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CLEMENTE FLORES
EN ESTA ÉPOCA atravesamos, especialmente los octogenarios,
momentos en los que vemos desmoronarse, con pasmosa facilidad,
nuestras creencias y rutinas de vida más acendradas, llevándose por
delante nuestras ideas, aparentemente firmes, arrastradas sin
aparente oposición por los vientos de las nuevas doctrinas que soplan.
Escribo este artículo en febrero, mes en que se aprueba la Ley del Maltrato Animal, y se disparan mis tribulaciones comparando lo que hoy se impone con aquello otro que ha dominado en el tiempo que he vivido. Cuando pienso la tenacidad y el empeño con que, siendo niño, perseguía gatos y perros apedreándoles impunemente, de forma claramente asilvestrada por las calles de Mojácar y sin recriminación de ciudadano alguno, y a comparar con lo que nos acaba de caer con la nueva ley, pienso claramente que me debo estar equivocando de fechas.
Como sé que no es así, antes de meternos en harina intentando poner alguna luz sobre el cómo, el cuándo y el porqué de estas nuevas obligaciones vinculadas a los derechos de los animales, he decidido contar, primero, de dónde venimos.
Intentando investigar la cultura que, en cuanto al trato de animales, yo me encontré al nacer, me he remontado siglos atrás buceando en nuestra historia, porque sigo pensando que los hombres somos, en parte, frutos de ella y las ideas y costumbres se enseñan y heredan.
Durante siglos, la ideología cultural imperante, orientada según los valores de la tradición judío-cristiana, justificaba la utilización y el libre consumo, en beneficio del hombre, de todos los recursos que ofrece la naturaleza, incluyendo, sin limitaciones, los animales.
El hombre ocupaba el centro del universo por estar hecho a imagen y semejanza de Dios. La naturaleza, en su conjunto, se justificaba en cuanto era útil a los hombres y estaba a su libre disposición.
Las bases de estas ideas estaban recogidas en el primer relato del Génesis: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza, que tenga dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre las bestias salvajes y sobre los reptiles de la tierra”, y los bendijo Dios diciendo: “Creced y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla, dominad en los peces del mar, en las aves del cielo y todos los animales que se mueven por la tierra”. Y esas fueron durante cientos de años las ideas que rigieron en el comportamiento de los hombres para con los animales, marcado siempre por relaciones de poder, uso y disfrute al hilo de lo cual no quiero privaros de un relato referido a lo que sucedió en el Levante almeriense en relación con los pájaros, de los que se supuso andaban compitiendo con los hombres por los trigos de sus sementeras.
Mi relato se centra en el siglo XVIII, al que los franceses y muchos europeos llamaron el “Siglo de las Luces”, y que nosotros aprovechamos, según vamos a relatar, para intentar acabar con los pájaros autóctonos y ultramarinos que nos robaban las sementeras.
Transcurría 1729 y era corregidor (representante del rey con amplias atribuciones militares, judiciales y políticas) el abogado D. Pedro Moya Pardo, abogado del Real Consejo de Castilla. Para preservar las sementeras el Sr. Corregidor dijo que la buena administración conviene a todos los vecinos de esta ciudad y demás lugares de su jurisdicción, “continuando en lo que en los demás años se practica se dediquen a matar los pájaros dañinos que se encuentran en el tiempo que granan los trigos”, por lo cual, y para que tenga éxito su providencia, será conveniente que se haga saber que dentro de quince días, a contar a partir de mañana, todos los vecinos de cualquier calidad acordaren que cada un vecino mate seis pájaros de los que se derivasen daños a la sementera, con la obligación, dentro del mismo término, de registrarlo ante el escribano. “El incumplimiento se castigará con la pena de cuatro maravedís y se despacha papel de acuso para que lo hagan cumplir los alcaldes y regidores y autoridades del mismo término de haberse excuso de apercibimiento de que se actuara contra ellos a lo que haya lugar por este auto”. La orden corrió como la pólvora y fue muy bien acogida y exitosa, a juzgar por la anotación registral en la que Ginés Simón, ministro ordinario, resalta los méritos de toda clase de vecinos para aniquilar el mayor número posible de pájaros nocivos a las sementeras: “En esta ciudad se ha promulgado bando para que todos los vecinos incluso soldados como dueños de haciendas maten y registren cada uno la cantidad de seis pájaros que se han asignado. Todos generalmente así eclesiásticos como soldados y vecinos lo han ejecutado por su bien y a ello se han obligado como dueños de haciendas en conformidad con lo que en todas partes se ejecuta. También D. Francisco Urrutia comandante de esta guarnición ha dado por sus cabos de escuadra orden a los solados de que ninguno deje de hacerlo…”
Deducimos que el exterminio de gorriones, calandrias y jilgueros debió ser un éxito popular que llegó a tomar tintes de cruzada, porque encontramos datos de que cincuenta años después, la campaña no sólo se mantenía cada año, sino que estaba apoyada y autorizada por el más alto tribunal que era el Real y Supremo Consejo de Castilla.
