La defensa de los defensores


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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL

Quienes no pertenecen al mundo del derecho -esa cosa de la que, como en el caso del fútbol, todo el mundo entiende y opina-, ante un crimen especialmente bestial y repulsivo, suelen descargar su frustración y su ira no sólo contra el victimario, sino también, y en virtud de extendidos prejuicios tribales, contra su abogado defensor.

Te explican que, al defender lo que no tiene defensa posible, el abogado se convierte en una especie de socio canalla que participa de la inhumanidad de su defendido.

El monstruo debe, según esa apasionada creencia, ser destruido, lapidado. No merece juicio alguno porque no hay duda de su abyección palmaria. Aquella bella película “Matar a un ruiseñor”, intentaba explicar que la civilización exige, para sobrevolar la maldad humana y restañar la propia humanidad de los demás, algo más que el linchamiento o el talión.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, los supervivientes necesitaban que un juicio supremo sobre crímenes de una dimensión desconocida, y no tipificada precisamente por ello, tratase de explicar cómo el ser humano había llegado a esos extremos insuperables de vesania. Se dice que Stalin, como supremo vencedor, exigía en el proceso de Nuremberg a las otras potencias vencedoras no menos de cincuenta mil fusilamientos para equilibrar el daño infligido a tanta gente inocente. No se aceptó esa cifra, casi bíblica

Resultaba preciso, sin embargo, escenificar la sustitución de la venganza por algo que pudiera explicar a la Historia qué es lo que había pasado, calmando, de alguna manera, las expectativas de la sociedad y abriendo un nuevo capítulo de un libro incesantemente sangriento.

En palabras del Fiscal norteamericano Jackson: “Puede ser que estos hombres de conciencia atribulada, cuyo único deseo es que el mundo les olvide, no consideren que este juicio es un favor. Pero tienen una oportunidad justa de defenderse, un favor que, cuando estaban en el poder, raramente concedieron a sus compatriotas. A pesar del hecho de que la opinión pública ya condena sus actos, reconocemos que se les debe conceder la presunción de inocencia, y aceptamos el peso de demostrar los crímenes y la responsabilidad de estos acusados en su comisión (…)”.

Veinticuatro personas fueron condenadas a muerte de las que doce fueron ejecutadas. El ejército alemán vencido tuvo que pagar su cuota en este proceso en las distintas armas que participaron en la contienda. En principio podría pensarse que un ejército es una máquina neutral de unas decisiones demoníacas.

La mayoría de los acusados admitieron haber cometido los crímenes de los que se les acusaba, aunque la mayor parte declaró que seguían órdenes de una autoridad superior (“obediencia debida”).

Es singular la diferencia entre los muy distintos destinos que el juicio les depararían a Wilhelm Keitel (mariscal de campo y jefe de las fuerzas armadas) ahorcado el 16 de octubre de 1946, y a Karl Dönitz (jefe de la marina alemana entre enero de 1943 y mayo de 1945).

Dönitz había sido nombrado por Hitler en su testamento su sucesor y heredero del Tercer Reich. Como máxima autoridad tras la desaparición de Hitler, en cuanto presidente del Reich, Dönitz autorizó al general Jodl (que sería ahorcado en la misma fecha que Keitel) la firma de la capitulación de Alemania.

Era, por tanto, la más alta figura del Tercer Reich entre todos los que fueron juzgados. Se podía presumir que su destino sería el mismo por aquello tan poco jurídico de la “ejemplaridad”.

Se le acusaba de dictar la siguiente orden (Orden Nº 154) sobre la guerra submarina: «Está prohibido el salvamento de los navíos echados a pique, es decir, recoger a los náufragos o distribuir víveres y agua potable. Porque el salvamento es contrario a las exigencias más elementales de la guerra en el mar».

Dönitz personalmente encomendó su defensa a Otto H. Kranzbühler, oficial jurídico de la armada alemana. Dönitz no era simplemente un militar de la más alta graduación, era también miembro del partido nazi. Su defensor consiguió una declaración del almirante estadounidense Chester Nimitz, que en un cuestionario, respondió a la siguiente pregunta del abogado de Dönitz:

-Dönitz.- “¿Fue por una orden o causa de la práctica de la guerra que se les prohibió a los submarinos salvar a las tripulaciones y los pasajeros de los barcos mercantes hundidos sin advertencia previa, en el caso de que con esto se pusiera en peligro la seguridad de la propia embarcación?".

-Nimitz.- “Generalmente los submarinos no salvaron a las tripulaciones de los barcos enemigos, pues esto hubiese representado un peligro para ellos o, en todo caso, le hubiese impedido llevar a cabo la misión que se les confiaba…". (Joe J. Heydecker y Johannes Leeb, “El proceso de Nuremberg", editorial Bruguera Barcelona,1963, página-329).

Probablemente esa pregunta y esa respuesta apartaron de la horca al almirante Dönitz, cuya condena fue “Diez años y veinte días”, el título de sus Memorias. Que piensen en ello quienes consideran innecesarios a los defensores de cualquier causa, por ser aparentemente imposible de defender. Que piensen en ello los abogados que opinen que sus clientes no merecen su defensa y los abandonan en medio del proceso como a esos pasajeros de mercantes hundidos por el arma de submarinos.