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J. A. SÁEZ CALVO
Hay memoria que parece que no queremos guardar. Alhucemas, escenario de decisiones y actos de valor que la Historia a veces relega, invita a mirar más allá del calendario y del mapa. Entre el coraje de quienes la vivieron y el relato cívico que resiste al tiempo, asoman lecciones de humanidad, estrategia y sacrificio. Recordar Alhucemas no es solo rescatar el pasado, es decidir qué dejamos que el olvido se lleve.
El 8 de septiembre de 1925, en las aguas y playas de la bahía de Alhucemas, España ejecutó una operación que debería figurar con letras firmes en la memoria colectiva y que, sin embargo, suele pasar de puntillas. Fue el primer gran desembarco moderno con coordinación estrecha entre marina, ejército de tierra y aviación, y referencia temprana de operación aeronaval combinada en sentido pleno.
Aquella composición técnica y táctica se estudió con detenimiento y se considera antecedente de operaciones posteriores, como la de Normandía dos décadas después. Alhucemas mostró que el país sabía superar el trauma de Annual con rigor en el plan y audacia en la ejecución. No por temor a malentendidos, sino por una mezcla de prevención política, comodidad burocrática y prudencia diplomática mal entendida, su conmemoración ha quedado relegada, a menudo, a un segundo plano.
La operación tuvo su razón de ser. En 1921, el Desastre de Annual había sido un golpe brutal: líneas deshechas, retirada caótica y una sensación de fracaso que desbordó a la sociedad española. Abd el-Krim levantó sobre aquel éxito la efímera República del Rif y llegó a amenazar la zona francesa. Hacía falta un movimiento nítido que quebrase la resistencia en su núcleo. La cooperación con Francia fue decisiva: entre mayo y septiembre de 1925 se pactó un esfuerzo convergente, consistente en atacar el centro de gravedad rifeño, con desembarco español frontal en la bahía de Alhucemas, apoyo marítimo-aéreo francés y ofensiva terrestre gala en Beni Zural. El plan fue afinado en reuniones en Tetuán, Algeciras y Madrid entre Miguel Primo de Rivera y Philippe Pétain.
Con una estrategia estudiada al detalle, se organizaron convoyes desde Ceuta y Melilla con lanchas de varada diseñadas ad hoc, K-lighters y se previó la descarga de carros Renault FT y Schneider CA-1. La clave de la operación empezó antes de tocar arena: la seguridad de la información y el engaño operacional. Desde 1923 se endureció el control sobre lo que salía en prensa como notas oficiosas y con reserva estricta para que el enemigo no leyera los propósitos en diarios españoles; y, cuando fue inevitable que se oliera un desembarco, se alimentó una pista falsa: Xauen y la playa de Uad Lau. Hubo reconocimientos aéreos y ruido deliberado para reforzar la ilusión. Los jefes de unidad, ya en la mar, abrieron un sobre y leyeron que Lau y Sidi Dris eran solo amagos. Lo demás, estaba bajo el mayor secreto.
La escenografía funcionó. El 5 de septiembre, la columna de Ceuta se desplegó y maniobró frente a Uad Lau durante horas; la de Melilla repitió la jugada en Sidi Dris los días 6 y 7. Las hogueras en las alturas de Sidi Dris confirmaron que las cabilas acudían allí: el primer efecto estaba logrado. De noche, se produjo una virada silenciosa hacia Alhucemas. La niebla y la corriente retrasaron el convoy occidental y se perdió un día, pero el 8 de septiembre las primeras unidades ya tomaban la Cebadilla. No fue hasta el día 10 cuando Abd el-Krim consiguió concentrar fuerzas ante la playa real. La reserva, la confusión ajena y el ritmo propio fueron fundamentales.
El mando quedó repartido con precisión entre sus generales: con Miguel Primo de Rivera en la dirección. El mando terrestre recayó en el general José Sanjurjo; el naval en el almirante Eduardo Guerra, y el aéreo, en el general Jorge Soriano. Al frente de las brigadas de Ceuta y Melilla, los generales Leopoldo Saro y Emilio Fernández. En el planeamiento brilló Francisco Gómez. La armonía entre esos nombres explica la coherencia del conjunto.