“He recibido y pasado al Consejo la carta escrita en fecha 25 de mayo próximo en que me avisa de la nueva especie de pájaros semejantes a gorriones, que se han manifestado en ese país, y del daño que causan en los trigos de que ya tengo noticia por la que me ha dado el corregidor de Murcia: y está bien haya VM. tomado las providencias que refiere para extinguirlos: las cuales continuará VM. usando de los medios de ofrecer y repartir algunos premios, o gratificaciones a los muchachos, pastores y otras personas del campo que tienen alguna inteligencia y práctica, para lo que puede conducir el uso de la liga, en varetas, cañas y esparto como se ejecuta en diferentes pueblos donde cada vecino tiene obligación de presentar diariamente el numero de pájaros que se les reparte cuando la concurrencia es excesiva, dándome VM cuenta de lo que fuere ocurriendo. Dios guie a SM. Madrid 1º de junio de 1779”.
Fiel al mandato, D. Manuel Serrano Alcalde Mayor de Vera, Mojácar y sus partidos escribió: “y para que se cumpla la orden del Real y Supremo Consejo de Castilla mando se pase por vereda a los pueblos en que se han manifestado los pájaros de que habla y también a los circunvecinos para su persecución y extinción y la experiencia ha acreditado que el mejor medio de ahuyentarlos y extinguirlos es el de derribar sus nidos con cañas o palos y sacudir los huevos y quemar la materia de que los construyen y fabrican. Para prevenir su pronta edificación se use de este medio y de los demás que la Justicia juzguen oportunos y convenientes…
Se enviaron, en este caso, 79 escritos a otros tantos pueblos y ciudades por medio de un veredero (mensajero) al que había que pagarle tres reales de vellón y entretenerlo poco y darle, además, una constancia escrita de haberlo recibido. (“Cúmplase y guarde el despacho que va por cabeza como asimismo las dos ordenes que se citan. Firma Francisco Alejo Zuazo teniente de alcalde de la Ciudad de Mojácar. En ella a 25 de junio”). Según la historia, todos los vecinos de los 79 pueblos contribuyeron al exterminio matando al menos seis pájaros cada uno, pero fueron muchos más porque se emplearon otros medios como los tiros de pólvora, a la vista de lo cual, y para ser más efectivos, el Sr. fiscal, D. Antonio Carrillo, desde Granada, acordó, entre otras cosas, que del caudal de los pueblos donde se experimentó dicha plaga de pájaros se abonen al expresado corregidor de la Ciudad de Vera las cantidades invertidas en pólvora. Hoy sabemos que, pese al empeño, no acabaron con los pájaros. Durante cientos de años el hombre se ha servido de los animales para los más variados usos y trabajos y estos le han proporcionado ingentes cantidades de energía y de alimentos. Sin caballos, elefantes y camellos el comercio nunca se hubiera desarrollado y por eso el hombre los ha cuidado y alimentado. Nunca se les ha reconocido ningún derecho porque eso hubiese sido “ofender a Dios”, aunque existiesen excepciones, como S. Francisco, que les llamó hermanos. Lo que mi generación heredó fue algo parecido a lo que hemos relatado. Desconsideración y malos tratos. El refranero popular es una fuente inagotable de ejemplos: “A la burra preñada cargarla hasta que para”, “Palo al burro blanco, palo al burro negro, y palo a todo burro que no ande derecho”, “El aldeano al gorrión, con palo y con perdigón”, “El que tiene una burra y la vende, lo que no se ha montado, eso se pierde”. Esas eran las ideas y la cultura imperante cuando hace ochenta años vine al mundo. Seguiremos hablando de como ha cambiado su situación y la nuestra./div>
Escribo este artículo en febrero, mes en que se aprueba la Ley del Maltrato Animal, y se disparan mis tribulaciones comparando lo que hoy se impone con aquello otro que ha dominado en el tiempo que he vivido. Cuando pienso la tenacidad y el empeño con que, siendo niño, perseguía gatos y perros apedreándoles impunemente, de forma claramente asilvestrada por las calles de Mojácar y sin recriminación de ciudadano alguno, y a comparar con lo que nos acaba de caer con la nueva ley, pienso claramente que me debo estar equivocando de fechas.
