Mojácar, pueblo de brujas

La incultura las hacía necesarias y la pobreza numerosas, aunque todas se cuidaban de curar en nombre de Dios e implorando a los santos, por si acaso


Detalle de El gran Cabrón (1823), de Francisco de Goya.

MIGUEL ÁNGEL LARRALDE / 31·10·2015

El tío Frasquito El Campechano juraba que las veía, desde El Picacho, todas las tardes, al caer la noche, sobrevolar con sus escobas la torre de la iglesia. Su mujer le recriminaba diciéndole que confundía las brujas con los vencejos o aviones que, a esas horas, salían a cazar mosquitos. Ella conocía a mas de una, pero no creía que fuesen capaces de volar sobre una escoba. En bares y tabernas el pueblo cantaba:

Más de cuatrocientas brujas
que de Mojácar salieron
caminando para Andujar,
en el camino parieron
un batallón de granujas.


Según D. Ginés Carrillo, médico mojaquero de la postguerra, animador del teatro aficionado de la ciudad y al que se le ha adjudicado popularmente la paternidad biológica del celebrado Walt Disney, este romance corría de boca en boca desde tiempo inmemorial en Mojácar. Hay quien asegura que el contenido de los versos está dedicado al numeroso grupo de moriscas turrero-mojaqueras que, expulsadas hacia La Mancha, marcharon pasando por Andujar. Las 'caritativas' cristianas mojaqueras del siglo XVI, cuando se quedaban con las tierras y animales de los moriscos, sentían más tranquilas sus conciencias llamándolas brujas, porque además, muchas de las moriscas conocían las propiedades curativas de las hierbas y plantas autóctonas, y eso dejaba a las cristianas en condiciones de inferioridad ante sus maridos cuando sufrían algún retortijón o se torcían un tobillo.

Con el tiempo, —la necesidad obliga— las mojaqueras aprendieron a conocer las hierbas y memorizaron los conjuros, y como muchas no se casaban o se quedaban pronto viudas, tuvieron tiempo de aprender a rezar oraciones curativas y a conocer secretos sobre la sexualidad y las prácticas amorosas que podían vender en secreto de forma remunerada.

D. Ginés, quien como médico tenía entrada libre en todas las casas del pueblo y a quien además encantaban los secretos del espiritismo, conocía a muchas brujas en el pueblo y por eso, como tenía un teatro y en aquella época franquista no le podía llamar García Lorca —como hoy se llaman casi todos—, lo llamó 'Aquelarre' pensando que significaba «reunión de brujas» —D. Ginés, al no saber euskera, cosa entonces bastante corriente, no podía saber que aker significa macho cabrío y larre campo, con lo que en realidad llamaba a su teatro «reunión de cabrones en el campo»—. A saber lo que quería decir, porque en algunos temas D. Ginés no contaba lo que sabía y el pueblo, aunque no lo parezca, era todavía más inculto que hoy. Nunca podremos conocer si su empeño en resaltar la presencia de brujas en el pueblo obedecía a la competencia desleal que como médico le hacían o a la confianza que el pueblo les dispensaba.

Las brujas mojaqueras de la postguerra no estaban socialmente mal vistas, y lo mismo acudían para ayudar en un parto, que para curar una enfermedad o un simple síndrome, como la inapetencia, el dolor de una torcedura, la anemia o el mal de ojo o lo que fuese. Eran especialistas en curar el usagre, la culebrilla o la 'tiricia', y sobre todo habían desarrollado conocimientos psicológicos y sagacidad. Si sus oraciones no curaban, tampoco hay constancia de que hicieran mal al enfermo. La incultura las hacía necesarias y la pobreza numerosas. Todas se cuidaban de curar en nombre de Dios e implorando a los santos, por si acaso.

La más famosa de las brujas mojaqueras, que mantuvo una clientela fiel hasta la llegada del turismo, fue la tía Rosa La Cachocha. Era la que estaba más reconocida en la confección de pichirichis.
Los pichirichis eran unos polvos que preparados para que los tomase disueltos algún varón concreto, éste se sentía atraído de tal forma por una mujer señalada de antemano que no atendía al posible requerimiento de cualquier otra, y se comportaba como si estuviese 'enchochado' con ella.

Muchos jóvenes mojaqueros vivieron durante años obsesionados con los pichirichis de la tía Cachocha, y estaban advertidos de que no debían tomar ningún tipo de bebidas en las casas donde viviese alguna joven en edades meritorias. Siempre hubo quien sospechó que para enchocharse no hacían falta brujas, y cuando se tuvo constancia de ello el oficio cayó en picado. A partir de entonces, las escobas que les valían para volar dejaron de utilizarse y cerró la fabrica de escobas que había en Turre.

El tío Frasquito El Campechano seguía mirando desde El Picacho convencido que si no veía volar las brujas sobre la torre, era simplemente porque había perdido vista.