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CLEMENTE FLORES
A Pepe el de Piedad
En estos momentos, y de forma más intensa y catastrófica en los últimos meses, estamos viviendo un bombardeo continuo de informaciones cargadas de malas noticias que a mi modo de ver están haciendo mella en el estado emocional y psicológico de amplios sectores de la sociedad. Tengo la impresión de que cuando se describen los desastres naturales, fuegos, inundaciones o sequías, se hace como si fuesen algo nuevo e inevitable, que especialmente nos sacude ahora a modo de un castigo o venganza de la naturaleza por nuestro mal comportamiento con ella. Se nos fustiga y el relato suele hacerse omitiendo toda enseñanza y razonamiento crítico de como enfrentarse a ellos.
Cuando la información trata de problemas de la vida doméstica cotidiana se hace hincapié en los asesinatos, en el aumento de homicidios, las agresiones domésticas o la ocupación de viviendas y otros sucesos casi siempre con descripciones dirigidas hacia nuestros sentimientos emocionales relacionados con la justicia, el respeto y la libertad individual. No son más alentadores los relatos e impresiones de los problemas generales como inflación, crisis energética o deterioro de la sanidad que contribuyen al enrarecimiento del ambiente social. Son, en general, relatos que, sin darnos tregua ni respiro, mantienen una visión catastrofista e intelectualmente pobre que parece querer justificar, como inevitable, la existencia de una sociedad construida a base de injusticias. Hoy mi relato tiene motivos para no ser derrotista y para marchar por otros derroteros.
Todo empezó días atrás cuando recibí simultáneamente, a través de varios canales, la invitación para asistir a un acto literario que se iba a celebrar en el Ateneo de Madrid y que tenía relación con nuestra comarca y con sus gentes.
A los que hemos nacido en Almería, nos sentimos almerienses y vivimos en Madrid, se nos presentan pocas ocasiones de concurrir a cualquier acto relacionado con nuestra tierra tan limítrofe y lejana, o donde se rinda homenaje a algún personaje almeriense si además la vida de este personaje transcurrió si salir de su patria chica.
Recuerdo haber asistido, en los últimos tiempos, a dos exposiciones sobre un almeriense, Carlos Pérez Siquier. Ambas, fueron un motivo de orgullo para mí. Una tuvo lugar en la Fundación MAPFRE y otra, que incluía la revista AFAL, se celebró en el Museo Reina Sofía.
La convocatoria de que ahora hablo, por su solemnidad y cercanía, es una convocatoria, extraordinaria por los motivos y valores que la hacen posible. Se trataba de la entrega del III Premio Internacional del Concurso de cuentos breves Maestro Francisco González Ruíz que tendría lugar en la Cátedra Mayor del Ateneo de Madrid. Es una agradable razón para reunirse y una forma sentida y concluyente de homenajear a un excepcional maestro de pueblo.
El Ateneo es una de las instituciones intelectuales con más prestigio y solera de la capital de España que con dos siglos de antigüedad ha mantenido tertulia y debate abierto sobre múltiples temas de interés. Por allí han pasado bastantes Presidentes de Gobierno y, casi en pleno, la Generación del 98. Nuestros paisanos deben saber que la mejor historia de esta institución, que es El Ateneo, la ha escrito un garruchero, José Siles Artés, quien, pese a su avanzada edad, estuvo presente en el acto que relatamos. Seguramente El Ateneo es el mejor marco para el acto cultural que promovido por nuestros paisanos de Turre se ha celebrado en Madrid.
Conocí al homenajeado, D. Francisco González, a finales de los años cuarenta, cuando yo era un niño de corta edad. Me parece milagroso acordarme de su cara porque sólo le vi unos minutos. Venía de Turre para asistir a la escuela de Mojácar y se paró en mi casa que, como era usual en el pueblo de aquellos años, siempre estaba abierta. Conocía a mis padres y se paró para pedir agua. Mi madre solícita le rogó que se sentara unos minutos y bebiera tranquilo. Le escuché atentamente mientras hablaba. Fueron sólo unos minutos que, comparados a toda la vida, son un instante. No se porqué, pese a mi corta edad, nunca he olvidado su cara y su mirada. Fue una imagen que he conservado durante toda mi vida. Era maestro de mis hermanos mayores, que siempre le han recordado como un buen maestro, y ese año dejó de dar clase en Mojácar. Poco después yo también me fui, alejándome de mi pueblo, para buscar el sueño de un futuro mejor. Fue el primer encuentro con D. Francisco, pero no el último. El último ha sido en El Ateneo. Allí, presidiendo los actos, estaba su foto en una gran pantalla correspondiente a una edad algo más joven de la que yo recordaba.
En mi mente, milagros del cerebro, he cosido ambas fotos para que sirvan de tapas y cubiertas al relato de los hechos de este emotivo día en el que un hijo, con la ayuda de sus familiares más allegados y unos cuantos, de sus muchos amigos, rinde tributo a la memoria de su padre.
Un concurso de cuentos es una acción muy adecuada para homenajear a un maestro porque el cuento es el origen del arte literario. Desde su origen, los cuentos fueron relatos hechos con y para el amor de seres cercanos y queridos y por eso se parecen al quehacer diario de un maestro de escuela que atrae al alumno desde que empieza a enseñar las primeras letras. Un cuento es una mezcolanza de vida, sentimientos, arte y literatura cuya lectura se dirige directamente al corazón. He vivido un día con emociones y sentimientos para contar.
No es fácil, sin mucho empeño y trabajo, poner a escribir a más de 1.200 personas de treinta y tantos países redactando cuentos en memoria de un maestro de pueblo cuya cotidiana y humilde labor, el paso del tiempo no ha podido hacer olvidar. Tanto amor, esfuerzo y trabajo para honrar la memoria de un padre, por natural y merecido que parezca, es un acto de generosidad tan grande y poco frecuente, que contribuye a hacernos a todos los que lo vivimos de cerca un poco mejores.
Hoy en El Ateneo, en Madrid, me he sentido orgulloso de ser de mi tierra y de los hombres y mujeres de mi tierra. Un día, el director de esta publicación, Miguel Ángel Sánchez me pidió que escribiera sobre los grandes hombres de aquí y es la ocasión para hacerlo del maestro D. Francisco González, nacido en Turre, y de su hijo Pepe, un gran escritor, que firma sus obras arropando su nombre con el de su madre “Pepe el de Piedad”.
Los hombres mas grandes son los que ponen todo su amor en las cosas mas sencillas y cotidianas. Hoy he escuchado un canto bellísimo a los valores familiares de amor que son el aceite que mejor sirve para hacer rodar el engranaje de la vida. Gracias a todos los que estabais con Pepe el de Piedad.