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J. A. SÁEZ CALVO
La llamada leyenda negra no se mantiene por su calidad analítica. Lo hace porque conviene a ideologías que necesitan un antagonista reconocible, ya que algunos proyectos políticos la usan como herramienta útil y aquí, con frecuencia, hemos mirado nuestro pasado con desafección y desarraigo. Conviene proponer una visión serena y positiva, anclada en hechos y en logros que construyeron una comunidad política de ida y vuelta. Hubo territorios conectados por leyes, oficios, escuelas y puntos logísticos, con una ciudadanía que se sabía parte de un mismo esfuerzo. Éramos todos, no fue colonia ni protectorado en el sentido que otros imperios impondrían después.
La España moderna se puede definir, antes que cualquier consigna, en tecnología, leyes, comercio, rutas y una globalización temprana sostenida por reglas. Un Imperio en el que no se ponía el Sol, donde había una monarquía compuesta que integró pueblos y los dotó de instituciones.
Empecemos por la mar, que es donde se decide gran parte del mundo moderno. Lepanto no es solo un nombre, marcó una operación que estabilizó el Mediterráneo. Coordinación de escuadras, artillería manejada con precisión, capitanías que sabían lo que hacían, arsenales capaces de sostener la campaña y un mando que entendió el momento. Aquella jornada aseguró rutas y destinos, dio aire a ciudades ribereñas y frenó una expansión que amenazaba a varias coronas a la vez. No lo consideremos un golpe aislado, sino el fruto de una cultura naval que venía de lejos y que luego sostuvo convoyes atlánticos, expansiones y protección constante.
Este saber técnico se apoyó en diversas instituciones, un ejemplo es la Casa de la Contratación. Escuela de pilotos, oficina de cosmógrafos, lugar de examen y taller de cartas. Allí se actualizó el Padrón Real, se enseñó a gobernar con instrumentos y se cruzó información de singladuras para mejorar cada viaje. De esa matriz salieron innovaciones como el tornaviaje de Urdaneta, que abrió el regreso estable desde Asia por el Pacífico Norte. Con ese hallazgo, el galeón de Manila dejó de ser una aventura y se convirtió en un puente económico y cultural sostenido durante siglos. Unir Acapulco con Cavite como algo más que mover mercancías, fue levantar una vía que llevó profesionales, lenguas, artes y saberes en ambos sentidos.
La ciencia aplicada dio forma a estas hazañas. Pilotos y cosmógrafos midieron latitudes con astrolabios y cuadrantes, aprendieron a leer el cielo, registraron corrientes y vientos, refinaron rumbos y diseñaron cartas de navegación cada vez más fiables. Cartógrafos como Alonso de Santa Cruz o Diego Gutiérrez ilustran una tradición de mapas que se convirtieron en herramientas de mando. Ese conocimiento viajó a bordo, alimentó decisiones y dejó un fondo cartográfico de primer orden. La hidrografía del siglo XVIII, las grandes cartas esféricas y los itinerarios impresos muestran el paso del oficio empírico a una disciplina moderna con método y verificación.
La medicina caminó a la misma velocidad. Una red temprana de hospitales en los núcleos de población principales atendió a marineros y también a ciudadanos. La figura del protomédico organizó el ejercicio profesional, y los colegios de cirugía de Cádiz, Barcelona o México formaron generaciones de practicantes. A finales del XVIII, la expedición filantrópica de Balmis llevó la vacuna de la viruela por América y Filipinas con un sistema ingenioso de conservación de linfa y con personal sanitario formado para extender la inmunización por territorios inmensos. Es medicina pública antes de que el término circule como tal y es un ejemplo claro de coordinación imperial en beneficio común.
