De Darwin a la cueva de Los Letreros


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CLEMENTE FLORES MONTOYA

HACE ALGÚN TIEMPO leí extrañado en unas encuestas que hace el CIS, que no siempre tienen fines propagandísticos, aunque lo parezcan, que el 25% de los españoles creía que el sol giraba alrededor de la tierra y que los hombres convivieron con los dinosaurios. Hace unos días también leí que se había organizado una Conferencia Internacional de Terraplanistas para demostrar que la Tierra es plana y habían organizado un crucero para llegar a los límites de la inmensa llanura terráquea.

Me asombra que mientras haya multitud de hombres que diariamente se dedican a explorar campos desconocidos del funcionamiento de nuestros genes o de la naturaleza y condiciones de vida de Marte, empujados por la atracción y el deseo de querer saber más, o de hacer la vida mejor, existan otros muchos a los que saber y conocer cualquier cosa que se escape a sus rutinas visuales les trae al pairo. El hecho me recuerda la frase atribuida al torero Rafael “el Gallo”, que al presentarle a Ortega y Gasset como un filósofo y hombre que se dedicaba a pensar, comentó “Tié que haber gente pa to”.

Exacerbada mi curiosidad sobre el criterio de nuestros paisanos por temas resueltos tiempos ha por la ciencia, he intentado saber cuál es la opinión de los españoles, con permiso del insigne antropólogo Arsuaga, sobre nuestro parentesco con los monos, y esta vez no he podido obtener datos fiables porque no he encontrado el resultado de ninguna encuesta sobre el tema, aunque quizás las halla. Visto el panorama, casi prefiero ignorar lo que pensamos.

Como no hay mal que por bien no venga y dándole vueltas al tema de nuestro desapego por las ciencias, me ha visitado alguna musa amiga aconsejándome que, en vez de rezumar críticas a trochemoche, cuente algo sobre algunos investigadores de la comarca que hayan destacado en la época que les tocó vivir. Veremos qué sale.

TRES PERSONAJES TRES

Hoy me voy a retrotraer a contar la historia de tres personajes que, justo a mediados del siglo XIX, coincidiendo en el tiempo, mostraron ciertas iniciativas de investigación que trataron de poner al servicio de la sociedad en que vivían. Dos eran paisanos y vivieron aquí, y el otro nació y vivió lejos de estas tierras.

El eco de sus investigaciones fue muy distinto y la repercusión en su vida y trayectoria profesional también. Estoy seguro de que las capacidades y voluntades de cada uno fueron muy distintas y que los temas elegidos también, y que eso, sin duda, contribuyó al eco y la repercusión alcanzada posteriormente. También estoy seguro de que el medio social en que se desenvolvieron y su nivel cultural fue el principal condicionante de lo que sobrevino a raíz de sus investigaciones.

El primer personaje pasó a la historia, es un científico mundialmente conocido y se llamó Charles Darwin. Los otros dos, que investigaron aquí mismo y casi al mismo tiempo, se llamaron Manuel de Góngora y Rogelio Inchaurrandieta. Ha pasado más de siglo y medio y son casi desconocidos. Incluso aquí. El desprecio por la ciencia y el menosprecio por los investigadores creo que es el drama de este país que más me cuesta aceptar y del que parece que no puede desprenderse. Pienso, incluso, que el desprecio por la ciencia es un velo del que nos hemos dotado para ocultar la envidia porque nos envilece. Necesitamos ideas nobles.

Hoy la ciencia nos dice que no es del todo cierto el aserto de Juvenal “mens sana in córpore sano” porque, no es el cuerpo el que hace que el cerebro esté sano, sino al revés, y que son las nobles ideas las que ennoblecen la vida y las relaciones entre los hombres, y que las ideas innobles y poco positivas son las que nos corrompen porque acabamos somatizándolas.

Hablemos de los tres hombres elegidos y de algunas curiosas coincidencias de sus vidas. Charles Darwin, inglés, nacido en 1809, era hijo de un médico que con dieciséis años le mandó a Edimburgo a estudiar medicina. Lejos de dedicarse a estudiar esa disciplina se dedicó a la taxidermia y los invertebrados marinos.

Su padre intentó que optase por la medicina y después de tenerlo todo el verano trabajando como auxiliar suyo, decidió que volviera a Edimburgo a estudiar medicina.

Darwin volvió por sus fueros y se dedicó a colaborar en la formación de las colecciones del museo de ciencias naturales de la universidad, lo que debió de convencer a su padre de que jamás sería médico. La comprensión de su padre debía ser encomiable cuando al año siguiente decidió enviar a su hijo a Cambridge para que obtuviese un grado de letras y así tener opción de ordenarse como pastor anglicano. Nuestro futuro investigador ocupó un año dedicado a la equitación, el tiro y a componer colecciones de escarabajos, lo que no fue óbice para que en enero de 1831 aprobase el grado con el número 8 de 178 examinandos.

A finales de ese año, con 22 ya cumplidos, por recomendación de un profesor pudo enrolarse en un buque real dedicado a la investigación, el Eagle, de 27’5 metros de eslora y 7’5 metros de manga, como recolector de materiales sin sueldo. Con el consentimiento de su padre, que aceptó a regañadientes, zarpó en el barco cuya misión principal era cartografiar las costas suramericanas. El viaje que había de durar dos años se dilató hasta cinco.

