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J. A. SÁEZ
En el núcleo del pensamiento de Alexis de Tocqueville late una convicción: la democracia no es garantía automática de libertad. Puede, si no se cuida, convertirse en una forma insidiosa de servidumbre, una en la que los ciudadanos, aunque formalmente libres, viven sometidos a un poder central que invade progresivamente todas las esferas de su existencia. En La Democracia en América, este autor francés del siglo XIX, ya nos ofrece un análisis anticipatorio de cómo la igualdad, mal entendida o descontrolada, puede convertirse en la antesala de un nuevo despotismo, mucho más sutil que el antiguo, pero igualmente peligroso.
Lo que distingue la democracia genuina no es solo el voto ni la división de poderes en el papel, sino una cultura política que fomente la participación activa, la descentralización administrativa y el asociacionismo ciudadano. En la mirada de Tocqueville, el auténtico equilibrio democrático surge cuando el poder estatal se ve limitado por la acción de una sociedad civil dinámica y por la existencia de contrapoderes eficaces que canalicen las demandas sociales sin subordinarlas al aparato del Estado.
El mayor peligro para las democracias modernas no es la ausencia de elecciones, sino el vaciamiento progresivo de su contenido participativo. La partitocracia —esa degeneración del sistema representativo en la que los partidos políticos ocupan la totalidad del espacio institucional— constituye una de las mayores amenazas contemporáneas. Cuando las formaciones políticas ya no median entre el ciudadano y el poder, sino que se erigen en el poder mismo, la democracia pierde su oxígeno. El pluralismo desaparece, la crítica se criminaliza y la ley se convierte en un instrumento de autojustificación del gobierno.
En este sentido, la realidad política de España ofrece un ejemplo revelador. La concentración de competencias en el Ejecutivo, la colonización de instituciones independientes, el uso abusivo del decreto, la opacidad en la designación de altos cargos, y la progresiva pérdida de credibilidad de los órganos judiciales son fenómenos que recuerdan esa deriva que Tocqueville temía. No porque se parezca a una dictadura clásica, sino porque representa lo que él llamó “el despotismo suave”: una forma de tutela permanente ejercida desde el poder central, bajo la apariencia de legalidad y bienestar colectivo.
Entre los síntomas más representativos de esta deriva se encuentra el uso desmesurado de los aforamientos. Nacida como una medida de protección para que los representantes públicos no pudieran ser perseguidos arbitrariamente en el ejercicio de su función, esta figura se ha transformado en España en un escudo que blinda a más de 250.000 personas frente a la justicia ordinaria. En lugar de limitarse a los jefes de Estado o altos magistrados —como sucede en democracias consolidadas— aquí se extiende a parlamentarios, presidentes autonómicos, consejeros y jueces. Esto contradice la idea de igualdad ante la ley, principio que el autor francés consideraba irrenunciable en cualquier régimen libre. La justicia, para ser legítima, no puede distinguir entre el ciudadano común y quien ejerce un cargo temporal. Toda excepción sostenida en el tiempo se convierte en privilegio, y todo privilegio erosiona la legitimidad democrática.
La clave para evitar estos males, como bien advierte La Democracia en América, está en revitalizar la sociedad civil. Las asociaciones voluntarias, el municipalismo activo, la prensa libre y el compromiso cotidiano del ciudadano en la vida pública son herramientas esenciales para preservar el espíritu democrático. El individuo aislado es débil frente al poder; solo a través de la articulación colectiva y la vigilancia constante puede evitarse el avance del Estado sobre esferas que no le corresponden.
Pero la advertencia más aguda no es solo contra el poder político: también lo es contra la indiferencia. Cuando la ciudadanía abdica de su responsabilidad cívica, se convierte en terreno fértil para la centralización y la apatía. La libertad exige virtud, no en el sentido moralizante, sino en el de una disposición constante a participar, discutir y resistir. La pasividad es el aliado perfecto de la dominación moderna. De ahí que la educación cívica sea, en la propuesta “tocquevilliana”, una tarea ineludible. No basta con enseñar a votar; es preciso formar ciudadanos que comprendan los equilibrios del sistema, que valoren la descentralización y que sean capaces de ejercer una crítica informada.
