De dónde sacan el dinero los ayuntamientos


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

En cierta entrevista Joaquín Sabina comentaba, sorprendido y de pasada, que las últimas palabras de su padre, policía jiennense, en su lecho de muerte, fueron: “¿pero de dónde sacan el dinero las Diputaciones?”.

Parece raro, efectivamente, que en dicho trance uno revele sus íntimas dudas a los demás, en busca quizá de una respuesta luminosa y clarificadora antes de pasar al otro lado. Yo no descarto tampoco que las mías, temblorosas, sean “¿pero para qué sirve el fuera de juego?”. A veces uno se encalla en estas preguntas, similares, en su trivialidad, de las que acuciaban a San Agustín, que también parece que falleció piadosamente sin saber exactamente cómo Dios podía ser al mismo tiempo Uno y Trino. O como Schrödinger que nunca supo en vida si su gato estaba vivo o muerto.

Hay gente que, al contrario y con evidente descortesía, fallece llevándose a la tumba determinados secretos de familia, como la receta de los rollos de anís, la mezcla de especias para el encurtido de las aceitunas y otras suculencias, que se pierden así irremisiblemente, empobreciendo el acervo cultural de la humanidad.

Para evitar esto voy explicar algunas cosas, que a lo que parece, están envueltas en las sombras tenebrosas de algunos debates a los que asisto circunspecto.

El presupuesto municipal debería ser, sobre la base de los ingresos efectivos que se produjeron el año anterior, la previsión de los ingresos que, aproximadamente, se van a producir a partir del 1 de enero. Es bastante sencillo calcular sobre esta base los ingresos, porque generalmente se repiten.

Hay años benditos en los que el maná de los recursos inesperados cae dulcemente: lo vimos en los locos años del urbanismo, o, eventualmente, una herencia inesperada de algún magnate local (más improbable ello todavía).

Pero salvo estos raros ciclos expansivos o milagros aislados, los ingresos de la administración, como los de las comunidades de vecinos, son aburridamente previsibles. Solo un pensamiento mágico y la necesidad legal de cuadrar las cuentas, inducen al responsable de su elaboración a dar rienda suelta a su fantasía.

Los gastos son algo más difíciles de calcular, al igual que cuesta restringir los deseos de los niños en la redacción de la carta a los reyes Magos. Por eso tienen algo de fantástico también.

Extrañamente las previsiones de ingresos pecan por defecto mientras que las previsiones de gastos, que además son limitativas (“como máximo” dice la ley), suelen pecar por exceso, ¿qué raro, verdad?

El 31 de diciembre de cada año se saldan las cuentas con las siguientes magnitudes: Ingresos efectivamente producidos, ingresos pendientes de producir pero que no han entrado en caja, gastos efectivamente satisfechos y gastos comprometidos pendientes de satisfacer. Estas operaciones suman y restan y el fruto de esta simple operación es lo que se llama en un sentido amplio “liquidación del presupuesto”. Año nuevo, cuenta nueva.

Si lo que he ingresado se suma a lo que me deben y se resta de lo que he pagado, más lo que debo de pagar, imputable a ese año, se llama “remanente” de tesorería. Si hemos sido prudentes y administrado evangélicamente lo que teníamos, tendríamos un saldo positivo. El equivalente a los beneficios del año en el supuesto de una empresa.

Empezamos el año con el dinero que tenemos en los bancos, según el arqueo cerrado igualmente a 31 de diciembre. Sumado a lo anterior el concepto se denomina “Remanente de Tesorería”. Y depurado de algunas ficciones en los ingresos (“saldos de dudoso cobro”) y de la posibilidad de anular obligaciones comprometidas (fenómeno este mucho más raro) se obtiene el “remanente para gastos generales”: el dinero que nos ha sobrado por nuestra buena conducta y aplicación en la ejecución de ese Presupuesto, que nació como una previsión de ingresos y como una limitación respecto a los gastos. La ficción de las musas pasa así al teatro de la realidad.

El año ha sido bueno y podemos ajustar el presupuesto siguiente: gastar algo más o, en su defecto, aliviar la carga fiscal de nuestros vecinos y demás contribuyentes. O bien reparar las goteras que nos dejaron nuestros predecesores. La Administración no tiene necesariamente que dar beneficios sino adecuar los ingresos, siempre limitados y previsibles, a los gastos infinitos en esa cama de Procusto que es, en la ilusionada mente del legislador, el presupuesto.

La liquidación es como un fotograma de cómo ha sido la gestión de ese año. La película, sin embargo, es la suma de fotogramas de los años anteriores. La ley, con escasa fantasía y un deplorable realismo, dice taxativamente que, si el año ha sido malo y la liquidación tiene un saldo negativo, hay dos posibilidades perfectamente compatibles y acumulables: o se aumentan los ingresos (subiendo los impuestos al estado llano) o se disminuyen los gastos. Pero si el fotograma no se corrige, y nadie lo remedia, la película de fantasía acabará por convertirse en “la noche de los muertos vivientes”: la cigarra y la hormiga, la parábola del hijo pródigo, el honrado comerciante, el buen padre de familia, el cuento de la lechera, en fin…, espero que San Agustín, Schrödinger y el padre de Joaquín Sabina me lo agradezcan allá donde estén.