Enseñanzas y vivencias del trato a los animales durante mi niñez


..

CLEMENTE FLORES

He intentado recoger los antecedentes históricos del caso que nos ocupa (la promulgación de la Ley del Maltrato Animal) pretendiendo explicar de dónde vienen históricamente nuestras ideas y costumbres en relación con el trato a los animales. Siguiendo una cierta lógica hoy me gustaría recoger, en primer lugar, cómo han ido forjándose, y en segundo lugar cómo han ido variando ideas y costumbres a lo largo de mi vida hasta llegar a ser las que han dado lugar a la ley que acaba de promulgarse, al parecer, con bastante rechazo social. ¿Qué ideas, en relación con el trato a los animales, marcaron directamente nuestra niñez?

A los que nacimos en la década de los “cuarenta” nos marcó, ante todo y para siempre, la guerra civil que no habíamos hecho y que fue una losa que, gravitando sobre nosotros, ha sido determinante de las condiciones morales y materiales en que vivimos nuestra infancia. Excepto la generación de españoles que hizo y provocó la Guerra Civil, ninguna otra generación como la de los nacidos en los primeros años cuarenta ha sufrido tanto sus consecuencias. Cuando nací, el mundo era una olla hirviendo, pues acabada la guerra Civil española comenzó la 2ª Guerra Mundial, que movilizó cien millones de soldados y produjo sesenta millones de víctimas.

En los cuarenta, en mi pueblo, Mojácar, hacía tiempo que se había parado el reloj y sus habitantes, como hacían desde más de cien años atrás, emigraban huyendo del hambre. Los que quedaban se buscaban comida como podían y la mayoría de las casas disponían de un corral anexo donde criar, según los medios de cada cual, algún animal, gallinas, conejos o cerdos para consumo propio. A los niños nos cargaban casi siempre la responsabilidad de su alimentación y cuidado, y todos sabíamos, aparte de alimentarlos, cómo matarlos a base de certeros y dirigidos golpes que practicábamos adecuadamente en la forma requerida para cada especie. Si el sacrificado era un cerdo, la “matanza” se transformaba en un ritual en el que participaba la familia al completo, y la organizaba en plena calle el matarife del pueblo, que aportaba la cuchillería y la mesa de sacrificio.

Los gritos-aullidos del animal se oían por las calles cercanas y los niños acudíamos y no perdíamos detalle de cómo agonizaba el animal, mientras alguna señora iba recogiendo la sangre para luego confeccionar las célebres morcillas de cebolla y sangre.

La fuerza de la costumbre hacía que por siniestra y violenta que pudiera hoy parecer, la escena en mi niñez tenía más tintes de fiesta que de violencia.

No era época de mascotas o de animales de compañía, aunque existían gatos y perros con tendencia a merodear cerca de alguna persona o en los alrededores de alguna casa familiar donde, normalmente, se les alimentaba y protegía. La situación cambiaba radicalmente para ellos cuando se alejaban de ese reducido espacio de protección y se atrevían a compartir la calle, que era un campo abierto de batalla donde tenían que aprender a esquivar los ataques sobrevenidos de la chiquillería que perseguía con saña y empeño cualquier gato o perro que anduviera a su aire por ella.

Muchas veces he rememorado escenas de mi niñez en la que aparece un perro o un gato andando hacia mí, y en dirección opuesta por una calleja mojaquera, como lo harían en una película del oeste dos vaqueros antes de desenfundar para dispararse, y nunca he entendido como el perro o el gato de turno sabían de antemano que yo llevaba una piedra en el bolsillo con que los atacaría al primer descuido. De estas relaciones con los animales adquirí una gran puntería lanzando piedras y también una lesión en el hombro que me acompañaron buena parte de mi vida.

En muchas ocasiones los niños nos asociábamos para realizar los ataques impunemente y de forma asilvestrada sin apenas recriminación de los mayores.

¿Qué pasaba con los pájaros? En la anterior entrega hemos contado las actuaciones de la justicia y las autoridades organizando su persecución y exterminio desde y durante el siglo XVIII. En cuestión de ideas y valores nada había cambiado.

Cuando yo era niño el hambre imponía sus condiciones: “todo lo que vuela es bueno para la cazuela”. Y a tenor de ello se organizaban a veces colectivamente las cacerías de los pájaros. Una de las cacerías colectivas más populares y de la que no nos perdíamos detalle los niños de la escuela era la que se organizaba en el edificio de la iglesia. La iglesia era y es un edificio de piedra careada unida por un mortero de arena y cal que con el deterioro del tiempo presentaba huecos más o menos profundos donde anidaban miles de gorriones y vencejos, a los que denominábamos aviones. (Hoy se han tapado los antiguos huecos con mortero y ya no anidan pájaros en la pared).