Las gestas se vuelven historia por quienes las protagonizan. En primera línea estuvieron legionarios, tabores de Regulares, tropas de Ceuta y Melilla y reemplazos peninsulares llegados de pueblos y ciudades de toda España. En esa orilla hubo también un batallón expedicionario de Infantería de Marina, aportando músculo de playa y un símbolo material de modernidad.
La valentía no fue monopolio de una unidad. Fue de cada soldado que saltó de la barcaza, del camillero que atendió a un herido y del oficial que avanzó siendo el blanco más visible. Sobre la arena, los FT progresaban con torpeza; en el cielo, la aviación castigaba posiciones y mantenía la observación; en la línea de costa, las lanchas sostuvieron un puente marítimo de personal, munición y agua que alimentó la cabeza de playa sin descanso.
Los combates no se resolvieron en un día. Durante tres semanas la infantería ganó, con sacrificio, lomas entre bombardeos y contragolpes hasta abrirse paso hacia Axdir. El coste fue alto: 361 muertos y 1.875 heridos. El rumbo de la campaña cambió en ese punto. Días antes, la posición de Kudia Tahar había resistido el asedio con poco más de un centenar de hombres, soportando artillería y asaltos hasta quedar un puñado de supervivientes. El relevo llegó con unidades del Tercio y de Regulares. Treinta y cuatro salieron adelante, doce sin heridas. Episodios así, consignados con sobriedad en los partes y diarios de operaciones, ayudan a entender por qué la memoria pública no debe alternar el homenaje con el silencio.
Para sostener el ritmo de la acción, se habilitaron pasarelas y pontones que acelerasen el flujo de munición y víveres desde los transportes. La aviación hispano- francesa abrió brechas, desorganizó defensas y cubrió las primeras oleadas. Por primera vez, en un teatro como aquel, se encadenaron todas las fases de una operación anfibia moderna, desde el ensayo y la aproximación hasta la consolidación de la cabeza de playa y su explotación tierra adentro. No hubo improvisación, hubo método.
Desde el mar se decidió una parte esencial. Los acorazados Jaime I y Alfonso XIII, concentrados en el Estrecho tras operar desde Cartagena y con la escuadra reunida en Algeciras, batieron la costa durante el asalto del 8 de septiembre. En apoyo, el Dédalo, buque estación de hidroaviones y globo cautivo, enlazó mar y aire con observación y cobertura sobre la cabeza de playa. Determinante, sin embargo, fue el ritmo sostenido: sin reaprovisionamiento continuo ni evacuaciones rápidas, ningún arrojo aislado habría bastado.
La cadena de vida funcionó porque hubo personal sanitario en el punto crítico. La duquesa de la Victoria, Carmen Angoloti, organizó la enfermería de Cruz Roja entre los buques-hospital Barceló, Villarreal y Andalucía, con damas embarcadas en Melilla como Irene Iribarren, Paz y Luisa Sancho. Las dos barcazas-ambulancia de cada brigada llevaban enfermero y seis camilleros para recoger heridos en la rompiente, y la evacuación aérea con Junkers F-13 completó un dispositivo que, durante la campaña, movió centenares de heridos y enfermos desde la bahía a los puertos sanitarios. En la organización y evacuación sanitaria destacó el cirujano militar Mariano Gómez Ulla, pionero de la cirugía de campaña en España, particularmente en el Rif, y cuyo nombre lleva hoy el Hospital Central de la Defensa Gómez Ulla de Madrid.
