Confesiones y despedida de un ochentón (II)


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AMANDO DE MIGUEL

EL PASADO 3 de septiembre fallecía a los 86 años el sociólogo Amando de Miguel, un pensador español que dedicó toda su vida profesional a estudiar la sociedad española y a defender la libertad de los individuos. Queda de ello constancia en sus 122 libros (ensayos y novelas). A la correcta expresión escrita y hablada también dedicó buena parte de sus publicaciones, que trasladadas al formato artículo de prensa se cuentan por miles, o más.

Amando fue un hombre extremadamente educado, íntegro, leal, fiable, el mejor conversador, un amante del conocimiento en su más extensa expresión; un protector de los derechos constitucionales, un enemigo de las derivas políticas y los intolerantes nacionalismos en España. Una persona, en suma, altísimamente respetada por la intelectualidad de la nación. Y también por los que le conocieron más allá de nuestras fronteras.

Catedrático emérito de la Universidad Complutense y profesor en las universidades de Yale, Florida y Texas, desde 2014 era colaborador de este medio.

Hoy, recordándolo con mucho cariño y respeto, reproducimos un largo escrito que nos dedicó a modo de “testimonio testamentario, unas confesiones de lo que han sido mis papeles primordiales a lo largo de una larga vida”.



AMANDO DE MIGUEL.- Jubilado como catedrático (del griego “el que está sentado”) de la Universidad, he procurado siempre que mis clases u otras intervenciones orales tuvieran siempre el respaldo de un original escrito. Esa es la explicación de por qué he publicado tantos libros. Como es natural, el texto no lo leo, pero así los oyentes pueden disponer de una versión escrita, que es la auténtica. Es sabido que las palabras se las lleva el viento, mientras que los escritos permanecen (scripta manent) para mal y para bien, según los casos. Hoy se puede multiplicar de modo generoso el número de oyentes gracias al texto impreso o guardado informáticamente.

A pesar de la gran facilidad que suponen los textos reproducidos, no hay estímulo mejor para aprender y disfrutar que el seguir de modo presencial la intervención de un maestro. Da igual que sea escritor, profesor o conferenciante. Vale todo el que tenga algo que decir desde lo alto de un estrado más o menos simbólico. Ni siquiera la percepción de un vídeo o similar consigue la cantidad y calidad de información que se puede recibir con la asistencia personal a una “lección”. De ahí que la enseñanza on line nunca podrá superar la capacidad de transmisión que poseen las sesiones presenciales.

Lo más interesante en la vida es tratar personalmente a otros individuos y llegar a conocerlos bien. La mayor parte de las conversaciones corrientes se resuelven en referencias continuas a otras personas que previamente conocen o deben de conocer los interlocutores. Al encontrarse formalmente dos personas suelen darse la mano o un abrazo. Son gestos inconscientes para indicar que van sin armas.

Se podría pensar que hoy, con la dichosa internet, el Google y todos los demás archiperres informáticos, ya no se necesitan los maestros, conferenciantes o escritores. Nada de eso. El complejo “internético” nos transmite de forma instantánea una fabulosa cantidad de textos, datos, noticias, imágenes. Sin embargo, no es capaz de competir con la inmensa capacidad de asociar ideas, enlazar razonamientos, sugerir conclusiones, que puede comunicar un profesor en sus clases o un escritor a través de sus obras. Ese es el meollo de lo que llamamos civilización, esto es, los habitantes de un espacio amplio en cuanto se comunican con provecho.

Como es natural, la experiencia como estudiante de muchas clases (no todas) ha supuesto para mí un valioso enriquecimiento. Tal resultado se aprecia mejor con el paso de los años, cuando uno se va olvidando de lo que tuvo que retener para los obligados exámenes. Lo que importa es el sedimento o esencia que queda, pero sobre todo el hábito de discurrir, asaz placentero.

En los últimos cursos de mi bachillerato, me despertaron una gran curiosidad las conferencias que nos daban en el colegio algunos antiguos alumnos. Ya como profesor adjunto de la Universidad Autónoma de Madrid, recuerdo la excelente impresión que produjo a los alumnos y a mí mismo la conferencia de un economista octogenario, Román Perpiñá. Le invité a esa sesión para que los alumnos conocieran a una persona que me había influido mucho con sus libros. Precisamente, aquel día me dedicó uno con esta dedicatoria: “Para Amando de Miguel, recordándole que no hay familias sino hogares”. Quería decir que el estudio de una sociedad requiere la consideración del factor espacial, esto es, la precisión de en qué lugar y tiempo suceden los hechos analizados. Seguí un consejo tan oportuno en muchos de mis trabajos, casi siempre referidos a la España contemporánea. La dedicatoria de don Román fue para mí un verdadero descubrimiento, que iba a corroborar después con otras influencias.

Sea cual fuere la carrera que uno estudie o la dedicación profesional en que luego se ocupe, lo fundamental es vivirla. No es operación sencilla, si hemos de ser un poco exigentes. Se manifiesta primordialmente en la capacidad para buscar un orden (y encontrarlo) en las observaciones que uno hace y aprender a distinguir y comparar. Son técnicas que no se aprenden bien en ninguna asignatura. De modo ideal son las cualidades de un científico, pero también las de cualquier persona que haya logrado madurar lo suficiente. Por tanto, son bastante raras. Mi conclusión podría parecer petulante, y lo es. Reconozco también que las dos cualidades dichas las he conseguido desarrollar gracias a las oportunidades que me ha dado una existencia que muchas veces me ha resultado azarosa o atribulada. Sin embargo, ahora considero que ha tenido bastante sentido.

