El fructífero reinado de Fernando VI, siglo XVIII


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ALMERÍA HOY / 16·03·2021

Tras un gran sufrimiento, con diecisiete años recién cumplidos, falleció el rey Luis I (31.08.1724), el ‘bien amado’ para los madrileños, ‘el rey silueta’, un dicho debido a su corto reinado (229 días). Marañón dijo de él que había sido “la más triste frustración de la Historia de España”. Como el rey Luis carecía de heredero y su hermano Fernando aún no tenía once años, dispuso en su testamento que la corona tornase a su padre, Felipe V, que reinó por segunda vez. Muerto Felipe V, le sucedió en el trono de España su hijo Fernando VI, de cuyo reinado dijo Marañón que estaba por hacer el cuadro de aquel período de modesta prosperidad y reposada economía. Ciertamente este reinado es considerado como pacífico y fructífero para España.

Fernando VI, nacido en Madrid el 23 de septiembre de 1713, era el tercer hijo de Felipe V y María Luisa Gabriela de Saboya a la que no conoció debido a que falleció al poco de dar a luz. Don Fernando comenzó su reinado el 9 de julio de 1746, con casi treinta y tres años. Heredó de su padre la dignidad, la honradez y el amor a España, pero no la inteligencia y viveza de su madre. Llegó al trono cargado de buena voluntad a fin de proporcionar bienestar a sus súbditos. Padecía la misma dolencia mental de su padre, agravada por su gran timidez, puede que por su falta de apostura, pues era algo feo y de baja estatura, si bien lo hacían atractivo la expresión de nobleza, la bondad de su rostro y sus ademanes. Toda su vida vivió con un gran terror a la muerte, que fue en aumento con los años. La música y el influjo de su amada esposa fueron los valores esenciales para su estabilidad emocional.

Cuando don Fernando se convirtió en príncipe de Asturias a raíz de la muerte de su hermano Luis sin heredero, su padre inició las gestiones para buscarle una esposa apropiada, que entonces había más de cien princesas en Europa aptas para ceñir la corona de España. Así que cuando Felipe V dispuso de la lista de todas hizo el descarte y decidió la que consideró más adecuada, cuya elección recayó en la princesa portuguesa María Bárbara de Braganza, hija de Juan V y María Ana de Austria. La elegida era fea de cara, picada de viruela, que disimulaban los retratos de los pintores, pero su natural era pacífico. Años más tarde se puso muy gorda, lo que aumentó su fealdad. Nadie podía sospechar que bajo aquella fealdad se ocultaba un corazón de oro, nada propensa a las intrigas cortesanas. Señora que brindó a su esposo lo que le faltó en su vida: la confianza y el amor de una mujer. Su matrimonio siempre estuvo en perfecta armonía a pesar de no tener hijos, sin que se conociera del monarca alguna aventura extraconyugal. Dedicaron sus desvelos al servicio del país, aunque la reina no llegó a ser popular debido a su costumbre de estar siempre recluida.

Característica destacada del reinado de Fernando VI fue su deseo de conservar la paz, lejos de las guerras padecidas desde el año 1701 heredadas de su padre, de manera que mantuvo a España al margen de los conflictos europeos, para lo que contó con la colaboración de la reina. En la paz de Aquisgrán (1748) liquidó la participación en la guerra de Sucesión de Austria y consiguió que su hermanastro don Felipe fuese reconocido como duque de Parma, Plasencia y Guastalla (Italia), que fue la única ventaja obtenida por España, que siguió soportando las dos cláusulas logradas por Inglaterra en el tratado de Utrecht: el ominoso contrato de ‘asiento’ (derecho de importar negros para América) y el navío de ‘permiso’ consistente en la autorización de España a Inglaterra para que pudiera enviar un barco con una carga de 500 toneladas a las colonias españolas para comerciar con ellas; en realidad servía para legalizar el contrabando. Y ello se debió al abandono en que nos dejaron nuestros aliados franceses, fieles a su costumbre de hacer la paz cuando les convenía. Desde entonces el monarca se apartó de alianzas de ese tipo, mantuvo la neutralidad durante el reinado y se aplicó en la renovación del ejército, de la marina y de la riqueza económica nacional. Al fin España disfrutó de paz después de tantos conflictos, lejos de las guerras que agotaban y arruinaban la hacienda pública. En el campo intelectual se fundaron varias academias y centros docentes. El rey murió dejando un país tranquilo y sesenta millones de ducados en la tesorería nacional.

Para llevar a cabo su plausible política, Fernando VI tuvo el acierto de rodearse de hombres capaces. El gobierno interior lo dejó en manos de don Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada, que ya se había significado en el reinado de Felipe V, el marqués era un declarado antibritánico, partidario de entenderse con Francia. La prosperidad de la que gozó España en este tiempo se debió en gran parte a la actuación de este ministro, el cual acometió profundas reformas administrativas, mejoró la hacienda pública, el comercio y reorganizó la Armada, imprescindible para mantener el prestigio de la nación y asegurar las comunicaciones con América. Ensenada contó con la inestimable colaboración de don José de Carvajal y Lancáster, secretario de Estado, que dirigió la política exterior y, en contraste con Ensenada, era anglófilo. Pensaba que entenderse con Inglaterra y Portugal sería beneficioso para los tres países, lo que proporcionaría la paz necesaria para el desarrollo, tanto para el país como para América. No obstante, el rey se mantuvo en el fiel de la balanza; rehuyó toda clase de alianzas que pudieran comprometerle, logrando de ese modo conservar la paz durante todo el reinado, en contraste con las interminables guerras de la época de su padre. Otro personaje destacado fue el jesuita Francisco de Rábago y Noriega, confesor real, que además de confesar al rey gozaba de una gran influencia, actuando en la práctica como un ministro de asuntos eclesiásticos y culturales; inclusive tenía una gran amistad con el marqués de la Ensenada, con el que en 1753 se estipulo un concordato con la Santa Sede del que España obtuvo grandes beneficios en orden al derecho de los reyes de España al nombramiento de cargos eclesiásticos.