La red científica ilustrada sostuvo también el comercio y la salud pública. La botánica y la historia natural hablaron con acento hispano, levantaron inventarios útiles para la farmacia, la minería, la navegación y la hacienda. En Nueva España, Martín de Sessé y José Mariano Mociño (1787-1803) recorrieron el territorio, organizaron el jardín botánico y compusieron una Flora Mexicana de valor práctico para cultivos y remedios. En Perú y Chile (1777-1788), Hipólito Ruiz y José Antonio Pavón estudiaron la quina, publicaron la Flora Peruviana et Chilensis y ordenaron recursos que alimentaban instituciones de ciencia de la Corona. En el Nuevo Reino de Granada (1783-1816), José Celestino Mutis dirigió un esfuerzo sostenido que dejó miles de láminas y un mapa farmacológico de la región. Este aparato de conocimiento y sociedades profesionales con láminas, jardines, herbarios, floreció el reverso técnico de la globalización hispana. Sin él, ni el tráfico transpacífico ni la sanidad de puertos y guarniciones hubieran mantenido su continuidad.
El dinero que sostuvo esa maquinaria tuvo un soporte que hoy suena olvidado y fue determinante, el real de a ocho. Moneda de plata acuñada con garantías, aceptada en lugares muy distantes, base de contratos y salarios desde Sevilla a Cantón y desde Veracruz a Ámsterdam. Para que una moneda gane ese rango se necesitan cecas fiables, transporte seguro, estándares medidos al gramo y confianza. Ese patrón dio estabilidad a transacciones, redujo costes de cambio y facilitó inversiones de largo recorrido. A su alrededor operó la flota de Indias, con un sistema de convoyes que combinaba prudencia y fuerza disuasoria para proteger rutas e intercambios comerciales.
No es menor lo que se hizo en tierra. Las ciudades americanas no surgieron por inercia. Se trazaron con reglas claras, con plazas mayores como corazón cívico, con solares reservados a escuelas, hospitales y casas de gobierno. La imprenta llegó pronto y la universidad también. Santo Domingo, México, Lima, Córdoba y tantas otras señalaron que la Monarquía no pensaba esos virreinatos como simples graneros, sino como espacios con vida jurídica y académica. Esa red sostuvo profesiones, abrió ascensos y consolidó una lengua franca que permitió a millones entenderse y comerciar.
La minería, motor delicado y complejo, introdujo técnicas nuevas. El patio de amalgamación mejoró rendimientos, los hornos se adecuaron a alturas y climas, y aparecieron manuales que enseñaban a trabajar con seguridad creciente. Junto a ello, ingenieros y topógrafos levantaron puentes, acequias, caminos y puertos. El ciclo borbónico, con intendencias y arsenales modernizados, dio un impulso adicional a esa obra pública. Ferrol, Cartagena o La Habana muestran una política sostenida de diques, diques secos, almacenes y maestranzas que pensaban en décadas. Sin esa base material, ninguna política exterior hubiera aguantado el pulso de los tiempos.
La cultura acompañó esta estructura. Llamamos Siglo de Oro a una época que supo convertir la escena en ágora. Se abrió un debate público sobre honor, gobierno, riqueza, fe, límites del poder, vida urbana y mundo del trabajo. Los corrales estaban llenos y el repertorio viajó entre lugares de ambos hemisferios. Esa conversación compartida, con sus tensiones, formó criterio y afinó la lengua. En paralelo, pintura, música y arquitectura dieron un marco reconocible a plazas, templos, hospitales y colegios. La identidad común no nació en un despacho, se labró en cada obra, intercambio, vivencia y lectura.
Conviene recordar, además, que España no actuó aislada. Sostuvo alianzas, cuidó equilibrios y supo apoyar causas que le convenían y que beneficiaban a terceros. La ayuda a los insurgentes norteamericanos cortó nervios a una potencia rival y reordenó el mapa del Golfo. Operaciones como Pensacola mostraron una capacidad de decisión y un trabajo logístico que, con otra bandera, suelen reseñarse con detalle. Aquí a veces se citan de paso y eso es un error, ya que forma parte de nuestro legado.
