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PASEO ABAJO/Juan Torrijos
Los nacidos tras el año 75 del siglo pasado poco saben de lo que suponía el 18 de julio en la vida de los ciudadanos españoles. A los más viejos ese día nos trae distintos recuerdos, los de la infancia y juventud, y los que se vivían con una edad en la que responsabilidad social y política empezaba a llamar a nuestra puertas.
Los de la infancia son los mejores. Nos mandaban nuestros padres la noche anterior a las playas a coger sitio, con unas cañas y unas sábanas con las que formábamos los clásicos tenderetes. Era una noche de fiesta, una madrugada de sueño y un día en la que nos encomendaban a los mayores el cuidado de las sandías que se sumergían en la orilla, donde las olas, las que iban y las que venían, mantenían fresquita hasta la hora de comer. Lo de fresquita es un decir, pero en aquellos tiempo nos parecía una maravilla.
Los de la juventud parecen perdidos entre brumas, juegos y chicas. Nos alejábamos de la familia, los pequeños hacían la labor hasta entonces encomendada a los mayores, y nosotros a intentar pasear palmito, el que podía, por las “arenicas” negras de nuestras playas.
Aquellas “arenicas” negras de San Miguel se nos llenaron de sangre una mañana, nos cantaría años después Pepe Sorroche, y los recuerdos, con la responsabilidad que dan los años, se mezclan con aquellas manifestaciones en las que se pedía libertad, coplas de Gerena y festivales de música donde se dejaba que los jóvenes gritaran hasta romperse la garganta durante horas y horas, se fumaran los primeros porros (contaban que era el propio régimen el que los metía en los recintos musicales para entretenimiento del personal) y salieran horas después con la impresión de que el mundo lo habían cambiado con sus gritos, su juventud y su ilusión.
Ya nadie se acuerda de aquellos 18 de julio de los años cincuenta, sesenta y los primeros cinco de la década de los setenta, y me parece bien que ocurra así. Pero, si uno vuelve la vista atrás, si buscamos en el álbum de nuestros recuerdos, ahí están las fotos, las fechas y lo que supuso a lo largo de las distintas etapas por la que pasamos. Hoy solo es un viejo cliché, feliz en la infancia, sorprendente en la juventud y esperanzador en la edad adulta.
Si me preguntan por la imagen que más recuerdo de aquellos días vividos esta es: Redonda, verde por fuera, roja por dentro y con pepitas negras llenando la carne fresca que sumergida en la orilla de la playa cuidábamos los hermanos mayores ante los paseantes y los que se empeñaban en jugar al fútbol donde cientos de redondas sandías pacían tranquilas esperando el momento de ser devoradas por las miles personas que se habían dado cita en la playa. Y es que, en aquellos años, el 18 de julio era el día para inaugurar los baños en el mar. No recuerdo el número de baños que había que darse, pero estaban tasados, no te podías dar más, según nuestras madres. Se lo preguntaré a algún viejo amigo, seguro que alguno se acuerda del número de baños que nos teníamos que dar en aquellas décadas de los cincuenta y sesenta.
Los de la infancia son los mejores. Nos mandaban nuestros padres la noche anterior a las playas a coger sitio, con unas cañas y unas sábanas con las que formábamos los clásicos tenderetes. Era una noche de fiesta, una madrugada de sueño y un día en la que nos encomendaban a los mayores el cuidado de las sandías que se sumergían en la orilla, donde las olas, las que iban y las que venían, mantenían fresquita hasta la hora de comer. Lo de fresquita es un decir, pero en aquellos tiempo nos parecía una maravilla.
Los de la juventud parecen perdidos entre brumas, juegos y chicas. Nos alejábamos de la familia, los pequeños hacían la labor hasta entonces encomendada a los mayores, y nosotros a intentar pasear palmito, el que podía, por las “arenicas” negras de nuestras playas.
Aquellas “arenicas” negras de San Miguel se nos llenaron de sangre una mañana, nos cantaría años después Pepe Sorroche, y los recuerdos, con la responsabilidad que dan los años, se mezclan con aquellas manifestaciones en las que se pedía libertad, coplas de Gerena y festivales de música donde se dejaba que los jóvenes gritaran hasta romperse la garganta durante horas y horas, se fumaran los primeros porros (contaban que era el propio régimen el que los metía en los recintos musicales para entretenimiento del personal) y salieran horas después con la impresión de que el mundo lo habían cambiado con sus gritos, su juventud y su ilusión.
Ya nadie se acuerda de aquellos 18 de julio de los años cincuenta, sesenta y los primeros cinco de la década de los setenta, y me parece bien que ocurra así. Pero, si uno vuelve la vista atrás, si buscamos en el álbum de nuestros recuerdos, ahí están las fotos, las fechas y lo que supuso a lo largo de las distintas etapas por la que pasamos. Hoy solo es un viejo cliché, feliz en la infancia, sorprendente en la juventud y esperanzador en la edad adulta.
Si me preguntan por la imagen que más recuerdo de aquellos días vividos esta es: Redonda, verde por fuera, roja por dentro y con pepitas negras llenando la carne fresca que sumergida en la orilla de la playa cuidábamos los hermanos mayores ante los paseantes y los que se empeñaban en jugar al fútbol donde cientos de redondas sandías pacían tranquilas esperando el momento de ser devoradas por las miles personas que se habían dado cita en la playa. Y es que, en aquellos años, el 18 de julio era el día para inaugurar los baños en el mar. No recuerdo el número de baños que había que darse, pero estaban tasados, no te podías dar más, según nuestras madres. Se lo preguntaré a algún viejo amigo, seguro que alguno se acuerda del número de baños que nos teníamos que dar en aquellas décadas de los cincuenta y sesenta.