A ciertas horas, el jirriar de los vencejos y el chirreo de los aviones se mezclaban y multiplicaban sobre el pueblo, y cuando en algún momento callaban de súbito los niños sabíamos que se acercaba alguno de los cernícalos que anidaban en la pared vertical del macizo pétreo de la Cueva Morales, frente al pueblo. Cuando el cernícalo o gavilán, que era como le llamábamos, hacia su captura sobre la marcha, en tenso silencio, y luego se alejaba con su presa, pasaba un rato hasta restablecerse el guirigay ensordecedor de gorriones y vencejos.

La cacería de gorriones por el cernícalo no era la única ni la mayor ni la más violenta que los niños podíamos admirar embelesados. Ciertos días del año, generalmente coincidiendo con la temporada de cría, varios señores mayores de mi pueblo se ponían de acuerdo para organizar una gran “fritada” de pajarillos. Para cazar los pajarillos se solía utilizar la “liria”, que era un pegamento o látex pegajoso, que se obtenía de las raíces del ajonje o liria, que se criaba en los pedregales de los cauces de ramblas y ríos. Diluida con agua y un poco de aceite formaba un liquido obscuro y pegajoso con el que se embadurnaba el extremo de un manojo de esparto. Luego los trozos de esparto por su extremo no embadurnado se clavaban en los bordes de un trozo de pala de chumbera de unos cuatro por cuatro centímetros, y colocaban con ayuda de una escalera y una caña larga en todos los huecos de la fachada de la iglesia, donde anidaban los pájaros. Cuando estos regresaban al nido les era casi imposible evitar embadurnarse con liria y caer al suelo intentando liberarse e incapaces de remontar. De allí al saco, y finalmente acababan en una gran cazuelada festejada y compartida.

Otra forma de cazar pájaros con el fin de enjaularlos y disfrutar a domicilio de su canto, era hacerlo con red aprovechando algún reguero de agua donde fuesen a beber a determinadas horas. El Barranco de Henares que atravesaba la Huerta era un lugar donde siempre se había practicado la caza con red para hacerse con jilgueros o verderones entre otros pájaros cantores.

En tiempos de mi niñez, cuando un cazador conseguía matar un zorro, podía considerar que había tenido un día de fortuna, porque el cuerpo del animal colgado, expuesto y paseado por cortijadas y aldeas hacía que muchas personas premiaran al cazador con regalos y dádivas, como huevos, e incluso algún conejo o gallina, en agradecimiento por liberarle de aquella alimaña.

He tratado de mostrar a través de esta entrega cuáles fueron las vivencias y enseñanzas que, con relación a los animales, recibíamos los niños de mi entorno y que, como ocurre con otras experiencias de la vida, nos hicieron asumir una serie de valores e ideas para entender la vida y comportarnos en ella. Voy a concluir esta entrega relatando dos experiencias personales en relación con los perros, que el tiempo no ha conseguido disipar.

Siendo niño murió de rabia una agraciada joven mojaquera. La noticia impresionó a todo el pueblo y cuando se conoció la auténtica causa, la mordida de un perro de casa conocida, (lógicamente y como era usual no vacunado), cundió el pánico en todo el pueblo porque era imposible en aquellos tiempos saber cuántas personas o animales podían estar contagiados. La presión en que, como niño, me vi envuelto para alejarme y alejar a cualquier perro de mí, dejó una indeleble huella en mi cerebro cuyas alarmas saltan cuando se me acerca demasiado un perro. No es un caso único. Tengo un gran amigo, compañero de estudios, a quien ocurre algo parecido. Siendo niño vivía en un barrio residencial en Santander donde abundaban las casas unifamiliares con un pequeño jardín y calles con iluminación insuficiente. Al obscurecer volvía a casa, y se llevaba unos tremendos sustos cuando a medio metro y a la altura de sus oídos, en la obscuridad sentía el tremendo y destemplado aullido de un perro guardián que andaba al acecho suelto en el jardín. Cuanto más descuidado volvía, los perros vigilantes no le daban tregua. Han pasado setenta años y las alarmas saltan en su cerebro cada vez que se le acerca un perro en un lugar público.

En su caso y en el mío son alarmas que tenemos en el cerebro y que no podemos apagar. ¿Podrá la nueva ley de protección animal decirnos que no tenemos derecho a tener esas alarmas en el cerebro? ¿Serían capaces de apagarlas los neurólogos de la Seguridad Social?