La boca de la verdad


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Ahora, precisamente cuando se cumplen cincuenta años del Festival de Woodstock y del Verano del Amor, que parecía que cerraba para siempre la condición de menor de edad de la mujer en orden a sus decisiones de todo tipo, y que se extinguía así la tutela que la ha acompañado históricamente desde la cuna a la tumba, Plácido Domingo, ese hombre que me mira y me desnuda, ha experimentado en sus carnes que todo es relativo y que los Inquisidores nunca están muertos del todo.

Quizá pensaba que los pecados de hace cuarenta años estaban olvidados o en todo caso, que existe aún eso tan absurdo de la presunción de inocencia, que convierte en calumnias las acusaciones no probadas de determinados delitos lanzadas en los foros públicos, “forocoches” por ejemplo.

O que en su defensa alguien debería probar, incluso contra la “exceptio veritatis” de la hipotética calumnia, esas injurias (acción o expresión que lesiona la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación, dice el Código Penal, aun siendo verdad, añado yo), que en su caso lo sitúan como un sátiro lujurioso y operístico, que en su plantación de jóvenes promesas, hacía mangas y capirotes con derecho de pernada sobre sus subordinadas.

El “hermana yo si te creo” de esas nuevas dueñas del orden moral nos retrotrae a épocas pasadas: la palabra de seis misteriosas mujeres coaligadas a través de no se sabe bien que fuerzas centrífugas, vale más que la del sufrido divo cuyos pecados, de lujuria vuelen a cercarlo desde un nuevo puritanismo que sopla los apagados rescoldos del pasado de un fauno casi octogenario.

Hermana, yo te creo… siempre que aportes suficientes pruebas. Lo contrario ni es un avance, ni es progresista. Donde habita la fe suele desaparecer la razón.

Es usanza del hombre, y no menos de la mujer, el coqueteo, el devaneo e incluso el escarceo. De toda la vida de dios estas prácticas estaban formalmente vedadas a la hembra que acudía a los lugares públicos, iglesias, corrales de comedias, corridas (de toros) y poco más, acompañadas de dueñas y damas de compañía que protegían, o encubrían en su caso, su libertad sexual. Su honor se decía en aquellos entonces.

En la plaza Dei Signori de Verona, frente a la adusta estatua de Dante, que se refugió en aquella ciudad huyendo de las persecuciones propias de su época, “tú probarás cuán amargo es el pan ajeno, y cuán duro el camino que conduce a subir y bajar la escalera de otros", se encuentra el palacio di Cansignorio, sede del poder político veneciano y de los señores de Verona. En este palacio se encuentra una “bocca de la veritá” , una especie de buzón en el que los ciudadanos podían introducir denuncias anónimas unos contra otros.

Este invento maravilloso y medieval, con raíces en la Inquisición, permitía al poder civil o religioso, encontrar una vía discreta para perseguir con poco esfuerzo al opositor o al hereje. Pocas cosas han sido más queridas a quien ocupa cualquier poder que la posibilidad de la discrecionalidad en su ejercicio. El no exigir pruebas ni dar cuenta de las decisiones propias. Las denuncias anónimas, las cárceles secretas, las condenas “a diez años sin correspondencia”… pertenecen al mundo que existía antes de que el poder no aceptara, siempre resignado, su autolimitación, sus propios frenos.

Vemos que vuelven, como la burra al trigo, incluso con vestiduras “progresistas” los y las que no necesitan pruebas para condenar.