El lenguaje de la envidia


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AMANDO DE MIGUEL

La envidia no es, tanto, “el pesar del bien ajeno”, como nos enseñaron en la escuela, sino la comezón o resentimiento, que siente un individuo, cuando se compara con otro y desea ser como él. Ese otro suele ser una persona cercana.

La envidia es un sentimiento universal. Por eso, se integra en la lista de “los siete pecados capitales”, esto es, los que constituyen las raíces de toda una floresta de vicios o pasiones malignas.

La envidia no se da, por igual, en todos los estratos de población, ni en todos los países. Antes bien, se suele concentrar en la minoría exquisita de las personas que trabajan con símbolos y se desenvuelven en un ambiente competitivo. Por ejemplo, políticos, altos funcionarios, mandos militares, grandes empresarios, científicos, religiosos, periodistas, deportistas profesionales, escritores, artistas. Todos ellos se distinguen por dar mucho valor al éxito, el triunfo, el reconocimiento o el aplauso por los demás. El éxito puede ser algo tan corriente como construir una vida tranquila y feliz. Dicho estrato de población necesita establecer desigualdades según el mérito, como ascensos, recompensas, premios, medallas, diplomas, distinciones, ingresos económicos extraordinarios, un tipo de vida propenso a las amenidades y satisfacciones. Para ellos, lo fundamental es el reconocimiento por parte de un público amplio. Ese es el caldo de cultivo donde menudean las envidias.

La envidia funciona, siempre, esquemáticamente, como una relación entre dos individuos, el envidioso y el envidiado. Entre ellos se ha establecido una proximidad anterior, sea por el parentesco, la vecindad, la actividad o cualquier otra forma de pertenencia a un mismo círculo íntimo. Lo curioso es que ninguno de esos dos sujetos suele reconocer su respectivo papel: uno, dar envidia y el otro, sentirla. De ahí, lo difícil que resulta observar y analizar el fenómeno de una afinidad tan estrecha y, en ocasiones, tan conflictiva. El envidioso se duele del éxito, que, al parecer, consigue el envidiado. La respuesta es ambivalente: admiración y desconfianza, a la vez, que puede traducirse en resentimiento (rencor encubierto) y, en ocasiones, hasta en odio (no perdonar al envidiado) y violencia (destruirlo, normalmente, de forma simbólica). Ni qué decir tiene que, ante pasiones tan encontradas, uno y otro sufren. Se trata, casi siempre, de un padecimiento íntimo, no expreso. En castellano coloquial, decimos que “la procesión va por dentro”, hasta que, a veces, estalla.

En la tradición bíblica se ha interpretado la envidia como la pasión del Demonio (frente a Dios) o, de tejas abajo, la de Caín (frente a su hermano Abel). Las raíces de tal conflicto no pueden ser más ancestrales o distinguidas. Miguel de Unamuno compuso la novela, Abel Sánchez, como una magnífica interpretación del mito de Caín y Abel. En ella, se trasluce cómo la envidia es una pasión dual, la del envidioso y la del envidiado.

Tan ambivalente es el fenómeno de la envidia que, en castellano, calificamos una cosa buena, deseada por todos, como “envidiable”. Es una forma de disimular el fundamento doloroso o conflictivo de la envidia.

El estudio o análisis de esta confluencia de pasiones, que es la envidia, peca de un acusado escolasticismo, en su peor sentido. Es decir, los autores o comentaristas, simplemente, repiten lo que han dicho los clásicos sobre el particular. Es una forma de no comprometerse, de encubrir que, en el ambiente donde ellos se mueven, la envidia es una auténtica plaga, aunque, se suele opacar. En donde, se cumple la verdadera esencia de este fenómeno, que es el disimulo, el ocultamiento. Son maniobras psicológicas muy típicas de la vida española.