Como sé que no es así, antes de meternos en harina intentando poner alguna luz sobre el cómo, el cuándo y el porqué de estas nuevas obligaciones vinculadas a los derechos de los animales, he decidido contar, primero, de dónde venimos.
Intentando investigar la cultura que, en cuanto al trato de animales, yo me encontré al nacer, me he remontado siglos atrás buceando en nuestra historia, porque sigo pensando que los hombres somos, en parte, frutos de ella y las ideas y costumbres se enseñan y heredan.
Durante siglos, la ideología cultural imperante, orientada según los valores de la tradición judío-cristiana, justificaba la utilización y el libre consumo, en beneficio del hombre, de todos los recursos que ofrece la naturaleza, incluyendo, sin limitaciones, los animales.
El hombre ocupaba el centro del universo por estar hecho a imagen y semejanza de Dios. La naturaleza, en su conjunto, se justificaba en cuanto era útil a los hombres y estaba a su libre disposición.
Las bases de estas ideas estaban recogidas en el primer relato del Génesis: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza, que tenga dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre las bestias salvajes y sobre los reptiles de la tierra”, y los bendijo Dios diciendo: “Creced y multiplicaos, poblad la tierra y sometedla, dominad en los peces del mar, en las aves del cielo y todos los animales que se mueven por la tierra”. Y esas fueron durante cientos de años las ideas que rigieron en el comportamiento de los hombres para con los animales, marcado siempre por relaciones de poder, uso y disfrute al hilo de lo cual no quiero privaros de un relato referido a lo que sucedió en el Levante almeriense en relación con los pájaros, de los que se supuso andaban compitiendo con los hombres por los trigos de sus sementeras.
Mi relato se centra en el siglo XVIII, al que los franceses y muchos europeos llamaron el “Siglo de las Luces”, y que nosotros aprovechamos, según vamos a relatar, para intentar acabar con los pájaros autóctonos y ultramarinos que nos robaban las sementeras.
Transcurría 1729 y era corregidor (representante del rey con amplias atribuciones militares, judiciales y políticas) el abogado D. Pedro Moya Pardo, abogado del Real Consejo de Castilla. Para preservar las sementeras el Sr. Corregidor dijo que la buena administración conviene a todos los vecinos de esta ciudad y demás lugares de su jurisdicción, “continuando en lo que en los demás años se practica se dediquen a matar los pájaros dañinos que se encuentran en el tiempo que granan los trigos”, por lo cual, y para que tenga éxito su providencia, será conveniente que se haga saber que dentro de quince días, a contar a partir de mañana, todos los vecinos de cualquier calidad acordaren que cada un vecino mate seis pájaros de los que se derivasen daños a la sementera, con la obligación, dentro del mismo término, de registrarlo ante el escribano. “El incumplimiento se castigará con la pena de cuatro maravedís y se despacha papel de acuso para que lo hagan cumplir los alcaldes y regidores y autoridades del mismo término de haberse excuso de apercibimiento de que se actuara contra ellos a lo que haya lugar por este auto”. La orden corrió como la pólvora y fue muy bien acogida y exitosa, a juzgar por la anotación registral en la que Ginés Simón, ministro ordinario, resalta los méritos de toda clase de vecinos para aniquilar el mayor número posible de pájaros nocivos a las sementeras: “En esta ciudad se ha promulgado bando para que todos los vecinos incluso soldados como dueños de haciendas maten y registren cada uno la cantidad de seis pájaros que se han asignado. Todos generalmente así eclesiásticos como soldados y vecinos lo han ejecutado por su bien y a ello se han obligado como dueños de haciendas en conformidad con lo que en todas partes se ejecuta. También D. Francisco Urrutia comandante de esta guarnición ha dado por sus cabos de escuadra orden a los solados de que ninguno deje de hacerlo…”
Deducimos que el exterminio de gorriones, calandrias y jilgueros debió ser un éxito popular que llegó a tomar tintes de cruzada, porque encontramos datos de que cincuenta años después, la campaña no sólo se mantenía cada año, sino que estaba apoyada y autorizada por el más alto tribunal que era el Real y Supremo Consejo de Castilla.
