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SAVONAROLA
“Pues el Señor, vuestro Dios, es Dios de dioses y Señor de señores,
el Dios grande, fuerte y terrible, que no es parcial ni acepta soborno,
que hace justicia al huérfano y a la viuda,
y que ama al emigrante dándole pan y vestido.
Amad al emigrante porque emigrantes fuisteis en Egipto”
(Deuteronomio 10, 12-22)
“Amad al emigrante porque emigrantes fuisteis en Egipto”. De aqueste modo, amados míos, se dirigió Moisés al pueblo de Judea cuando se dirigían a la tierra de promisión. Y no es la única vez que el Libro habla sobre la forma de tratar a los desfavorecidos que abandonan a su padre y a su madre en busca de un futuro que no logran alcanzar en su tierra.
“No olvidéis la hospitalidad: por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles”, escribió Pablo a los Hebreos. También recordáis, hermanos, que el Señor se apareció a Abraham junto a la encina de Mambré, mientras estaba sentado a la puerta de la tienda en lo más caluroso del día. Cuando alzó la vista, vio tres hombres frente a él. Al verlos, corrió a su encuentro, se postró en tierra y dijo: “Señor mío, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo. Haré que traigan agua para que os lavéis los pies y descanséis junto al árbol. Mientras, traeré un bocado de pan para que recobréis fuerzas antes de seguir, ya que habéis pasado junto a la casa de vuestro siervo”. Abraham y Sara acogieron a estos extranjeros y el Señor les bendijo dándoles un hijo.
En numerosas ocasiones habéisme escuchado proclamar desde el púlpito las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo: “Es menester dar de comer al hambriento, de beber al sediento y refugio al peregrino”. También os he recordado los preceptos del Padre, entre los que figura rotundo “no matarás”. Y no solo al otro, sino tampoco a vosotros mismos, porque “nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida”, tal que dijera Pablo a sus discípulos de Éfeso. Empero del mismo modo que Dios es uno y es trino, el individuo no es un todo en sí mismo. Vivís en sociedad, caros, míos, y como miembros della háis de comportaros.
El Padre ve con buenos ojos el socorro prestado al necesitado, mas jamás aprobaría que hendierais un puñal en vuestro pecho. Como Abraham, un día podréis ofrecer agua y pan al forastero que llega hasta las puertas de vuestro hogar. Tal vez seáis capaces de hacerlo durante una semana; quizás un mes o un año mas, ¿seríais capaces de hacerlo eternamente, condenando a vuestra familia al infierno del hambre y la sed?
Sabed que toda creación del Sumo Hacedor es buena, pero en exceso se torna letal. El plátano es una gran fuente de potasio, un elemento necesario para la vida, pero ingerir cuarenta en un día puede ocasionar la muerte. La misma morfina que calma el dolor, en cantidades mayores mata. Hasta el agua, tan necesaria, es un peligro en exceso.
Por eso, este anciano y ajado monje os pregunta: ¿cuántos hambrientos podéis sentar a diario a vuestra mesa? Más aún ¿cuántos puede asumir esta nación sin morir en el intento?
Porque, yo os digo, que todo socorro proferido al inmigrante que llega a nuestra puerta, después de sortear un via crucis de penalidades, es digno de elogio por parte de este fraile y también por la de Aquel que todo lo puede, empero, si lo que acogéis es una muchedumbre continua e ingente, no estáis ayudando a nadie, hendís una daga en el corazón de la sociedad que formáis todos, que acabará desangrando vuestro cuerpo colectivo.
Los inmigrantes que llegan a nuestras costas, tomados de uno en uno son personas como vosotros, mas todos juntos se convierten en un problema. Romper el equilibrio social permitiendo la entrada masiva de personas a un país con recursos limitados no es una opción. Tampoco lo es obviar qué está ocurriendo.
Estamos obligados a ponderar el desgaste que esta situación genera en la sociedad, y si la comunidad conformada por todos está en condiciones de asumirlo. Es deseable dar de comer a todos los hambrientos, de beber a todos los sedientos y refugio a todos los peregrinos. Pero este hijo de Dios que os habla carece de pan para repartir ni tan siquiera una miga a todos los necesitados y de suficiente agua para calmar toda la sed del mundo. Y, en verdad os digo, que no hay convento en el que quepa África entera.
No siempre es posible cumplir todos los deseos, y es preciso buscar el equilibrio entre hacer bien al prójimo y no morir en el intento. Ése es el menester del gobernante: salvaguardar el interés de la nación para que todos sus hijos puedan seguir viviendo y amando. Y, en tanto, vale.