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PASEO ABAJO/Juan Torrijos
La noche se había metido en farras. Los cubatas bajaban por las gargantas, fríos como ellos solos, en una de esas noches cantadas por Al Gor, y que tienen al cambio climático como vil protagonista. El personal no veía la hora de irse a la cama, y la orquestaba atacaba una y otra vez con sus canciones la calurosa madrugada que los jóvenes no querían abandonar. Los altavoces dejaron de cumplir con su función.
El sol repuntaba por encima de la sierra, las vocalistas dejaron de enseñar sus muslos al personal, se apagaron las voces, enmudecieron las guitarras y la batería dejó de hacer sonar sus cueros. Los jóvenes buscaron la penúltima copa de la ya desaparecida noche de fiesta o verbena, los mayores, algunos, los más valientes, iniciaron el desfile a las casas.
Las siete y media de la mañana hacía tiempo que ya no se marcaban en el móvil de algunos. El sol anunciaba que ese día aparecía con fuego en sus fauces y en sus alas.
Vamos, que venía en plan político, a fastidiar y joder todo lo que pudiera.
Se celebraban las fiestas en un pequeño pueblo de Almería. El calor era insoportable, los chavales de la comparsa y los primeros viandantes sudaban tras su paseo mañanero por la calles del municipio. Había que buscar algo de fresco cómo y dónde fuese, ante el sol de justicia en plan Marlaska (con k) y aplatanador que caía furiosamente sobre el asfalto, y ante la falta de aire acondicionado en el bar del pueblo, eran casi las doce del mediodía, solo quedaba un lugar donde reponerse con el aire fresquito: la botica.
Al igual que a finales del siglo diecinueve, una botica se convertía en centro del pequeño universo en el que vivimos los humanos. Si en aquel momento un boticario, de nombre Juan Pemberton, le ofreció al mundo la gran bebida que habría de contentar a chicos y grandes (vino de coca fue su primer nombre), la botica de la que escribimos se convirtió en esa mañana de calor extremo en la salvación de ciudadanos. Y no solo por el frescor de su aire acondicionado, que también, pero especialmente porque como el señor Pemberton, el amigo Juan americano, el boticario almeriense y español al que nos referimos, ofrecía, junto al fresco aire acondicionado de su local, unas latas de rubia cerveza, fría como el hielo, espumosa, refrescante y lo suficientemente amarga como para abrirle a uno las ganas de buscar la segunda lata.
Para que luego digan algunos que los boticas no sirven para mucho. ¿Qué habría sido de tantos ciudadanos que apagaron en esa mañana su sed, que buscaron el frescor en ese líquido, traído al mundo en centros de santidad y oraciones al cielo por parte de una monja de nombre enrevesado, y que ofrecía generosamente el boticario del pueblo?
¿Una botica repartiendo cerveza? Sí, de que se extrañan ustedes, una botica americana, hace más de un siglo, ofrecía una bebida hecha con hojas de coca y cafeína, y se ha convertido con el paso del tiempo en el refresco más vendido en el mundo, en estas sin las hojas de coca. Ante el calor que pasaba los cuerpos, los sudores ante el tórrido calor que caía con justicia, el boticario de turno, el buen y querido amigo, no tenía mejor remedio en sus anaqueles de la farmacia que una rubia que recorriera los gaznates, llevando frescor y vida a la resaca de la noche anterior. Y agradecido le estaba el personal.
Ahora entiendo que nos guste más ir a los bares que a las boticas, deberían en estas ofrecer más cervezas y menos ibuprofeno. Con afecto y agradecimiento.
El sol repuntaba por encima de la sierra, las vocalistas dejaron de enseñar sus muslos al personal, se apagaron las voces, enmudecieron las guitarras y la batería dejó de hacer sonar sus cueros. Los jóvenes buscaron la penúltima copa de la ya desaparecida noche de fiesta o verbena, los mayores, algunos, los más valientes, iniciaron el desfile a las casas.
Las siete y media de la mañana hacía tiempo que ya no se marcaban en el móvil de algunos. El sol anunciaba que ese día aparecía con fuego en sus fauces y en sus alas.
Vamos, que venía en plan político, a fastidiar y joder todo lo que pudiera.
Se celebraban las fiestas en un pequeño pueblo de Almería. El calor era insoportable, los chavales de la comparsa y los primeros viandantes sudaban tras su paseo mañanero por la calles del municipio. Había que buscar algo de fresco cómo y dónde fuese, ante el sol de justicia en plan Marlaska (con k) y aplatanador que caía furiosamente sobre el asfalto, y ante la falta de aire acondicionado en el bar del pueblo, eran casi las doce del mediodía, solo quedaba un lugar donde reponerse con el aire fresquito: la botica.
Al igual que a finales del siglo diecinueve, una botica se convertía en centro del pequeño universo en el que vivimos los humanos. Si en aquel momento un boticario, de nombre Juan Pemberton, le ofreció al mundo la gran bebida que habría de contentar a chicos y grandes (vino de coca fue su primer nombre), la botica de la que escribimos se convirtió en esa mañana de calor extremo en la salvación de ciudadanos. Y no solo por el frescor de su aire acondicionado, que también, pero especialmente porque como el señor Pemberton, el amigo Juan americano, el boticario almeriense y español al que nos referimos, ofrecía, junto al fresco aire acondicionado de su local, unas latas de rubia cerveza, fría como el hielo, espumosa, refrescante y lo suficientemente amarga como para abrirle a uno las ganas de buscar la segunda lata.
Para que luego digan algunos que los boticas no sirven para mucho. ¿Qué habría sido de tantos ciudadanos que apagaron en esa mañana su sed, que buscaron el frescor en ese líquido, traído al mundo en centros de santidad y oraciones al cielo por parte de una monja de nombre enrevesado, y que ofrecía generosamente el boticario del pueblo?
¿Una botica repartiendo cerveza? Sí, de que se extrañan ustedes, una botica americana, hace más de un siglo, ofrecía una bebida hecha con hojas de coca y cafeína, y se ha convertido con el paso del tiempo en el refresco más vendido en el mundo, en estas sin las hojas de coca. Ante el calor que pasaba los cuerpos, los sudores ante el tórrido calor que caía con justicia, el boticario de turno, el buen y querido amigo, no tenía mejor remedio en sus anaqueles de la farmacia que una rubia que recorriera los gaznates, llevando frescor y vida a la resaca de la noche anterior. Y agradecido le estaba el personal.
Ahora entiendo que nos guste más ir a los bares que a las boticas, deberían en estas ofrecer más cervezas y menos ibuprofeno. Con afecto y agradecimiento.