“He recibido y pasado al Consejo la carta escrita en fecha 25 de mayo próximo en que me avisa de la nueva especie de pájaros semejantes a gorriones, que se han manifestado en ese país, y del daño que causan en los trigos de que ya tengo noticia por la que me ha dado el corregidor de Murcia: y está bien haya VM. tomado las providencias que refiere para extinguirlos: las cuales continuará VM. usando de los medios de ofrecer y repartir algunos premios, o gratificaciones a los muchachos, pastores y otras personas del campo que tienen alguna inteligencia y práctica, para lo que puede conducir el uso de la liga, en varetas, cañas y esparto como se ejecuta en diferentes pueblos donde cada vecino tiene obligación de presentar diariamente el numero de pájaros que se les reparte cuando la concurrencia es excesiva, dándome VM cuenta de lo que fuere ocurriendo. Dios guie a SM. Madrid 1º de junio de 1779”.
Fiel al mandato, D. Manuel Serrano Alcalde Mayor de Vera, Mojácar y sus partidos escribió: “y para que se cumpla la orden del Real y Supremo Consejo de Castilla mando se pase por vereda a los pueblos en que se han manifestado los pájaros de que habla y también a los circunvecinos para su persecución y extinción y la experiencia ha acreditado que el mejor medio de ahuyentarlos y extinguirlos es el de derribar sus nidos con cañas o palos y sacudir los huevos y quemar la materia de que los construyen y fabrican. Para prevenir su pronta edificación se use de este medio y de los demás que la Justicia juzguen oportunos y convenientes…
Se enviaron, en este caso, 79 escritos a otros tantos pueblos y ciudades por medio de un veredero (mensajero) al que había que pagarle tres reales de vellón y entretenerlo poco y darle, además, una constancia escrita de haberlo recibido. (“Cúmplase y guarde el despacho que va por cabeza como asimismo las dos ordenes que se citan. Firma Francisco Alejo Zuazo teniente de alcalde de la Ciudad de Mojácar. En ella a 25 de junio”). Según la historia, todos los vecinos de los 79 pueblos contribuyeron al exterminio matando al menos seis pájaros cada uno, pero fueron muchos más porque se emplearon otros medios como los tiros de pólvora, a la vista de lo cual, y para ser más efectivos, el Sr. fiscal, D. Antonio Carrillo, desde Granada, acordó, entre otras cosas, que del caudal de los pueblos donde se experimentó dicha plaga de pájaros se abonen al expresado corregidor de la Ciudad de Vera las cantidades invertidas en pólvora. Hoy sabemos que, pese al empeño, no acabaron con los pájaros. Durante cientos de años el hombre se ha servido de los animales para los más variados usos y trabajos y estos le han proporcionado ingentes cantidades de energía y de alimentos. Sin caballos, elefantes y camellos el comercio nunca se hubiera desarrollado y por eso el hombre los ha cuidado y alimentado. Nunca se les ha reconocido ningún derecho porque eso hubiese sido “ofender a Dios”, aunque existiesen excepciones, como S. Francisco, que les llamó hermanos. Lo que mi generación heredó fue algo parecido a lo que hemos relatado. Desconsideración y malos tratos. El refranero popular es una fuente inagotable de ejemplos: “A la burra preñada cargarla hasta que para”, “Palo al burro blanco, palo al burro negro, y palo a todo burro que no ande derecho”, “El aldeano al gorrión, con palo y con perdigón”, “El que tiene una burra y la vende, lo que no se ha montado, eso se pierde”. Esas eran las ideas y la cultura imperante cuando hace ochenta años vine al mundo. Seguiremos hablando de como ha cambiado su situación y la nuestra./div>