La mezcla social, era pauta más que excepción. Cofradías y milicias urbanas incorporaron a mestizos, negros libres y naturales con grados y responsabilidades. Esa lógica integradora explica un hecho poco contado en manuales ajenos a nuestra tradición. Hubo personas esclavizadas que buscaron refugio y reconocimiento bajo pabellón español porque encontraron una puerta real a la libertad. Desde 1693, la Corona en Florida ofreció libertad y amparo a quienes escaparan de las colonias británicas y alcanzaran territorio hispano dispuestos a abrazar la fe católica y servir a la defensa. En 1738, cerca de San Agustín, se fundó la Gracia Real de Santa Teresa de Mose, primer asentamiento negro libre reconocido en Norteamérica. Sus habitantes, muchos procedentes de Carolina, organizaron milicia, defendieron la plaza junto a tropas regulares y levantaron familias con casa, iglesia y papeles. El mensaje práctico era nítido. Frente a un régimen esclavista que castigaba con dureza la fuga, el orden hispano ofrecía integración, tierra y honra a quien aceptaba su ley.
La educación técnica dio continuidad a todo lo anterior. Colegios de náutica, academias de guardias marinas, escuelas de artillería y matemáticas aplicadas formaron cuadros con disciplina y oficio. Observatorios, gabinetes de historia natural y bibliotecas reales alimentaron esa cadena del saber. El Estado invirtió en edificios, sueldos y materiales. Las ciudades pusieron maestros y alumnado. Con aciertos y tropiezos, el resultado marca un país que aprendía y aplicaba.
Cuando guerras, traiciones y errores abrieron paso a las independencias, el tablero cambió de golpe. Llegaron potencias extranjeras con créditos, tratados de amistad y libertad de comercio. Llegaron también condiciones. Oficinas extranjeras y casas de importación pidieron aranceles bajos y privilegios fiscales. Las deudas se consolidaron con intereses gravosos y supervisión externa. Los puertos se reorientaron hacia cadenas de materias primas controladas desde el exterior. Hubo ventajas para élites locales bien conectadas que sustituyeron el viejo monopolio por oligopolios de nuevo cuño. Y, sobre todo, se desmantelaron mecanismos que habían protegido a los más frágiles del sistema indiano. Lo que se llamó modernización se tradujo frecuentemente en desprotección. Por ello, precisamente la mayoría de los pueblos indígenas lucharon codo a codo junto a la Corona, porque entendieron perfectamente lo que estaba sucediendo con las traiciones criollas.
Los llamados privilegios de los nativos eran, en realidad, derechos corporativos y fueros. España reconocía pueblos con tierras comunales y autoridades propias, con intérpretes en juicio y reglas para evitar enajenaciones sin consentimiento. Tras las independencias, la palabra modernización sirvió para justificar trampas. Por ejemplo, en el nuevo México constituido, las leyes de desamortización y ventas forzosas afectaron a bienes de corporaciones civiles y religiosas y golpearon tierras de colectividad que pasaron a manos de particulares. Además de perder gran parte del territorio heredado frente a los nuevos Estados Unidos. En los Andes y en Centroamérica hubo procesos semejantes de desvinculación y reforma agraria que vaciaron resguardos y ejidos. La promesa de ciudadanía abstracta no se tradujo en tutela efectiva. Donde antes había un expediente que permitía reclamar como cuerpo, quedó un individuo aislado ante hacendados, jueces y compañías. El resultado se vio en pleitos interminables, deudas impagables y expulsiones discretas que cambiaron el plano rural.
Las construcciones, defensas y fortificaciones españolas se convirtieron en flotas ajenas y en bases de terceros. La moneda dejó de girar en torno a una unidad hispana y se subordinó a centros financieros europeos y, luego, norteamericanos. Los seguros se contrataron lejos, la navegación de altura pasó a otras banderas y las decisiones se tomaron en capitales foráneas. Quienes habían sido parte de una economía integrada se convirtieron en periferias de varias metrópolis simultáneas, con voz escasa.
