Spirimán en el laberinto

Alguien ha preguntado para qué sirve un maestro en un hospital comarcal que no alberga población infantil ingresada durante largos periodos de duración


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SAVONAROLA

Sé que conocéis, mis queridísimos hermanos en Cristo, la historia que nos contaron los griegos sobre un tal Teseo, hijo de Egeo, rey de Atenas, y de Etra, sobre sus peripecias para librar a su pueblo de la tiranía de un Minotauro que ejercía su poder desde el intrincado laberinto en que moraba.

Egeo, amados míos, había matado al hijo de Minos, rey de Creta, por lo que éste sitió Atenas, que se vio rápidamente asolada por el hambre y las enfermedades, que precipitaron su rendición a pesar de las condiciones impuestas por el vencedor. Las exorbitantes capitulaciones incluían, entre otras disposiciones, que la ciudad de Atenas debía entregar cada año un tributo al rey de Creta.

Tal signo de pleitesía era algo normal en las relaciones entre vencedores y vencidos al terminar cada contienda, pero el carácter del impuesto exigido por Minos no se pagaba en dracmas ni en ninguna otra moneda corriente de aquellos tiempos. Así, los atenienses debían entregar cada año 14 jóvenes de las familias más nobles de la ciudad, siete chicas y siete chicos, que serían entregados al Minotauro que se encontraba en el laberinto de la ciudad.

Teseo, al tener conocimiento de esto, decidió ofrecerse como parte del tributo anual, a pesar de que su padre le insistía en no hacerlo, para intentar terminar con la bestia y, al mismo tiempo, con tan atroz tributo. Al final, logró convencerle, y le avisó que si tenía éxito y conseguía volver, pondría velas blancas en su barco para que todo el mundo en la ciudad lo supiera desde antes de llegar a El Pireo y, si había fracasado, las velas serían negras señalando que continuaba el fatal destino.

Al llegar a Creta, el propio rey Minos los examinó personalmente para confirmar que los 14 jóvenes se ajustaban a lo convenido y servían como sacrificios humanos. Y, ya en la corte, Teseo conoció a Ariadna la hija del rey, de quien se enamoró perdidamente. Ella se enteró de su objetivo y, habiéndose enamorado también de él, decidió ayudarle. Matar al Minotauro no era la tarea más difícil que aguardaba al joven de Atenas, según su enamorada cretense pues, de conseguirlo, le aguardaba un reto aún mayor: salir del laberinto, una tarea imposible. Para conseguirlo, le entregó un ovillo de hilo de oro. La estrategia urdida por Ariadna consistía en que, cuando su amado entrara en el laberinto, debía ir desenrollando el ovillo para después encontrar la salida.

Teseo encontró, por fin, al Minotauro y, lo primero que hizo, fue dar rodeos para tratar de agotar a la bestia. Cuando al fin consiguió dejarlo exhausto, se enfrentó a él hasta hacerle expirar a puñetazos. Después fue siguiendo el hilo que le había dado su amada para encontrar la salida.
Tras la victoria, Teseo se reunió con los jóvenes que le habían acompañado y con Ariadna. Juntos, no tardaron en embarcarse y poner rumbo a Atenas. Durante el trayecto, tuvo lugar una gran tormenta que les hizo detenerse en la isla de Naxos. Ariadna, que se encontraba indispuesta, bajó del barco. Unos contaron que Teseo la abandonó, otros que se olvidaron de que había bajado, y otros más que el barco se alejó debido a las condiciones climáticas, pero eso, junto al olvido de cambiar las velas, la muerte del padre y el bautizo de todo un mar, pequeño y modesto, pero mar al fin y al cabo, con el nombre del progenitor, son ya otras historias que no vienen ahora al caso.

Porque ésta que os he contado, mis más dilectos discípulos, vino a las ya ancianas y vetustas meninges de este fraile mientras escuchaba a ese héroe contemporáneo que responde por Jesús Candel, y también como Spirimán, en esa etérea nave que transporta la información de toda la comarca bajo el pendón de RADIO ACTUALIDAD.

Y es que Spirimán, amados míos, hablaba del laberinto atroz e inextricable en que se ha convertido la administración y, más concretamente, la Sanidad pública en que trabaja. Retrató el ‘puterío’ que dice existir en ese laberinto que habita y recorre a diario sin necesitar hilo de oro ni de cualquier otro metal, y como algunos jefes y ‘gerentas’ de la Sanidad andaluza exigen carne humana a modo de tributo para progresar y avanzar por los estrechos pasillos de su dominio.

Sabe que se enfrenta a un monstruo de proporciones extraordinarias y múltiples cabezas, cual si de Hidra se tratase pues, por una parte, la metástasis que gangrena el sistema y diagnostica ese médico de urgencias, comienza en un auxiliar de enfermería y termina en la mismísima presidenta, como responsables todos de lo que se cuece.

Denuncia nuestro Teseo el ejército de personas que deambulan por los hospitales sin nada que hacer y, si hacemos un esfuerzo, todos somos capaces de verlos. Alguien ha preguntado a este viejo monje para qué sirve un maestro en un hospital comarcal, como el de La Inmaculada, que no alberga población infantil en edad escolar ingresada durante largos periodos de duración.

Habla también de médicos que dejan de operar pacientes para que lo haga el turno siguiente, que toleran sin rechistar situaciones que provocan muertes que no tenían por qué ocurrir y los que admiten atender 60 pacientes por jornada sin rebelarse, porque aceptar el mal por cotidiano, es ser mala persona todos los días. O, como diría Spirimán, un hijo de la gran puta.

Y en esta fiesta de minotauros, los hay de todos los colores. Ya hemos visto que personal sanitario, pero también políticos de todos los partidos que buscan el fin de la Sanidad pública, jueces y fiscales que miran para otro lado y dejan crecer el polvo y las telarañas sobre flagrantes delitos que afectan a ese oscuro objeto de negocio en que se ha convertido la Salud. Y los medios de comunicación, que callan mientras cantan bajo la lluvia de dinero público que sale del bolsillo de todos los ciudadanos para tapar las vergüenzas de quienes no la conocen.

Mientras tanto, en los puertos de Carboneras, Villaricos o Garrucha, los ciudadanos otean el horizonte aguardando que Spirimán vuelva en su bajel, henchidas las velas blancas en señal de que Minotauro ha muerto y se pudre en el centro de su laberinto. Quieren oler su mierda. Vale.