La fiesta de la banderita


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MARIO SANZ CRUZ

Últimamente se están sacando mucho a relucir las banderas. La fiesta de la banderita española que se ha organizado, hace unos días, en Madrid, se suma a las fiestas de la banderita catalana, a las que tanto estamos acostumbrados; a la fiesta de la banderita andaluza, que también se repite periódicamente, o a las innumerables fiestas de la banderita que se montan en la mayoría de nuestras comunidades y en casi todos los países.

Qué miedo me dan las banderas cuando se exhiben para excluir o para obligar a que las personas se plieguen a los deseos de una parte de la sociedad. Qué miedo me da oír a los más extremistas vocear envueltos en banderas, sean las que sean.

Nunca me he sentido representado por ninguna bandera. Para mí, cuando era adolescente, la bandera española era un residuo del franquismo, que no me representaba. Después, se inventaron las autonomías y se diseñaron sus banderas. Ni la bandera de Madrid ni la andaluza me han conmovido nunca, porque delimitan fronteras diseñadas en oficinas, que responden a los intereses políticos del momento, pero que, realmente, no representan a las personas que vivimos a pie de calle o de campo. 

Yo nací en Madrid, que siempre fue una ciudad castellana, pero de pronto había que aceptar su independencia y dibujar fronteras con Guadalajara, con Toledo o con Segovia; pero lo que en ese momento pasó a ser la nueva Castilla La Mancha siempre estuvo ahí, a pocos minutos en coche, y sus pueblos y ciudades seguían siendo esos lugares cercanos donde nació mi padre, donde vive mi hermano, donde tengo un montón de amigos, donde vamos de excursión.

Llevo muchos años viviendo en Andalucía, casi tantos como tiene su autonomía, y quiero mucho a esta región, sobre todo a Carboneras y a Almería, pero también quiero a Cartagena y a Lorca, y me importa bastante poco si a cincuenta kilómetros de mi faro se acaba Andalucía y empieza la comunidad de Murcia. Y lo mismo me pasa con muchas ciudades y pueblos de este país, que no es sino una convención temporal, un agrupamiento circunstancial, que hoy tiene una forma y mañana puede tener otra, más pequeña o más grande, como ha sucedido muchas veces a través de la historia. 

Abriendo un poco más la mente y el espacio, no me siento diferente de los franceses y me da igual si la frontera está en Portbou, si cambia la bandera al cruzar la imaginaria raya, o si Colliure depende de un país u otro. Para mí son territorios queridos, llenos de hermanos, de amigos y de recuerdos comunes. Me siento cercano a los portugueses, no creo que cruzar el Guadiana o el Duero nos haga diferentes, y me encuentro tan a gusto en Vila Real con los pescadores del Algarve, como en la Punta del Moral con los carboneros que emigraron hace medio siglo. El Estrecho me parece que es exactamente eso, una separación tan estrecha que no puede representar el abismo que muchos se empeñan en imaginar, y cruzo los pocos kilómetros que me separan de África con alegría, porque sé que lo que hay en ese continente es lo mismo que hay en Europa, personas como nosotros que siempre me han recibido con los brazos abiertos, personas que se buscan la vida y sueñan con vivir mejor, como nosotros.

Siempre me ha parecido que las banderas, más que la unión, representan la división, son excluyentes, y si no dejan de agitarse nunca desaparecerán, realmente, las fronteras. Las banderas son símbolos a los que, muchas veces, se agarran los que pierden los argumentos; son trozos de tela de colores por los que se discrimina, se mata y se realizan todo tipo de tropelías cuando los exaltados se envuelven en ellas.

Dejemos en paz las banderas y agitemos más la Declaración de los derechos humanos, la cultura que nos iguala y nos hace únicos, o el hermanamiento entre los pueblos.

Dejemos lo que nos divide y centrémonos en lo que nos une, porque si nos empeñamos en encontrar diferencias, cada uno somos como somos, tan exclusivos que tendríamos que tener una bandera particular, un estandarte con nuestro ADN dibujado, a todo color.