Darwin puso en su labor todo el entusiasmo y la dedicación que un joven de 22 años podía dedicar. Escribió cuadernos, recogió materiales, seleccionó fósiles, hizo múltiples investigaciones geológicas y elaboró sesudos informes sin descanso. El nivel investigador y el ansia de saber de un país en el que hacía un siglo se había iniciado la revolución industrial, era el caldo donde mejor se podían cocinar los trabajos de Darwin, cuyos informes se discutían en los círculos científicos londinenses conforme llegaban desde el barco.

Cuando arribó a Inglaterra, a finales de 1836, se asombró de ser una auténtica celebridad debido a la enorme popularidad que alcanzaron sus relatos y diarios del viaje, que enviaba sistemáticamente a un profesor. Le sobrepasó el trabajo, dio charlas y conferencias y le encargaron que organizase colecciones de distintos especímenes para que no quedasen perdidos en almacenes diseminados.

En 1837 le nombraron miembro de la Sociedad Geológica de la que sólo un año después fue secretario. En 1839 fue elegido miembro de la Royal Society, que le otorgó la Medalla Real en 1853. Tuvo la oportunidad y los medios para trabajar y colaborar con los mayores científicos del país en geología, botánica o naturalistas. Publicó diversos libros fruto de sus estudios e investigaciones, a veces realizadas de forma rutinaria y con elementos caseros. Fue elaborando sus hipótesis y teorías sobre la selección natural que dieron lugar a su obra mas conocida, “El Origen de las especies”, que se publicó en 1859.

En vida de Darwin se publicaron seis ediciones más del libro, que fue el trabajo científico más leído hasta entonces y el que más polémicas suscitó al plantear que el hombre no había sido creado en su estado actual, sino que descendía de una especie animal. Por defender la teoría evolucionista frente al creacionismo expuesto en La Biblia, tuvo muchos detractores que sintetizaron sus teorías con la frase “El hombre desciende del mono”. La polémica ha llegado hasta hoy.

Animado y apoyado por sus amigos científicos siguió investigando y publicando intentando arrojar luz sobre el origen del hombre y su historia, hasta morir en 1882 con el reconocimiento de su país, que le despidió con un Funeral de Estado en la Abadía de Westminster.

MANUEL DE GÓNGORA

Cuando Darwin estaba preparando su famoso libro sobre el origen de las especies, un hombre de unos 36 años, aunque aparentaba algunos más, Manuel de Góngora y Martínez, después de un largo viaje y muchas caminatas, había conseguido llegar, tras muchas dificultades, hasta Vélez Blanco, donde se informó sobre la localización de algunas cuevas en las que, según había oído, había extrañas pinturas y letreros. Al llegar al lugar exacto donde estaba la Cueva de los Letreros, un abrigo de unos 28 metros de ancho por ocho o diez de altura y unos seis metros de profundidad, se sintió cansado y se sentó en una piedra. Inevitablemente le vinieron un montón de recuerdos a su memoria. Se acordó de su queridísima esposa, Amalia, que mil veces le había dicho que dejase aquella manía de buscar cosas raras de hombres de otras épocas que, como decían sus amigos y conocidos, era una locura rematada que acabaría haciendo que se encontrara con la muerte en alguna apartada aldea o en un solitario barranco. Pensó en las largas caminatas por apartados caminos donde en cualquier momento podía ser atacado por alguna alimaña o desvalijado por algún bandolero, de los muchos que había por sierras y caminos, sin que nadie pudiese acudir a socorrerle. Pensó en su niñez y se vio niño correteando por las calles de Tabernas, donde había nacido en 1822. Le vinieron imágenes de su estancia en el seminario y su paso a Granada, donde cursó el bachiller en Derecho y se licenció en Jurisprudencia, y cómo eso le había permitido comenzar a ejercer la abogacía.

Atraído por la enseñanza ocupó una cátedra de Humanidades en Ávila y luego consiguió pasar una de Geografía e Historia en Jaén, donde descubrió su verdadera vocación por conocer la historia de los aborígenes de Andalucía. Consideró que una de las obligaciones del profesor era trabajar perfeccionando los conocimientos que enseña siendo Decano de la Facultad de Filosofía y Letras de Granada y Catedrático de Historia Universal. No encontraba entre sus colegas personas con quien compartir sus inquietudes y por eso, en 1860, cuando la Real Academia de la Historia iba a publicar sus investigaciones, contactó con el profesor alemán Hübner, que estaba en España becado por el gobierno prusiano para estudiar y recopilar inscripciones latinas. El alemán hizo algunos comentarios críticos, aunque positivos, de las investigaciones de Góngora, que él mismo comentó con algún colega. Ése fue su pecado porque a partir de ahí se sintió atacado y maltratado por alguien que se encargó de vulgarizar y menospreciar su trabajo. Aquello le hizo rebelarse ampliando y profundizando sus investigaciones.

“He puesto mi honor y mi honestidad en esta insensatez y locura sin reparar en gastos y sacrificios, superiores con mucho a mis fuerzas, resintiéndose mi fortuna gravemente, siéndome forzoso desprenderme de mis libros, de mi monetario y hasta de la única finca que heredé de mi cariñoso y buen padre”.