El resultado fue rotundo. La posición en la costa se consolidó, las defensas rifeñas se quebraron y, en pocas semanas, la ofensiva hispano- francesa estrechó el cerco sobre Abd el-Krim. En mayo de 1926 el líder rifeño se rindió a los franceses y, en 1927, la llamada República del Rif dejó de existir. Para España, Alhucemas fue la prueba de que podía rehacerse de Annual con planificación y coraje; a Francia, la recuperación de influencia en su zona; para la historia militar, un laboratorio de técnicas anfibias y cooperación entre armas que anticipó prácticas posteriores. Para el Marruecos independiente, que llegaría en 1956, supuso además la desaparición del foco insurgente en el norte del futuro Estado; por eso cuesta entender, un siglo después, cierta sensibilidad forzada que prefiere tratar el episodio como una incomodidad en lugar de como un hecho histórico que conviene explicar con serenidad. Así, la memoria de aquel triunfo se diluyó con rapidez. La Segunda República no lo reivindicó por asociarlo a la monarquía y a las campañas coloniales. El franquismo lo convirtió en propaganda y, en esa apropiación, se perdió su carácter colectivo. En democracia, a menudo, se optó por el silencio para esquivar la etiqueta de exaltación militar. Así quedaron difuminados no solo los apellidos de los generales, sino también los rostros de miles de soldados, sanitarios y enfermeras que hicieron posible aquella victoria. Reconocerlos no es una ofensa, es un acto de justicia.
Lo grave no es solo el olvido de Alhucemas, sino la tendencia a renegar de nuestras gestas. Otras naciones han convertido incluso derrotas en relatos de resistencia compartida, como Dunkerque en el Reino Unido, Gallípoli en Australia y Nueva Zelanda o Verdún en Francia, sin caer por ello en triunfalismos. Aquí, en cambio, a veces escondemos incluso las victorias más claras. No hacen falta mitos prefabricados para narrar nuestra historia; nos sobran episodios reales, documentados y cívicamente útiles: desde la circunnavegación de Elcano a la defensa de Zaragoza o la acción de Bernardo de Gálvez, pasando por tantas travesías técnicas y científicas que moldearon un país. Alhucemas, además, ofrece hoy una lección contemporánea: cómo se planea con talento, se protege la información y se confunde al adversario para ahorrar sangre propia. Explicar aquellas operaciones de información, desde el control de prensa y las notas oficiosas hasta las cortinas de humo y los amagos, no es un detalle menor. Es mostrar a la ciudadanía que también se vence con inteligencia. Entonces, no había componente ciber ni la zona gris de manual. Aun así, ese enfoque se adelantó a lo que hoy llamamos guerra compuesta (compound warfare) y a las actuales operaciones de información, enlazando con el uso contemporáneo de la guerra híbrida, término que Frank G. Hoffman sistematizó en 2007, tras usos previos de Mockaitis en 1995 y Nemeth en 2002.
¿Qué hacer con Alhucemas? No se trata solo de colgar medallas ni de uniformar el pasado, sino de recuperar un hecho que nos define. Ponerlo en valor significa rescatar nombres y documentos, explicar en manuales y recursos abiertos cómo se innovó con lanchas, pontones, blindados y apoyo aeronaval, reconocer su dimensión internacional y mostrar que España supo rehacerse de una derrota para imponerse con inteligencia y coraje. Hacen falta homenajes sobrios, no folclóricos. Abrir archivos, exponer cartas, diarios y planos; permitir el diálogo entre historiadores de España, Francia y del Rif; y proyectarlo hacia la sociedad como un ejercicio de memoria justa. Igual que en la bahía todo dependió del suministro constante, en la memoria pública todo depende de la continuidad.
Hoy, un siglo después, seguimos a tiempo. A ese tiempo de reconocer el trabajo de quienes planearon con criterio y ejecutaron con riesgo. A tiempo de discutir sin prejuicios qué significó aquella operación para España, para Francia y para el propio Rif. A tiempo de sacar del cajón diarios, cuadernos de campaña y croquis y de entender cómo técnica, logística y decisión política se unieron en un punto concreto del mapa para darle la vuelta a una guerra. Ese es el relato que cualquiera puede comprender sin consignas.