Me he preguntado algunas veces cómo es que el tipo de Sociología que yo he desarrollado difiere tanto de la que caracteriza a muchos de mis colegas compatriotas. La Sociología que yo practico es la que aprendí fundamentalmente en la Universidad de Columbia (Nueva York), sobre todo de la mano de Juan J. Linz. Se trata de una Sociología comparada al proponerse la explicación de los hechos sociales a lo largo de estas dos dimensiones: (1) “Dónde” tienen lugar, esto es, el espacio social. (2) “Cuándo” suceden, o lo que es lo mismo, el factor cronológico, el calendario. Algo tan simple difiere mucho del tipo de Sociología que suelen cultivar muchos de mis colegas residentes en España. La cual viene a ser más bien algo así como una Sociología esencialista, aunque pueda revestirse de teoría. En esto como en casi todo me encuentro con que mi trayectoria intelectual difiere mucho de la establecida o la dominante en mi país.

En 1963, después de tres años de intensa estadía en los Estados Unidos, tras haberme empapado de la Sociología comparada de mi maestro Linz, regresé a España. No era consciente de la frenética etapa de “calvariar” que me esperaba. No pude incorporarme inmediatamente a la Universidad, pues los estudios en Columbia no se consideraban como mérito; eran más bien un obstáculo para la carrera académica. Así que di en la aventura intelectual de dedicarme a levantar encuestas, primero como directivo de una empresa, Iberométrica, y después al frente de una empresa de nueva creación: Data. Una generación más tarde, con mi hijo Iñaki, montamos otra empresa del mismo ramo, Tábula-V, donde desarrollé la mayor parte de mis trabajos empíricos. Era una novísima vía de estudiar la sociedad a través de porcentajes e índices numéricos.

Debo recordar que, durante los primeros años de estudiante graduado y de profesional, los porcentajes los calculaba manualmente con una regla de cálculo. Incluso llegué a utilizar una ingeniosa regla de cálculo circular que construyó mi hermano José Luis, a la sazón estudiante de Arquitectura. Esa agobiante labor de cálculo mejoró sustancialmente con la adopción de los ordenadores de mesa a partir de los años 80, asunto en el que me metió mi hijo Iñaki. Antes de eso, en España y sobre todo en los Estados Unidos, pude servirme de los ordenadores IBM, que se llamaban sin ironía “cerebros electrónicos”. Seguramente fui el primer español del ramo de Letras que utilizó tales cachivaches para la tesis doctoral y los primeros trabajos científicos.

En 1969, tras la experiencia de dirigir Data (haciendo sobre todo encuestas de mercados), abrí un despacho profesional independiente. Ahora podría parecer una dedicación rutinaria, pero hace más de medio siglo constituía una provocación. Puse en la puerta este rótulo: “Amando de Miguel, sociólogo”. Ni siquiera existía tal profesión. La prueba fue que, al tener que declarar el nuevo trabajo a efectos fiscales, me percaté de que Hacienda no había previsto la nueva actividad de “sociólogo”. La palabra sonaba a algo así como “socialista”. De momento, ante mi solicitud, el Fisco incluyó mi actividad en la casilla residual de “magos y prestidigitadores”. La verdad es que la amalgama tenía cierto sentido.

La iniciativa de hacer Sociología en una empresa o en un despacho profesional no fue solo por un talante innovador; más bien se aproximó a una desesperada, porque no había otra. Antes de partir como estudiante para los Estados Unidos había empezado a dar clases en la Universidad como “ayudante” (sin sueldo) de Manuel Fraga y de otras cátedras. A mi vuelta, después de la estadía en Columbia (Nueva York) y en el Ford Center de Stanford (California), como ayudante de Juan J. Linz, no encontré acomodo en la Complutense. Ya se sabe, el que fue a Sevilla perdió su silla. Se me había olvidado el peso que tienen las envidias en nuestro país. Así que me vi impelido a buscarme mi vida profesional por mi cuenta. Me percaté de que, cuando uno no encuentra trabajo, se lo inventa. Claro que para que funcione este voluntarismo hay que tener suerte. Solo que la suerte no es más que el conjunto de factores cuyo peso no conocemos.

Aprendí a “hacer encuestas” de la mano de mi maestro Juan J. Linz, el español más influyente en el mundo dentro del ramo de la Sociología y la Ciencia Política. La suerte quiso que Linz viniera a España el año en que yo concluía mi licenciatura en Políticas. Me topé con él en una conferencia que dio a los alumnos de la Escuela de Organización Industrial, donde yo seguía un curso de postgrado. El efecto de tal conferencia fue una especie de “caída del caballo” por lo que respecta a descubrir la Sociología empírica, aplicada o comparada. Era entonces un exotismo e incluso una actividad considerada por el poder como sospechosa. Antes de embarcarme para los Estados Unidos empecé como entrevistador en la encuesta sobre los empresarios españoles que estaba dirigiendo Linz. Mi maestro me regaló el libro seminal de Paul F. Lazarsfeld, The Language of Social Research. Era entonces el nuevo catecismo de la Sociología empírica.