En este marco, la democracia estadounidense —la que Tocqueville analizó in situ y no la caricatura que a veces se presenta— funcionaba como una red de instituciones interdependientes donde los poderes se vigilaban mutuamente. El federalismo, la autonomía judicial, el sistema de “checks and balances” y el papel fundamental de las asociaciones locales proporcionaban un contrapeso eficaz a la tentación autoritaria. Si hoy esa democracia enfrenta tensiones internas graves, no es por exceso de libertades, sino por el debilitamiento de los mecanismos que las protegían: la polarización extrema, la influencia de grandes corporaciones, la instrumentalización de los medios de comunicación, el descrédito del legislativo y la judicialización de la política son señales que habría observado con preocupación.
Por eso, su mensaje no prescribe un modelo, sino un método: observar críticamente, desconfiar de las concentraciones de poder, promover el compromiso comunitario y desconectar el Estado de todas aquellas esferas donde la sociedad puede autogestionarse. El Estado no debe convertirse en tutor, sino en árbitro; no debe dictar desde arriba, sino garantizar desde abajo.
Lo que está en juego no es una fórmula institucional ni una ideología concreta, sino una idea: la libertad como bien común, que no puede ser entregada en nombre de la eficacia, ni canjeada por seguridad, ni monopolizada por ningún partido. En tiempos donde el discurso dominante apela a grandes mayorías, a reformas sin consenso y a narrativas polarizadoras, conviene recuperar esta advertencia: una democracia sin vigilancia ciudadana se desliza con rapidez hacia el dominio absoluto. Y cuando el control institucional se disfraza de modernización, el resultado no es el progreso, sino la regresión.
El pensamiento de Alexis de Tocqueville nos interpela aún hoy como una brújula moral y política. No basta con decir que vivimos en una democracia. Hay que examinar si esta vive en nosotros. Porque solo en esa tensión crítica —entre el poder que tiende a expandirse y la sociedad que exige límites— se puede preservar la dignidad política de una nación libre.
Lo que distingue la democracia genuina no es solo el voto ni la división de poderes en el papel, sino una cultura política que fomente la participación activa, la descentralización administrativa y el asociacionismo ciudadano. En la mirada de Tocqueville, el auténtico equilibrio democrático surge cuando el poder estatal se ve limitado por la acción de una sociedad civil dinámica y por la existencia de contrapoderes eficaces que canalicen las demandas sociales sin subordinarlas al aparato del Estado.
El mayor peligro para las democracias modernas no es la ausencia de elecciones, sino el vaciamiento progresivo de su contenido participativo. La partitocracia —esa degeneración del sistema representativo en la que los partidos políticos ocupan la totalidad del espacio institucional— constituye una de las mayores amenazas contemporáneas. Cuando las formaciones políticas ya no median entre el ciudadano y el poder, sino que se erigen en el poder mismo, la democracia pierde su oxígeno. El pluralismo desaparece, la crítica se criminaliza y la ley se convierte en un instrumento de autojustificación del gobierno.
En este sentido, la realidad política de España ofrece un ejemplo revelador. La concentración de competencias en el Ejecutivo, la colonización de instituciones independientes, el uso abusivo del decreto, la opacidad en la designación de altos cargos, y la progresiva pérdida de credibilidad de los órganos judiciales son fenómenos que recuerdan esa deriva que Tocqueville temía. No porque se parezca a una dictadura clásica, sino porque representa lo que él llamó “el despotismo suave”: una forma de tutela permanente ejercida desde el poder central, bajo la apariencia de legalidad y bienestar colectivo.