Solo cuando narramos toda nuestra historia, sin complejos y sin tabúes, podremos forjar nuestra identidad sin ataduras. Y ese es el valor real de lo que ocurrió hace un siglo sobre aquella arena bañada en agua y sangre.
El 8 de septiembre de 1925, en las aguas y playas de la bahía de Alhucemas, España ejecutó una operación que debería figurar con letras firmes en la memoria colectiva y que, sin embargo, suele pasar de puntillas. Fue el primer gran desembarco moderno con coordinación estrecha entre marina, ejército de tierra y aviación, y referencia temprana de operación aeronaval combinada en sentido pleno.
Aquella composición técnica y táctica se estudió con detenimiento y se considera antecedente de operaciones posteriores, como la de Normandía dos décadas después. Alhucemas mostró que el país sabía superar el trauma de Annual con rigor en el plan y audacia en la ejecución. No por temor a malentendidos, sino por una mezcla de prevención política, comodidad burocrática y prudencia diplomática mal entendida, su conmemoración ha quedado relegada, a menudo, a un segundo plano.
La operación tuvo su razón de ser. En 1921, el Desastre de Annual había sido un golpe brutal: líneas deshechas, retirada caótica y una sensación de fracaso que desbordó a la sociedad española. Abd el-Krim levantó sobre aquel éxito la efímera República del Rif y llegó a amenazar la zona francesa. Hacía falta un movimiento nítido que quebrase la resistencia en su núcleo. La cooperación con Francia fue decisiva: entre mayo y septiembre de 1925 se pactó un esfuerzo convergente, consistente en atacar el centro de gravedad rifeño, con desembarco español frontal en la bahía de Alhucemas, apoyo marítimo-aéreo francés y ofensiva terrestre gala en Beni Zural. El plan fue afinado en reuniones en Tetuán, Algeciras y Madrid entre Miguel Primo de Rivera y Philippe Pétain.
Con una estrategia estudiada al detalle, se organizaron convoyes desde Ceuta y Melilla con lanchas de varada diseñadas ad hoc, K-lighters y se previó la descarga de carros Renault FT y Schneider CA-1. La clave de la operación empezó antes de tocar arena: la seguridad de la información y el engaño operacional. Desde 1923 se endureció el control sobre lo que salía en prensa como notas oficiosas y con reserva estricta para que el enemigo no leyera los propósitos en diarios españoles; y, cuando fue inevitable que se oliera un desembarco, se alimentó una pista falsa: Xauen y la playa de Uad Lau. Hubo reconocimientos aéreos y ruido deliberado para reforzar la ilusión. Los jefes de unidad, ya en la mar, abrieron un sobre y leyeron que Lau y Sidi Dris eran solo amagos. Lo demás, estaba bajo el mayor secreto.
La escenografía funcionó. El 5 de septiembre, la columna de Ceuta se desplegó y maniobró frente a Uad Lau durante horas; la de Melilla repitió la jugada en Sidi Dris los días 6 y 7. Las hogueras en las alturas de Sidi Dris confirmaron que las cabilas acudían allí: el primer efecto estaba logrado. De noche, se produjo una virada silenciosa hacia Alhucemas. La niebla y la corriente retrasaron el convoy occidental y se perdió un día, pero el 8 de septiembre las primeras unidades ya tomaban la Cebadilla. No fue hasta el día 10 cuando Abd el-Krim consiguió concentrar fuerzas ante la playa real. La reserva, la confusión ajena y el ritmo propio fueron fundamentales.
El mando quedó repartido con precisión entre sus generales: con Miguel Primo de Rivera en la dirección. El mando terrestre recayó en el general José Sanjurjo; el naval en el almirante Eduardo Guerra, y el aéreo, en el general Jorge Soriano. Al frente de las brigadas de Ceuta y Melilla, los generales Leopoldo Saro y Emilio Fernández. En el planeamiento brilló Francisco Gómez. La armonía entre esos nombres explica la coherencia del conjunto.