La leyenda negra seguirá llamando a la puerta porque para algunos le es útil. La mejor respuesta no es resignarse ni discutir con tópicos. Es recordar, con normalidad, que el mundo hispánico aportó ciencia aplicada, arquitectura institucional y cultura común a una escala difícil de igualar. En el mar, en los talleres, en las aulas y en las plazas, hubo continuidad y propósito. Si contamos bien la historia, sin retórica hueca y con ejemplos concretos, se entiende lo esencial. España definida como una comunidad de trabajo y de fe que integró territorios muy distintos en un proyecto compartido. Esa memoria no divide. Une a quien quiera mirarla con honestidad y, lo más importante, ofrece un camino para seguir construyendo juntos. (PARA UNA VISIÓN COMPLETA, NO DUDE EN LEER EL ARTÍCULO ANTERIOR PULSANDO AQUÍ)
La España moderna se puede definir, antes que cualquier consigna, en tecnología, leyes, comercio, rutas y una globalización temprana sostenida por reglas. Un Imperio en el que no se ponía el Sol, donde había una monarquía compuesta que integró pueblos y los dotó de instituciones.
Empecemos por la mar, que es donde se decide gran parte del mundo moderno. Lepanto no es solo un nombre, marcó una operación que estabilizó el Mediterráneo. Coordinación de escuadras, artillería manejada con precisión, capitanías que sabían lo que hacían, arsenales capaces de sostener la campaña y un mando que entendió el momento. Aquella jornada aseguró rutas y destinos, dio aire a ciudades ribereñas y frenó una expansión que amenazaba a varias coronas a la vez. No lo consideremos un golpe aislado, sino el fruto de una cultura naval que venía de lejos y que luego sostuvo convoyes atlánticos, expansiones y protección constante.
Este saber técnico se apoyó en diversas instituciones, un ejemplo es la Casa de la Contratación. Escuela de pilotos, oficina de cosmógrafos, lugar de examen y taller de cartas. Allí se actualizó el Padrón Real, se enseñó a gobernar con instrumentos y se cruzó información de singladuras para mejorar cada viaje. De esa matriz salieron innovaciones como el tornaviaje de Urdaneta, que abrió el regreso estable desde Asia por el Pacífico Norte. Con ese hallazgo, el galeón de Manila dejó de ser una aventura y se convirtió en un puente económico y cultural sostenido durante siglos. Unir Acapulco con Cavite como algo más que mover mercancías, fue levantar una vía que llevó profesionales, lenguas, artes y saberes en ambos sentidos.
La ciencia aplicada dio forma a estas hazañas. Pilotos y cosmógrafos midieron latitudes con astrolabios y cuadrantes, aprendieron a leer el cielo, registraron corrientes y vientos, refinaron rumbos y diseñaron cartas de navegación cada vez más fiables. Cartógrafos como Alonso de Santa Cruz o Diego Gutiérrez ilustran una tradición de mapas que se convirtieron en herramientas de mando. Ese conocimiento viajó a bordo, alimentó decisiones y dejó un fondo cartográfico de primer orden. La hidrografía del siglo XVIII, las grandes cartas esféricas y los itinerarios impresos muestran el paso del oficio empírico a una disciplina moderna con método y verificación.
La medicina caminó a la misma velocidad. Una red temprana de hospitales en los núcleos de población principales atendió a marineros y también a ciudadanos. La figura del protomédico organizó el ejercicio profesional, y los colegios de cirugía de Cádiz, Barcelona o México formaron generaciones de practicantes. A finales del XVIII, la expedición filantrópica de Balmis llevó la vacuna de la viruela por América y Filipinas con un sistema ingenioso de conservación de linfa y con personal sanitario formado para extender la inmunización por territorios inmensos. Es medicina pública antes de que el término circule como tal y es un ejemplo claro de coordinación imperial en beneficio común.
La red científica ilustrada sostuvo también el comercio y la salud pública. La botánica y la historia natural hablaron con acento hispano, levantaron inventarios útiles para la farmacia, la minería, la navegación y la hacienda. En Nueva España, Martín de Sessé y José Mariano Mociño (1787-1803) recorrieron el territorio, organizaron el jardín botánico y compusieron una Flora Mexicana de valor práctico para cultivos y remedios. En Perú y Chile (1777-1788), Hipólito Ruiz y José Antonio Pavón estudiaron la quina, publicaron la Flora Peruviana et Chilensis y ordenaron recursos que alimentaban instituciones de ciencia de la Corona. En el Nuevo Reino de Granada (1783-1816), José Celestino Mutis dirigió un esfuerzo sostenido que dejó miles de láminas y un mapa farmacológico de la región. Este aparato de conocimiento y sociedades profesionales con láminas, jardines, herbarios, floreció el reverso técnico de la globalización hispana. Sin él, ni el tráfico transpacífico ni la sanidad de puertos y guarniciones hubieran mantenido su continuidad.
