 8 de marzo de 1936 tuvieron una reunión para tratar del posible golpe de Estado, que sería el 20 de abril y su jefe el general Sanjurjo, desterrado en Portugal. Como el Gobierno sospechó de lo que se tramaba actuó con rapidez y destinó fuera de Madrid a los generales Orgaz y Varela. Pero antes de irse, el general Varela envió a Mola la documentación de la conjura que poseía, de modo que este general se convirtió en `director’ del alzamiento, el cual se afanó en conseguir apoyos.

Se sabe que el general Mola no se engañó respecto a obtener un triunfo inmediato después del recuento que hizo de apoyos y fracasos, entre ellos el de Madrid. De forma que se puso de relieve la enorme complejidad que suponía coordinar todos los elementos que confluían en el alzamiento en julio de 1936. El general Franco, en contacto con los conspiradores, estaba a la expectativa en Canarias. Envió al Gobierno un extenso memorándum requiriendo que pusiera fin al desorden existente y acabara con el trato arbitrario que, según él, recibían los cuadros de la oficialidad, pero no obtuvo respuesta. Unas maniobras militares efectuadas a primeros de julio en el Llano Amarillo (Marruecos) permitieron a los oficiales implicados atar los últimos cabos de la conspiración y fijar para el día 18 la fecha del alzamiento. La espoleta que precipitó los acontecimientos fue el asesinato del líder de la oposición, José Calvo Sotelo, que en la madrugada del 13 de julio fue sacado de su domicilio por guardias de Asalto para matarlo. Ese crimen político acabó con los últimos obstáculos que encontró el general Mola para la sublevación, que se inició en Melilla el 17 de julio cuando los conspiradores, sabedores de que el general Manuel Romerales, comandante general de la plaza, estaba al tanto de lo que sucedía, se adelantaron, apresaron al general y lo fusilaron. El estallido repercutió enseguida en Ceuta y en todas las fuerzas del protectorado de Marruecos.

Al día siguiente, y antes de que el Gobierno pudiera reaccionar, se alzaron todas las divisiones militares de la Península con arreglo al plan previsto: allí donde el jefe de la división formaba parte de la conjura se declararía de inmediato el estado de guerra y la ocupación de las centrales sindicales y edificios oficiales. Donde el jefe de la división fuera leal al Gobierno el golpe vino de uno de los subordinados inmediatos, caso del general Mola alzado en Pamplona. Otros lo hicieron fuera de su circunscripción militar como fueron los casos de los generales Queipo de Llano en Sevilla y Saliquet en Valladolid. Como se esperaba el golpe fracasó en Madrid y Barcelona. De inmediato el general Franco marchó en avión de Canarias al norte de África para comandar el ejército de Marruecos y pasarlo a la Península.

Sin embargo, un hecho luctuoso cambió el rumbo político de los acontecimientos. Como estaba previsto, el general Sanjurjo iba a ser jefe del bando sublevado, de modo que el 20 de julio tomó una avioneta para ir a tomar el mando, pero la aeronave se estrelló al despegar y el general falleció. Esto dio lugar a que el general Mola creara la Junta de Defensa Nacional formada por los siete generales de más prestigio, presidida por el más antiguo, el general Cabanellas. La Junta coordinó la acción política hasta el 1º de octubre de 1936 en que se nombró en Burgos al general Franco jefe del Gobierno del Estado Español y jefe supremo del ejército.

Las fuerzas militares de la Nación quedaron divididas en dos bandos casi iguales. El mapa de las dos Españas, la llamada nacional y la republicana, en los primeros días de la guerra quedó así: los nacionales disponían de Castilla la Vieja; León; Galicia; Navarra hasta el Pirineo de Lérida; mitad norte de Extremadura (Cáceres); cuenca media y alta del Ebro, hasta Zaragoza; franja de Sevilla a Cádiz; Algeciras; protectorado de Marruecos; Canarias y Baleares menos Menorca. La zona republicana dominaba el resto, con Madrid, Barcelona y Valencia, junto con la cornisa cantábrica: Asturias, Santander y País Vasco. Hubo enclaves nacionales en zona republicana, tales como Oviedo, Gijón, Toledo; Córdoba, Granada y Santa María de la Cabeza.

En principio, el mando sublevado pensó en tomar Madrid desde el sur y el norte. Al sur con los ejércitos de Marruecos y ciudades andaluzas al mando del general Franco. Y por el norte con el ejército al mando del general Mola, cuyas operaciones al principio se centraron en tapar la frontera francesa a través del País Vasco, que culminó con la toma de San Sebastián. El flanco oriental se centró en Zaragoza, cuya zona resistió al mando de Durruti, mientras el bando republicano fracasaba en el desembarco en Mallorca. No obstante, la iniciativa estaba en el sur al mando del general Franco, que consiguió pasar el ejército de Marruecos a la península al principio de agosto, en parte por vía aérea o por mar burlando a la escuadra republicana, casi toda ella fiel a la República. Se logró la estabilidad de Andalucía con el dominio del valle del Guadalquivir, quedando Málaga y Almería aisladas. Una marcha fulminante del general Yagüe por Extremadura supuso la unión de las dos zonas nacionales. Luego se lanzó por la línea del Tajo a Madrid. Las operaciones superaron las barreras defensivas con asombrosa rapidez debido a que los mandos republicanos eran escasos y poco eficientes, de modo que a través de Gredos contactó con las tropas de los generales Mola y Franco. Entonces fue cuando se liberó el asediado alcázar de Toledo al mando del coronel Moscardó (27.09.1936).

