Supremo disparate


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Casi no quedan instituciones que no produzcan en el ciudadano español medio una profunda perplejidad y un sentimiento vago pero doloroso de vergüenza ajena.

Siempre he pensado que los problemas que los medios de comunicación presentan a diario como acuciantes: el desempleo, los refugiados, la corrupción, el Valle de los Caídos, las modestas pensiones que movilizan a los jubilados y que, a no tardar, harán palidecer de envidia a sus nietos, la escasez de desfibriladores, el lenguaje de género… ocultan el verdadero problema que padece una sociedad como la nuestra, presidida por la urgencia apremiante y el populismo infinito de unos medios de comunicación, que han inoculado su veneno ideológico a la clase política sin excepción, y, desgraciadamente, a una parte no pequeña de la población. La atención primordial a lo supuestamente urgente, en detrimento de lo importante, es el abono perfecto para la chapuza.

Aquí lo que faltan no son desfibriladores, sino seguridad jurídica.

La seguridad jurídica es previa a cualquier estado de derecho. Preexiste sobre la idea de lo que debe ser la función de las leyes, y es su presupuesto lógico. Lo importante de una ley no es tanto que sea justa, sino que sea aplicable. Porque si no es aplicable, o no se aplica, ya no es ley.

Y el desconocimiento de ello produce que el suelo firme que supuestamente íbamos a pisar voluntaria u obligatoriamente, se convierta en pantanos y arenas movedizas, en las que los débiles acaban por sucumbir, y, por el contrario los sinvergüenzas se mueven con la soltura despreocupada de las cigüeñuelas.

Si a usted, desocupado lector, se le meten unos okupas en su casa, desconoce, aunque debiera saberlo, qué es lo que tiene que hacer para reivindicar lo que es suyo por derecho, porque ese Estado, al que usted subvenciona con sus impuestos, se ha encargado de ocultar y oscurecer algo que debería estar claro como el agua: que la fuerza y la violencia no pueden prevalecer sobre las normas. Si las normas no son justas o adecuadas a la realidad se cambian: por las buenas, y por mayoría, en una democracia y por la fuerza de una revolución en una dictadura. Pero sin leyes estables solo hay una ley: la del más fuerte. Muchas sociedades han funcionado y funcionan así. Pero la gente no suele emigrar a ellas.

Sin embargo en este país nadie se siente concernido por este gravísimo problema cuando cree que no le va a suceder a él, o a su anciana madre. Falta empatía, que diría el doctor Sánchez.

Sería deseable, por otra parte, que las leyes tuvieran una cierta estabilidad y no se promulgasen para atraer al ciudadano incauto: por ejemplo, las normas que se aprobaron por la mañana a favor de la inversión en energía solar no pueden derogarse por la tarde, cuando ya un montón de gente, inversores o incautos han creído, por su ingenua buena fe, que esa ley tenia cierta vocación de permanencia. Y, suprema burla, cuando ya has arruinado a particulares o empresarios, volver a abrir la trampa a ver si los animalillos siguen cayendo en ella. Así no se puede jugar a nada.

Otra de las causas de esta inseguridad, cada vez más insoportable, ya no se hace por la prisa de legislar antes de la próxima edición del telediario, que también, sino por simple impericia del legislador, muy a menudo analfabeto funcional, que como no se hacen redacciones en los colegios, simplemente no sabe escribir. La imprecisión del lenguaje escrito y las carencias del redactor de las leyes en España, convierten a un texto que debería ser legible e interpretable unívocamente por cualquier ciudadano medio, e incluso atractivo literariamente, como el Código Civil de Napoleón, en una faramalla de explicaciones prolijas, absurdas, tediosas, largas, contradictorias y pedantes, escritas en un idioma irreconocible que vagamente se parece al castellano.

Quizá sea por ello que el Tribunal Supremo se devane los sesos, se contradiga y caiga en un ridículo planetario, que, aunque a ellos no, nos avergüenza a los demás, contemplando asombrados sus titánicos esfuerzos para determinar algo tan extraordinariamente complejo como saber quien es el sujeto pasivo de un impuesto.

No se pongan así: ya lo pago yo.