El dinero que sostuvo esa maquinaria tuvo un soporte que hoy suena olvidado y fue determinante, el real de a ocho. Moneda de plata acuñada con garantías, aceptada en lugares muy distantes, base de contratos y salarios desde Sevilla a Cantón y desde Veracruz a Ámsterdam. Para que una moneda gane ese rango se necesitan cecas fiables, transporte seguro, estándares medidos al gramo y confianza. Ese patrón dio estabilidad a transacciones, redujo costes de cambio y facilitó inversiones de largo recorrido. A su alrededor operó la flota de Indias, con un sistema de convoyes que combinaba prudencia y fuerza disuasoria para proteger rutas e intercambios comerciales.
No es menor lo que se hizo en tierra. Las ciudades americanas no surgieron por inercia. Se trazaron con reglas claras, con plazas mayores como corazón cívico, con solares reservados a escuelas, hospitales y casas de gobierno. La imprenta llegó pronto y la universidad también. Santo Domingo, México, Lima, Córdoba y tantas otras señalaron que la Monarquía no pensaba esos virreinatos como simples graneros, sino como espacios con vida jurídica y académica. Esa red sostuvo profesiones, abrió ascensos y consolidó una lengua franca que permitió a millones entenderse y comerciar.
La minería, motor delicado y complejo, introdujo técnicas nuevas. El patio de amalgamación mejoró rendimientos, los hornos se adecuaron a alturas y climas, y aparecieron manuales que enseñaban a trabajar con seguridad creciente. Junto a ello, ingenieros y topógrafos levantaron puentes, acequias, caminos y puertos. El ciclo borbónico, con intendencias y arsenales modernizados, dio un impulso adicional a esa obra pública. Ferrol, Cartagena o La Habana muestran una política sostenida de diques, diques secos, almacenes y maestranzas que pensaban en décadas. Sin esa base material, ninguna política exterior hubiera aguantado el pulso de los tiempos.
La cultura acompañó esta estructura. Llamamos Siglo de Oro a una época que supo convertir la escena en ágora. Se abrió un debate público sobre honor, gobierno, riqueza, fe, límites del poder, vida urbana y mundo del trabajo. Los corrales estaban llenos y el repertorio viajó entre lugares de ambos hemisferios. Esa conversación compartida, con sus tensiones, formó criterio y afinó la lengua. En paralelo, pintura, música y arquitectura dieron un marco reconocible a plazas, templos, hospitales y colegios. La identidad común no nació en un despacho, se labró en cada obra, intercambio, vivencia y lectura.
Conviene recordar, además, que España no actuó aislada. Sostuvo alianzas, cuidó equilibrios y supo apoyar causas que le convenían y que beneficiaban a terceros. La ayuda a los insurgentes norteamericanos cortó nervios a una potencia rival y reordenó el mapa del Golfo. Operaciones como Pensacola mostraron una capacidad de decisión y un trabajo logístico que, con otra bandera, suelen reseñarse con detalle. Aquí a veces se citan de paso y eso es un error, ya que forma parte de nuestro legado.
La mezcla social, era pauta más que excepción. Cofradías y milicias urbanas incorporaron a mestizos, negros libres y naturales con grados y responsabilidades. Esa lógica integradora explica un hecho poco contado en manuales ajenos a nuestra tradición. Hubo personas esclavizadas que buscaron refugio y reconocimiento bajo pabellón español porque encontraron una puerta real a la libertad. Desde 1693, la Corona en Florida ofreció libertad y amparo a quienes escaparan de las colonias británicas y alcanzaran territorio hispano dispuestos a abrazar la fe católica y servir a la defensa. En 1738, cerca de San Agustín, se fundó la Gracia Real de Santa Teresa de Mose, primer asentamiento negro libre reconocido en Norteamérica. Sus habitantes, muchos procedentes de Carolina, organizaron milicia, defendieron la plaza junto a tropas regulares y levantaron familias con casa, iglesia y papeles. El mensaje práctico era nítido. Frente a un régimen esclavista que castigaba con dureza la fuga, el orden hispano ofrecía integración, tierra y honra a quien aceptaba su ley.