Las gestas se vuelven historia por quienes las protagonizan. En primera línea estuvieron legionarios, tabores de Regulares, tropas de Ceuta y Melilla y reemplazos peninsulares llegados de pueblos y ciudades de toda España. En esa orilla hubo también un batallón expedicionario de Infantería de Marina, aportando músculo de playa y un símbolo material de modernidad.
La valentía no fue monopolio de una unidad. Fue de cada soldado que saltó de la barcaza, del camillero que atendió a un herido y del oficial que avanzó siendo el blanco más visible. Sobre la arena, los FT progresaban con torpeza; en el cielo, la aviación castigaba posiciones y mantenía la observación; en la línea de costa, las lanchas sostuvieron un puente marítimo de personal, munición y agua que alimentó la cabeza de playa sin descanso.
Los combates no se resolvieron en un día. Durante tres semanas la infantería ganó, con sacrificio, lomas entre bombardeos y contragolpes hasta abrirse paso hacia Axdir. El coste fue alto: 361 muertos y 1.875 heridos. El rumbo de la campaña cambió en ese punto. Días antes, la posición de Kudia Tahar había resistido el asedio con poco más de un centenar de hombres, soportando artillería y asaltos hasta quedar un puñado de supervivientes. El relevo llegó con unidades del Tercio y de Regulares. Treinta y cuatro salieron adelante, doce sin heridas. Episodios así, consignados con sobriedad en los partes y diarios de operaciones, ayudan a entender por qué la memoria pública no debe alternar el homenaje con el silencio.
Para sostener el ritmo de la acción, se habilitaron pasarelas y pontones que acelerasen el flujo de munición y víveres desde los transportes. La aviación hispano- francesa abrió brechas, desorganizó defensas y cubrió las primeras oleadas. Por primera vez, en un teatro como aquel, se encadenaron todas las fases de una operación anfibia moderna, desde el ensayo y la aproximación hasta la consolidación de la cabeza de playa y su explotación tierra adentro. No hubo improvisación, hubo método.
Desde el mar se decidió una parte esencial. Los acorazados Jaime I y Alfonso XIII, concentrados en el Estrecho tras operar desde Cartagena y con la escuadra reunida en Algeciras, batieron la costa durante el asalto del 8 de septiembre. En apoyo, el Dédalo, buque estación de hidroaviones y globo cautivo, enlazó mar y aire con observación y cobertura sobre la cabeza de playa. Determinante, sin embargo, fue el ritmo sostenido: sin reaprovisionamiento continuo ni evacuaciones rápidas, ningún arrojo aislado habría bastado.
La cadena de vida funcionó porque hubo personal sanitario en el punto crítico. La duquesa de la Victoria, Carmen Angoloti, organizó la enfermería de Cruz Roja entre los buques-hospital Barceló, Villarreal y Andalucía, con damas embarcadas en Melilla como Irene Iribarren, Paz y Luisa Sancho. Las dos barcazas-ambulancia de cada brigada llevaban enfermero y seis camilleros para recoger heridos en la rompiente, y la evacuación aérea con Junkers F-13 completó un dispositivo que, durante la campaña, movió centenares de heridos y enfermos desde la bahía a los puertos sanitarios. En la organización y evacuación sanitaria destacó el cirujano militar Mariano Gómez Ulla, pionero de la cirugía de campaña en España, particularmente en el Rif, y cuyo nombre lleva hoy el Hospital Central de la Defensa Gómez Ulla de Madrid.
