Algo llamado populismo

LUIS ARTIME

07·01·2016

En la explicación del término ‘Populismo’ que nos deja el historiador polaco-americano Rihard Pipes, figura lo que mí juicio es la clave de bóveda de esa clase de movimientos.

A estos se les conoció en la Rusia prerrevolucionaria, con el nombre de Narodnichestvo; que él describe como algo así: «la ola antiintelectualista de la década de 1870 y la creencia según la cual los militantes socialistas tenían que aprender del pueblo, antes de erigirse en sus guías».

Posteriormente llegó la versión despectiva del término, de la mano de unos marxistas rusos que consideraban que definía un grave pecado contrarrevolucionario, con el que los socialistas locales y vinculados a los movimientos campesinos nacionalistas pretendían construir una sociedad socialista, basada en las comunas y tradiciones agrarias.

Pero el germen original de resentimiento antielitista constituirá , en cualquier caso, el núcleo esencial del movimiento, adoptando diferentes formas de esa fobia a lo largo de la historia política, desde la extrema izquierda a la extrema derecha.

El término escasea en los discursos críticos de la época, en cuanto a su versión fascista o nazi, a pesar de los evidentes rasgos populistas de estos. Tanto en la estructura de esos Estados social-corporativos, como en el prostituido concepto del heimat de los nazis —regreso mítico a la tierra a través de las tradiciones folclóricas de la raza— se encuentra en estado puro el rechazo radical de las elites urbanas, económicas o culturales, que constituían la médula de los Estados precedentes.

Pero el recorrido del término ha sido largo hasta llegar a nuestro presente.

En los 50, el académico americano Edward Shils amplía el concepto, sacándolo de su exclusivo contexto campesino para incorporarlo a los movimientos urbanos y a sociedades de todo tipo. El populismo representaba para este sociólogo «una ideología de resentimiento contra un orden social impuesto por alguna clase dirigente de antigua data, de la que supone que posee el monopolio del poder, la propiedad, el abolengo o la cultura».

Hoy nos suena familiar la descripción de una ideología que «moviliza los sentimientos irracionales de las masas para ponerlas econtra de las élites». O sea, el populismo consiste en un conjunto de fenómenos políticos que combaten la democracia liberal, cada uno a su modo.

Su característica esencial es el liderazgo personal frente al institucional; emocional frente al racional; y unanimista frente al pluralista.

Y aquí es donde aparece la actual figura emblemática de este discurso, en la persona del filósofo posmarxista argentino, Ernesto Laclau, a quien el más listo de todos nosotros, Ruiz-Quintano, suele hacer referencia en sus geniales columnas.

Según el maestro de nuestros líderes perroflautas: «Populista se ha vuelto una especie de acusación banal que se lanza simplemente para desacreditar a cualquier cosa o adversario, buscando asociarlo así con algo ilegal, corrupto, autoritario, demagógico, vulgar o peligroso». En su filosofía, el populismo es, sin embargo, el nombre de la necesaria y esperada 'radicalización de la democracia'.

Con antecedentes como el de Getulio Vargas en Brasil, o Lázaro Cárdenas en Méjico, llegó posteriormente Juan Perón en la Argentina, cuyos actuales descendientes Kischneristas forman al lado de los bolivarianos en la nómina actual del populismo latinoamericano, que delega su expansión europea en Syriza y Podemos.

Laclau no es ningún imbécil. Representa, en cierto modo, una prolongación de 'herejes' como Althusser y compañía, en clave latina, o tal vez un Habermas subtropical. Marxista heterodoxo, filósofo con formación psicoanálitica, sabe de lo que habla y lo que predica.

Otra cosa son los zotes de sus alumnos.