La educación técnica dio continuidad a todo lo anterior. Colegios de náutica, academias de guardias marinas, escuelas de artillería y matemáticas aplicadas formaron cuadros con disciplina y oficio. Observatorios, gabinetes de historia natural y bibliotecas reales alimentaron esa cadena del saber. El Estado invirtió en edificios, sueldos y materiales. Las ciudades pusieron maestros y alumnado. Con aciertos y tropiezos, el resultado marca un país que aprendía y aplicaba.
Cuando guerras, traiciones y errores abrieron paso a las independencias, el tablero cambió de golpe. Llegaron potencias extranjeras con créditos, tratados de amistad y libertad de comercio. Llegaron también condiciones. Oficinas extranjeras y casas de importación pidieron aranceles bajos y privilegios fiscales. Las deudas se consolidaron con intereses gravosos y supervisión externa. Los puertos se reorientaron hacia cadenas de materias primas controladas desde el exterior. Hubo ventajas para élites locales bien conectadas que sustituyeron el viejo monopolio por oligopolios de nuevo cuño. Y, sobre todo, se desmantelaron mecanismos que habían protegido a los más frágiles del sistema indiano. Lo que se llamó modernización se tradujo frecuentemente en desprotección. Por ello, precisamente la mayoría de los pueblos indígenas lucharon codo a codo junto a la Corona, porque entendieron perfectamente lo que estaba sucediendo con las traiciones criollas.
Los llamados privilegios de los nativos eran, en realidad, derechos corporativos y fueros. España reconocía pueblos con tierras comunales y autoridades propias, con intérpretes en juicio y reglas para evitar enajenaciones sin consentimiento. Tras las independencias, la palabra modernización sirvió para justificar trampas. Por ejemplo, en el nuevo México constituido, las leyes de desamortización y ventas forzosas afectaron a bienes de corporaciones civiles y religiosas y golpearon tierras de colectividad que pasaron a manos de particulares. Además de perder gran parte del territorio heredado frente a los nuevos Estados Unidos. En los Andes y en Centroamérica hubo procesos semejantes de desvinculación y reforma agraria que vaciaron resguardos y ejidos. La promesa de ciudadanía abstracta no se tradujo en tutela efectiva. Donde antes había un expediente que permitía reclamar como cuerpo, quedó un individuo aislado ante hacendados, jueces y compañías. El resultado se vio en pleitos interminables, deudas impagables y expulsiones discretas que cambiaron el plano rural.
Las construcciones, defensas y fortificaciones españolas se convirtieron en flotas ajenas y en bases de terceros. La moneda dejó de girar en torno a una unidad hispana y se subordinó a centros financieros europeos y, luego, norteamericanos. Los seguros se contrataron lejos, la navegación de altura pasó a otras banderas y las decisiones se tomaron en capitales foráneas. Quienes habían sido parte de una economía integrada se convirtieron en periferias de varias metrópolis simultáneas, con voz escasa.
La leyenda negra seguirá llamando a la puerta porque para algunos le es útil. La mejor respuesta no es resignarse ni discutir con tópicos. Es recordar, con normalidad, que el mundo hispánico aportó ciencia aplicada, arquitectura institucional y cultura común a una escala difícil de igualar. En el mar, en los talleres, en las aulas y en las plazas, hubo continuidad y propósito. Si contamos bien la historia, sin retórica hueca y con ejemplos concretos, se entiende lo esencial. España definida como una comunidad de trabajo y de fe que integró territorios muy distintos en un proyecto compartido. Esa memoria no divide. Une a quien quiera mirarla con honestidad y, lo más importante, ofrece un camino para seguir construyendo juntos. (PARA UNA VISIÓN COMPLETA, NO DUDE EN LEER EL ARTÍCULO ANTERIOR PULSANDO AQUÍ)


