Los ricos y las gambas (de Garrucha o de Carboneras)


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Hubo un tiempo en el que ricos y pobres eran perfectamente distinguibles: los ricos vestían bien, fumaban, felices, habanos de gran calibre y llevaban una preciosa grasa subcutánea producto de un sinfín de gloriosas cenas y comidas, divisa del presente y garantía ante futuras adversidades.

El pobre vestía mal, olía a ajo y cebolla, su cutis era cetrino y su rostro demacrado mostraba una inefable tristeza.

Este paisaje dickensiano de huerfanitos y señores orondos desapareció en Occidente con el advenimiento del estado del bienestar, gracias, más que a Franco o a Felipe González, a Otto Von Bismarck.

El igualitarismo tiene sus cosas buenas y sus cosas malas: ha creado tal complejo de culpa en los ricos de toda la vida que solo los nuevos ricos, futbolistas de primera, agraciados por el Gordo de la lotería, Pablo Iglesias..., hacen hoy en día exhibición de su repentina prosperidad de aluvión. Los ricos del pasado, una vez comidos y vestidos, se hacían palacios y mansiones que, en general ,es lo más tangible de su paso por la tierra, y nos dejaron la visión de ese patrimonio, como legado, a aquellos que contemplamos admirados la belleza de la arquitectura, cuando la arquitectura era bella.

También se hacían construir suntuosos panteones para desmentir eso de que la muerte a todos nos iguala.

Hoy miembros de la casa real, aristócratas, modistillas, funcionarios y menestrales nos vestimos todos en Zara, como los chinos de la época de Mao y habitamos moradas utilitarias y deleznables, que en ningún caso formarán parte del patrimonio histórico del futuro.

Sólo una cosa nos separa: el consumo de gambas y lenguas de ruiseñor. Los ruiseñores no tienen, por el momento, denominación de origen. “Palacio, buen amigo, ¿tienen ya ruiseñores las riberas?”, se preguntaba Antonio Machado, sin acotar los límites geográficos de esas riberas ni sus gastronómicas virtudes organolépticas.

Yo creía que las gambas y los percebes, como los ruiseñores, también formaban parte del patrimonio espiritual de la humanidad y no eran de aquí ni de allá, ni tenían edad ni porvenir. Por eso me ha sorprendido el debate iniciado entre Carboneras y Garrucha sobre el ilustre apellido que ha de llevar el animalejo, que, como la merluza, los pobres solo consumen cuando uno de los dos esta malo.

Es una sórdida discusión, creo, sobre las denominaciones de origen y los derechos de autor, acerca de la cual la SGAE todavía no se ha pronunciado. Al contrario que las discusiones y polémicas acerca de dónde nace el Danubio o el Guadalquivir, sospecho que tras estas reivindicaciones solo se esconde el vil comercio.

Dados los imprecisos y pelágicos límites de ambos municipios, me temo que el debate que ahora empieza no tendrá un final próximo ni acordado.

En todo caso, para zanjarlo y evitar disputas estériles y bizantinas, y el subsiguiente deterioro de la convivencia, me ofrezco de buena fe a ambos municipios, pese al ácido úrico que me atenaza, heredado posiblemente de mi noble cuna, como jurado neutral y avisado para dirimir “gratis et amore”, en compañía de unos amigos igualmente capacitados, en una cata a ciegas, las excelencias de ambos productos y pronunciar un juicio que, aunque severo, nunca será definitivo, y que se prolongará anualmente mientras las gambas asistan impertérritas al mismo y nuestro cuerpo aguante el tributo que el vicio debe a la virtud.