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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL
- Dígame, Koldo, ¿cómo se llega, desde la honesta profesión de portero de prostíbulo a ser consejero de RENFE?
- Pues verá, señor juez, como decía aquél, degenerando... degenerando. En ese oficio mío en la puerta se conoce a mucha gente, y no crea, señoría, no todos son ministros.
Yo era joven y, ya sabe usted…, las malas compañías, mi madre me advirtió, pero no hice caso de sus amorosos consejos. Uno, pese a mi apariencia, y a que puedo derribar a un buey de un puñetazo, siempre ha sido, y soy, débil, me dejo influir por los demás con facilidad: los caminos de rosas... ya sabe usted... una vida fácil. Yo tenía mala cabeza.
Empecé trabajando de aizkolari en mi pueblo navarro, pero, claro, eso no tenía mucho futuro, quería casarme con alguna de las doncellas del lugar y barruntaba que a los cuarenta y pocos años ya habría de colgar las botas. Bueno, mejor dicho, el hacha…
Por otra parte yo quería crecer como persona, por dentro me refiero, sabe usted, interiormente, que por fuera, ya lo ve, Su Señoría, lo conseguí pronto en el saludable ambiente de los aizkolaris y los puteros. Formarme, desbastar y esculpir con cuidado mi mente. Siempre fui un joven de pretensiones intelectuales, estudioso especialmente de la poesía lírica alto medieval, y no encontraba el adecuado ambiente entre los aizkolaris con los que me eduqué. Me sentía incomprendido y diferente.
Probé así fortuna en una bolsa de empleo de porteros de prostíbulo y obtuve una alta puntuación y fui seleccionado. Tenía conocimientos de Derecho Constitucional y fortuna: me cayó el tema de la igualdad de los españoles ante la ley, que desarrollé brillantemente. Y especialmente destaqué en el tema sobre Gonzalo de Berceo. Siempre he sido “fan” de Gonzalo de Berceo. Tuve suerte.
No menos brillante fue mi ejecutoria en la profesión: rompí algunas cabezas y puse orden en la clientela (usted, por supuesto, lo ignora, pero no es fácil) y pronto gocé de la estima de los jefes. Era también popular en mi pueblo, del que llegué a ser concejal…
Así, noche tras noche, tras charlar de mil cosas en la puerta, llegué a trabar una buena amistad con un caballero.
Mis acertadas observaciones sobre el Poema de la reina doña Leodegundia (Versi domna Leodegundia regina) acabaron de convencerlo y me dijo que tenía una oferta que sería muy provechosa, aunque tendría que mudarme a Madrid. Quería alguien como yo: fuerte, musculoso, decidido y amante de la poesía lírica.
Así entré en la administración de acuerdo a los principios de igualdad, mérito y capacidad. Mi oficio siguió siendo servir y proteger. De otra forma.
Un buen día, aunque a altas horas de la noche, solicitó mis servicios un alto cargo del Estado, al que acompañé al aeropuerto de Barajas. Al parecer tenía una fugaz entrevista con una ministra bolivariana y necesitaba un coche discreto. Lo recuerdo porque tuve que acarrear cuarenta maletas de aquella dama. Maletas cuyo contenido, señor juez, se lo juro, y como todos los españoles, sigo ignorando.
Pero a fe mía que pesaban lo suyo. A pesar de usar mi modesto vehículo, los periodistas, como siempre, son unos bocazas y hubo un pequeño escándalo del que salimos bien parados.
Quizá por aquel enorme esfuerzo, que no había repetido desde mis tiempos de aizkolari, fui promovido como consejero de RENFE…, pero por favor, que no trascienda esto. Mi madre sigue pensando que trabajo en el prostíbulo.
- Pues verá, señor juez, como decía aquél, degenerando... degenerando. En ese oficio mío en la puerta se conoce a mucha gente, y no crea, señoría, no todos son ministros.
Yo era joven y, ya sabe usted…, las malas compañías, mi madre me advirtió, pero no hice caso de sus amorosos consejos. Uno, pese a mi apariencia, y a que puedo derribar a un buey de un puñetazo, siempre ha sido, y soy, débil, me dejo influir por los demás con facilidad: los caminos de rosas... ya sabe usted... una vida fácil. Yo tenía mala cabeza.
Empecé trabajando de aizkolari en mi pueblo navarro, pero, claro, eso no tenía mucho futuro, quería casarme con alguna de las doncellas del lugar y barruntaba que a los cuarenta y pocos años ya habría de colgar las botas. Bueno, mejor dicho, el hacha…
Por otra parte yo quería crecer como persona, por dentro me refiero, sabe usted, interiormente, que por fuera, ya lo ve, Su Señoría, lo conseguí pronto en el saludable ambiente de los aizkolaris y los puteros. Formarme, desbastar y esculpir con cuidado mi mente. Siempre fui un joven de pretensiones intelectuales, estudioso especialmente de la poesía lírica alto medieval, y no encontraba el adecuado ambiente entre los aizkolaris con los que me eduqué. Me sentía incomprendido y diferente.
Probé así fortuna en una bolsa de empleo de porteros de prostíbulo y obtuve una alta puntuación y fui seleccionado. Tenía conocimientos de Derecho Constitucional y fortuna: me cayó el tema de la igualdad de los españoles ante la ley, que desarrollé brillantemente. Y especialmente destaqué en el tema sobre Gonzalo de Berceo. Siempre he sido “fan” de Gonzalo de Berceo. Tuve suerte.
No menos brillante fue mi ejecutoria en la profesión: rompí algunas cabezas y puse orden en la clientela (usted, por supuesto, lo ignora, pero no es fácil) y pronto gocé de la estima de los jefes. Era también popular en mi pueblo, del que llegué a ser concejal…
Así, noche tras noche, tras charlar de mil cosas en la puerta, llegué a trabar una buena amistad con un caballero.
Mis acertadas observaciones sobre el Poema de la reina doña Leodegundia (Versi domna Leodegundia regina) acabaron de convencerlo y me dijo que tenía una oferta que sería muy provechosa, aunque tendría que mudarme a Madrid. Quería alguien como yo: fuerte, musculoso, decidido y amante de la poesía lírica.
Así entré en la administración de acuerdo a los principios de igualdad, mérito y capacidad. Mi oficio siguió siendo servir y proteger. De otra forma.
Un buen día, aunque a altas horas de la noche, solicitó mis servicios un alto cargo del Estado, al que acompañé al aeropuerto de Barajas. Al parecer tenía una fugaz entrevista con una ministra bolivariana y necesitaba un coche discreto. Lo recuerdo porque tuve que acarrear cuarenta maletas de aquella dama. Maletas cuyo contenido, señor juez, se lo juro, y como todos los españoles, sigo ignorando.
Pero a fe mía que pesaban lo suyo. A pesar de usar mi modesto vehículo, los periodistas, como siempre, son unos bocazas y hubo un pequeño escándalo del que salimos bien parados.
Quizá por aquel enorme esfuerzo, que no había repetido desde mis tiempos de aizkolari, fui promovido como consejero de RENFE…, pero por favor, que no trascienda esto. Mi madre sigue pensando que trabajo en el prostíbulo.