El resultado fue rotundo. La posición en la costa se consolidó, las defensas rifeñas se quebraron y, en pocas semanas, la ofensiva hispano- francesa estrechó el cerco sobre Abd el-Krim. En mayo de 1926 el líder rifeño se rindió a los franceses y, en 1927, la llamada República del Rif dejó de existir. Para España, Alhucemas fue la prueba de que podía rehacerse de Annual con planificación y coraje; a Francia, la recuperación de influencia en su zona; para la historia militar, un laboratorio de técnicas anfibias y cooperación entre armas que anticipó prácticas posteriores. Para el Marruecos independiente, que llegaría en 1956, supuso además la desaparición del foco insurgente en el norte del futuro Estado; por eso cuesta entender, un siglo después, cierta sensibilidad forzada que prefiere tratar el episodio como una incomodidad en lugar de como un hecho histórico que conviene explicar con serenidad. Así, la memoria de aquel triunfo se diluyó con rapidez. La Segunda República no lo reivindicó por asociarlo a la monarquía y a las campañas coloniales. El franquismo lo convirtió en propaganda y, en esa apropiación, se perdió su carácter colectivo. En democracia, a menudo, se optó por el silencio para esquivar la etiqueta de exaltación militar. Así quedaron difuminados no solo los apellidos de los generales, sino también los rostros de miles de soldados, sanitarios y enfermeras que hicieron posible aquella victoria. Reconocerlos no es una ofensa, es un acto de justicia.
Lo grave no es solo el olvido de Alhucemas, sino la tendencia a renegar de nuestras gestas. Otras naciones han convertido incluso derrotas en relatos de resistencia compartida, como Dunkerque en el Reino Unido, Gallípoli en Australia y Nueva Zelanda o Verdún en Francia, sin caer por ello en triunfalismos. Aquí, en cambio, a veces escondemos incluso las victorias más claras. No hacen falta mitos prefabricados para narrar nuestra historia; nos sobran episodios reales, documentados y cívicamente útiles: desde la circunnavegación de Elcano a la defensa de Zaragoza o la acción de Bernardo de Gálvez, pasando por tantas travesías técnicas y científicas que moldearon un país. Alhucemas, además, ofrece hoy una lección contemporánea: cómo se planea con talento, se protege la información y se confunde al adversario para ahorrar sangre propia. Explicar aquellas operaciones de información, desde el control de prensa y las notas oficiosas hasta las cortinas de humo y los amagos, no es un detalle menor. Es mostrar a la ciudadanía que también se vence con inteligencia. Entonces, no había componente ciber ni la zona gris de manual. Aun así, ese enfoque se adelantó a lo que hoy llamamos guerra compuesta (compound warfare) y a las actuales operaciones de información, enlazando con el uso contemporáneo de la guerra híbrida, término que Frank G. Hoffman sistematizó en 2007, tras usos previos de Mockaitis en 1995 y Nemeth en 2002.
¿Qué hacer con Alhucemas? No se trata solo de colgar medallas ni de uniformar el pasado, sino de recuperar un hecho que nos define. Ponerlo en valor significa rescatar nombres y documentos, explicar en manuales y recursos abiertos cómo se innovó con lanchas, pontones, blindados y apoyo aeronaval, reconocer su dimensión internacional y mostrar que España supo rehacerse de una derrota para imponerse con inteligencia y coraje. Hacen falta homenajes sobrios, no folclóricos. Abrir archivos, exponer cartas, diarios y planos; permitir el diálogo entre historiadores de España, Francia y del Rif; y proyectarlo hacia la sociedad como un ejercicio de memoria justa. Igual que en la bahía todo dependió del suministro constante, en la memoria pública todo depende de la continuidad.
Hoy, un siglo después, seguimos a tiempo. A ese tiempo de reconocer el trabajo de quienes planearon con criterio y ejecutaron con riesgo. A tiempo de discutir sin prejuicios qué significó aquella operación para España, para Francia y para el propio Rif. A tiempo de sacar del cajón diarios, cuadernos de campaña y croquis y de entender cómo técnica, logística y decisión política se unieron en un punto concreto del mapa para darle la vuelta a una guerra. Ese es el relato que cualquiera puede comprender sin consignas.
Solo cuando narramos toda nuestra historia, sin complejos y sin tabúes, podremos forjar nuestra identidad sin ataduras. Y ese es el valor real de lo que ocurrió hace un siglo sobre aquella arena bañada en agua y sangre.


