La exploración de la intimidad y otras impertinencias


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AMANDO DE MIGUEL

Siempre, me fascinó el consejo de mi santo favorito, Agustín de Hipona: “no pretendas salir de ti mismo, en tu interior encontrarás la verdad”. Tanto es así, que, en mi etapa adolescente, dibujé e imprimí un ex libris con esa máxima en latín para los primeros tomos de mi escuálida biblioteca.

La mentalidad dominante en España no anima mucho a explorar la intimidad. Lo nuestro es, más bien, el gusto por lo externo. En todos los sentidos, la terraza atrae más que el hogar. A veces, la pandilla de amigos se superpone a la familia y al yo. La lectura no es una dedicación que se cultive mucho. El inconsciente colectivo recuerda que don Quijote se volvió loco de tanto libraco como se embauló.

En inglés, un saludo convencional es “¿cómo te sientes”? El equivalente español es “¿qué pasa?” o “¿qué tal?”. Es decir, nos interesan poco los sentimientos, lo que va por dentro de uno, para destacar lo que sucede a nuestro alrededor.

En los años mozos, lo interesante eran las experiencias, conocer gente, moverse mucho. Al traspasar la edad de lo que llaman la “esperanza de vida” (un constructo estadístico), lo que se agudiza es el recuerdo de lo que ha sido uno por dentro. Produce una satisfacción especial comprobar que nadie más conoce esa historia íntima.

Por muy pagado de sí mismo que uno se encuentre, al rememorar el pasado, siempre, acaba por emerger algún rescoldo del sentimiento de culpa. Al menos, en mi caso particular, son abundantes los errores, las muchas decisiones que tomé de forma contraproducente para mí. Vistas, así, las cosas, se entenderá que el radical remordimiento de los suicidas no sea tan extravagante como pudiera parecer.

Si no exploramos más nuestra intimidad es porque apaciguamos nuestra (mala) conciencia con la estupefaciente conclusión de que, al final, hemos tenido razón. Lo cual es imposible, claro. Pero, cuenta mucho la satisfacción de estar uno de acuerdo con las decisiones tomadas. Eso de volverse atrás, enmendar la plana y reconsiderar la situación son devaneos que generan intranquilidad. “A lo hecho, pecho”, dice la sabiduría popular. En el fondo, es una forma de despejar la sensación de inseguridad; que no se note, que nadie se percate de lo que nos pasa por dentro. A los españoles se nos da muy bien el arte de fingir. Es el motivo de muchos juegos infantiles. Uno muy precoz es el del niño pequeño que se tapa los ojos con las manos y exclama alborozado: “¡no estoy!”. Puede parecer una rareza, pero, muchas veces, en la vida adulta, iniciamos un juego parecido. Sostenemos que “ojos que no ven, corazón que no siente”.

La intimidad no deja de ser una aproximación, una metáfora. No está claro en qué víscera se aloja nuestro yo interior. Lo convencional es localizarlo en el corazón, pero, ese juego de válvulas no parece que pueda albergar nuestros sentimientos. Lo hará mejor el cerebro. No es cuestión de conocer como de valorar. Aquí, surge otra dificultad. No es fácil de acceder al interior de otra persona, por más cercana a que uno la sienta. El método inveterado para tal operación es la mayéutica de Sócrates. Consiste en desplegar una batería de preguntas encadenadas para que el sujeto observado se deje ver por dentro. La voz “mayéutica”, en griego, describe el trabajo de la comadrona, que era la ocupación de la madre de Sócrates. Su tarea consistía en lograr que la parturienta lograra esforzarse para parir con naturalidad. El método socrático de las preguntas entrelazadas es el que emplea el psicoanalista para que el paciente se anime a la difícil introspección. La batería de preguntas puede provocar rechazo. No hay más que ver la resistencia que produce al lector el desmedido uso de signos de interrogación en un artículo de prensa. El interrogatorio más molesto es que el que asociamos con las torturas. Es el mismo sentido que atribuimos al Tribunal de la “Inquisición”. Quizá, la versión auténtica del cuento “Alicia en el País de las Maravillas” sea “Alicia en el País de las Preguntas”. Wonder es ambas cosas. Esa es la antesala de la ciencia.

Hacer las preguntas correctas es una tarea ardua, más que nada porque cada una de ellas revela una ignorancia. Resulta humanísimo ocultar nuestras ignorancias. Por eso, el científico es tachado de “raro”: nada menos que se atreve a confesar que ignora los “porqués” de las cosas. Eso es algo que, solo, se tolera a los niños. Ya, crecerán.