Emparedados

LUIS ARTIME

12·01·2016

La agresión sufrida por centenares de mujeres, el día de fin de año en numerosas capitales de la Europa central y del norte, por parte grupos numerosos de adultos provenientes, al parecer, de los colectivos de refugiados recientes, es un hecho de una innegable relevancia.

Y es así, por diversas razones:

La primera de ellas, en mí opinión, es que se trata de la culminación —por ahora— de un peligroso proceso de degradación de la convivencia, entre ciudadanos que, en principio, aceptan y defienden las normas que distinguen nuestra manera de entender la vida.

Y en el conflicto derivado de ese proceso, una persona decente se encuentra emparedada entre dos actitudes rechazables por igual. Por un lado, la de quienes rechazan la cosmovisión sobre la que se ha construido el mundo que los ha acogido y, abusando de la libertad que le es consustancial, la desafían reproduciendo las peculiaridades socioculturales propias de la sociedades que han abandonado, por distintos motivos.

Procediendo de realidades culturales gregarias en su mayoría, ese rechazo no se produce de forma individual —cosa que nuestras leyes, más que tolerar, protegen—, sino que lo hacen colectivamente, creando territorios exclusivos en el seno de nuestra colectividad, ante cuya segregación ilegal nuestras autoridades se encuentran bloqueadas, faltas de una legislación adecuada que la novedad del fenómeno ha provocado.

De otro lado, esa inacción, por parte de los responsables políticos, desencadena un irritación creciente y acelerada entre quienes no renuncian, lógicamente, a esos territorios perdidos de su propio país, ni se resignan a tolerar los conflictos violentos que provoca ese hecho.

Pero una irritación que bordea la desesperación, por un sentimiento de impotencia, siempre deriva en una actitud simplificadora que suele ser el combustible predilecto de los sempiternos pescadores de aguas turbias. De la condena de unos hechos constatables, se pasa a una descalificación global. Y toda actitud indiscriminada necesita un argumento simple que aglutine los espíritus inquietos. Un logotipo que simbolice la ira. Y ahí, aparecen las malvadas categorías habituales de la raza, la religión o la competencia laboral.

Por si no bastase con estas actitudes radicales de ambos lados, una tercera hace aparición automáticamente. La de quienes andan permanentemente en busca de argumentos para su obsesiva lucha contra lo que llaman 'el sistema' y que, en la melé, identifican enseguida a los 'buenos' y los 'malos'; a las víctimas y los opresores; a los nuevos 'colonizados' y sus'‘colonizadores'.

La paradoja, que aparece cuando los colonizados son quienes han venido por su voluntad a instalarse al país de los colonizadores, es la evidencia del interesado malentendido que han conseguido instalar los populistas de turno, frente a la eterna expropiación de la patria, que sus adversarios, igualmente populistas, enarbolan.

En resumidas cuentas, no queda demasiado espacio para que las actitudes civilizadas reclamen una solución acorde con los principios de la democracia.

Y queda poco tiempo.