Entre los síntomas más representativos de esta deriva se encuentra el uso desmesurado de los aforamientos. Nacida como una medida de protección para que los representantes públicos no pudieran ser perseguidos arbitrariamente en el ejercicio de su función, esta figura se ha transformado en España en un escudo que blinda a más de 250.000 personas frente a la justicia ordinaria. En lugar de limitarse a los jefes de Estado o altos magistrados —como sucede en democracias consolidadas— aquí se extiende a parlamentarios, presidentes autonómicos, consejeros y jueces. Esto contradice la idea de igualdad ante la ley, principio que el autor francés consideraba irrenunciable en cualquier régimen libre. La justicia, para ser legítima, no puede distinguir entre el ciudadano común y quien ejerce un cargo temporal. Toda excepción sostenida en el tiempo se convierte en privilegio, y todo privilegio erosiona la legitimidad democrática.
La clave para evitar estos males, como bien advierte La Democracia en América, está en revitalizar la sociedad civil. Las asociaciones voluntarias, el municipalismo activo, la prensa libre y el compromiso cotidiano del ciudadano en la vida pública son herramientas esenciales para preservar el espíritu democrático. El individuo aislado es débil frente al poder; solo a través de la articulación colectiva y la vigilancia constante puede evitarse el avance del Estado sobre esferas que no le corresponden.
Pero la advertencia más aguda no es solo contra el poder político: también lo es contra la indiferencia. Cuando la ciudadanía abdica de su responsabilidad cívica, se convierte en terreno fértil para la centralización y la apatía. La libertad exige virtud, no en el sentido moralizante, sino en el de una disposición constante a participar, discutir y resistir. La pasividad es el aliado perfecto de la dominación moderna. De ahí que la educación cívica sea, en la propuesta “tocquevilliana”, una tarea ineludible. No basta con enseñar a votar; es preciso formar ciudadanos que comprendan los equilibrios del sistema, que valoren la descentralización y que sean capaces de ejercer una crítica informada.
En este marco, la democracia estadounidense —la que Tocqueville analizó in situ y no la caricatura que a veces se presenta— funcionaba como una red de instituciones interdependientes donde los poderes se vigilaban mutuamente. El federalismo, la autonomía judicial, el sistema de “checks and balances” y el papel fundamental de las asociaciones locales proporcionaban un contrapeso eficaz a la tentación autoritaria. Si hoy esa democracia enfrenta tensiones internas graves, no es por exceso de libertades, sino por el debilitamiento de los mecanismos que las protegían: la polarización extrema, la influencia de grandes corporaciones, la instrumentalización de los medios de comunicación, el descrédito del legislativo y la judicialización de la política son señales que habría observado con preocupación.
Por eso, su mensaje no prescribe un modelo, sino un método: observar críticamente, desconfiar de las concentraciones de poder, promover el compromiso comunitario y desconectar el Estado de todas aquellas esferas donde la sociedad puede autogestionarse. El Estado no debe convertirse en tutor, sino en árbitro; no debe dictar desde arriba, sino garantizar desde abajo.
Lo que está en juego no es una fórmula institucional ni una ideología concreta, sino una idea: la libertad como bien común, que no puede ser entregada en nombre de la eficacia, ni canjeada por seguridad, ni monopolizada por ningún partido. En tiempos donde el discurso dominante apela a grandes mayorías, a reformas sin consenso y a narrativas polarizadoras, conviene recuperar esta advertencia: una democracia sin vigilancia ciudadana se desliza con rapidez hacia el dominio absoluto. Y cuando el control institucional se disfraza de modernización, el resultado no es el progreso, sino la regresión.
El pensamiento de Alexis de Tocqueville nos interpela aún hoy como una brújula moral y política. No basta con decir que vivimos en una democracia. Hay que examinar si esta vive en nosotros. Porque solo en esa tensión crítica —entre el poder que tiende a expandirse y la sociedad que exige límites— se puede preservar la dignidad política de una nación libre.