A finales de octubre de 1936 ya estaba coordinada la ofensiva sobre Madrid. El gobierno del Frente Popular apeló a la ayuda exterior. La URSS auxilió a la República y organizó las célebres Brigadas Internacionales, que estabilizaron la ofensiva nacional en Madrid. La ayuda de la URSS por un lado y la prestada por Alemania e Italia a los nacionales supuso que en noviembre del 36 la guerra española desbordara los límites peninsulares y se planteara como un problema internacional.

Los italianos contribuyeron a la liberación de Mallorca con un brillante cuerpo expedicionario. Este fácil éxito les animó a montar por su cuenta una gran operación que encerrara Madrid en una bolsa. Al efecto se produjo la famosa batalla de Guadalajara, que fue un fracaso, aunque las posiciones nacionales avanzaron notablemente. La dificultad de tomar Madrid hizo que Franco abandonara, por el momento, este propósito, dando preferencia a otros frentes. El desquite de la batalla de Guadalajara lo buscó en el norte, en la difícil campaña de Vizcaya donde en marzo rompió el ‘cinturón de hierro’ y conquistó Bilbao el 19 de junio de 1937. Objetivo vital alcanzado debido a la importancia económica de la zona vasca.

El gobierno republicano – instalado en Valencia - quiso quitarse de encima el cerco sobre Madrid para lo que organizó una operación (batalla de Brunete) que si en un principio tuvo éxito por la sorpresa, ante la eficaz reacción de los mandos nacionales, hubo de replegarse. Entretanto había proseguido la campaña victoriosa de los nacionales en la zona cantábrica. El 26 de agosto de 1937 el general Dávila, que había sustituido en el mando del ejército de norte al general Mola que pereció en un accidente aéreo, entró en Santander. A la vez el gobierno republicano desencadenó un ataque en el frente aragonés con el propósito de demorar el triunfo de los nacionales en el norte, con el aislamiento de Zaragoza. Esta operación, batalla de Belchite, pretendió poner a prueba la potencia del reorganizado ejército republicano, pero fue un rotundo fracaso en cuanto a resultados, aunque puso en primer plano el frente de Aragón, estabilizado desde el verano del 36. El 21 de octubre de 1937 entraron las tropas nacionales en Gijón y el parte del Cuartel General de Salamanca era lacónico: ‘El frente Norte de España ha desaparecido’. Apoderarse de la zona norte le supuso a los nacionales un aumento importante de su capacidad económica dada su riqueza, base de la industria del hierro y principal cuenca minera del país.

Entonces hubo un compás de espera pues el mando nacional dudaba si intentar la conquista de Madrid o lanzarse hacia el Mediterráneo desde el frente del Ebro. Fue este último el camino elegido, al que contribuyó la decisión del general Franco de aceptar el reto del ejército republicano, planteado esta vez en Teruel como ahora se verá. En diciembre de 1937 el ejército republicano, bien pertrechado, se lanzó en el frente de Aragón y tomó Teruel, aunque los nacionales acudieron en su auxilio nada pudieron hacer debido a la gran tempestad de nieve del día 31. El éxito de Teruel sirvió al Gobierno republicano para lanzar una gran campaña de propaganda a los cuatro vientos. Pero pocos días después la ciudad fue reconquistada por los nacionales. Una ofensiva del ejército nacional emprendida en marzo de 1938 rompió el frente republicano en Fuendetodos. El 16 de abril las tropas de Franco llegaron al Mediterráneo por Vinaroz y días después se liberaba Castellón de la Plana. El avance fue tan arrollador que se quedó a poca distancia de Valencia. La operación tuvo tal eficacia estratégica que preludiaba un próximo fin de la guerra. La España republicana quedó dividida y el gobierno de Juan Negrín, en peligro de verse copado, se trasladó de Valencia a Barcelona, cerca ya de la frontera.

Pero el ejército del Frente Popular era muy fuerte y conservaba su espíritu combativo. Además, ahora estaba bien mandado, de modo que intentó una operación hábil y bien preparada. Se trataba de envolver al ejército del general Aranda, que avanzaba hacia Valencia, y reconstruir la comunicación entre Barcelona y Valencia. El general Rojo logró establecer dos cabezas de puente y penetrar en profundidad por Aragón y Cataluña. Pero el general Franco lanzó una contraofensiva dirigida por él personalmente, con una serie de ataques frontales, hasta que a partir del 24 de octubre de 1938 lanzó toda su fuerza destrozando materialmente los restos de las divisiones enemigas. Tal fue la ‘batalla del Ebro’, que había puesto en peligro la victoria de Franco, se convirtió en un desastre para el ejército republicano, hasta el punto de que de los cien mil hombres que cruzaron el Ebro, solamente quince mil lo pasaron de vuelta. La guerra, en realidad, estaba decidida. El 26 de enero de 1939 las tropas nacionales entraron en Barcelona y el gobierno del Frente Popular huyó a Francia. Del 7 al 12 de marzo se combatió en Madrid. El 28 las tropas nacionales entraron en la capital y casi al mismo tiempo lo hacían en Valencia sin disparar un tiro.

Treinta y dos meses y catorce días había durado la guerra fratricida entre españoles, hasta el 1º de abril de 1939 en que el general Franco anunció en su último parte que la guerra había terminado.