Figura sobresaliente de la corte fue el cantante Carlo Broschi, conocido como Farinelli, que había llegado a la corte de Felipe V llamado por su segunda esposa, Isabel de Farnesio, en un intento de distraer al atormentado monarca. Farinelli era un gran cantante de ópera, asombro de las principales cortes europeas. Fue uno de esos niños a los que sus padres castraban para que no se alterase la tersura de su voz, razón por la que la voz de Farinelli era de soprano y no de tenor. Estos cantantes son los llamados ‘castratos’. Tan buen resultado le dio a Felipe V que le ofreció lo que pidiese y el buen Carlos Broschi solo pidió que el rey se dejase afeitar y vestir. Al morir Felipe V, Bárbara de Braganza pensó que igual solución sería la buena para que su esposo tuviera una vida normal. A Farinelli se le otorgó el honor de vestir el hábito de Santiago, se le asignó una generosa pensión y cuantiosos regalos. En el palacio del Buen Retiro Farinelli organizaba frecuentes funciones con gran variedad de artistas. Y en los jardines del palacio se desplegaba en todo su esplendor la ópera Italiana. Todo ello debido al cantante Carlo Broschi, un gran señor, generoso y desinteresado, muy fiel a los reyes y al marqués de la Ensenada, y muy respetado por todos. Como personaje influyente en la corte, ni se aprovechó de esa condición ni se prestó a los manejos políticos de nadie.

Mientras Fernando VI y su esposa fueron príncipes de Asturias hubieron de soportar las insidias de la temible e intrigante Isabel de Farnesio, segunda esposa de Felipe V, la que con el tiempo sería la madre de Carlos III. Las relaciones entre Fernando y su madrastra fueron tan tirantes que llegaron al punto de que la reina Isabel consiguió del rey don Felipe que su heredero no asistiera a los consejos ministeriales. A pesar de que se privó a don Fernando de una formación política necesaria, cuando le llegó el momento de gobernar lo hizo con prudencia y comedimiento. A fin de evitar que su madrastra siguiera intrigando en la corte la mandó a vivir a La Granja de San Ildefonso, y como hombre honrado y perfecto caballero revalidó a la viuda de su padre la misma donación que tuvo su padre cuando se retiró en el reinado de Luis I. En cuanto a la relación de Bárbara de Braganza con Isabel de Farnesio, resultó que en los diecisiete años en que la primera fue princesa de Asturias padeció toda clase de desaires y mortificaciones por parte de la reina, hasta el punto de que la buena señora lanzó la maledicencia de que la princesa se ‘entendía’ con Farinelli, sin duda desconocía que el cantante era un ‘castrato’, o sea, un eunuco. Por el contrario, cuando en 1746 doña Bárbara se convirtió en reina su actitud con la viuda de Felipe V fue muy generosa, pero Isabel de Farnesio no le agradeció el buen trato, pues desde su retiro dedicaba a los nuevos reyes frases despectivas y descorteses.

Punto oscuro de este reinado, que poco se menciona, es la medida dispuesta contra los gitanos, ideada por el marqués de la Ensenada y autorizada por el rey, operación que se llevó a cabo en secreto en el verano de 1749, llamada ‘la gran redada’, consistente en las batidas que se efectuaron para prender a los gitanos a fin de expulsarlos del país y enviarlos a América; acción que fracasó después de haberlos tenido presos en condiciones harto penosas.

Asunto relevante de este reinado fue el Tratado de Madrid del año 1750, que se concertó entre España y Portugal, por el cual nuestro país concedía a los lusos una amplia zona de 500 leguas (2.415 km.) en las misiones (reducciones) de los jesuitas del Paraguay, a cambio de la colonia de Sacramento (situada al suroeste de Uruguay), foco de contrabando y continuos conflictos entre España y Portugal. La entrega de las 500 leguas al reino portugués suponía que siete reducciones de indios debían salir de lugares donde estaban asentados desde hacía 130 años y abandonar casas, tierras e iglesias donde había transcurrido su vida para irse a otros lugares. Se ha dicho que en la negociación del tratado intervino la reina Bárbara de Braganza para favorecer a su país. Otros autores suponen que se debió a un deseo de Carvajal y que nada tuvo que ver la reina. La cuestión era que España salía muy perjudicada. Es natural que los jesuitas fueran disconformes para no perder su obra misional y colonizadora. El jesuita, padre Rábago, ignorante de la cuestión dio el visto bueno, pero informado de la realidad cambió de parecer y aconsejó la resistencia. Cuando el marqués de la Ensenada se enteró del acuerdo, en secreto informó al rey Carlos de Nápoles, hermanastro de Fernando VI, presunto heredero de la corona española (sería Carlos III), que por medio del embajador envió una protesta a don Fernando, suspendió el tratado, lo que junto con la sublevación de los indios araucanos apoyados por los jesuitas, resistentes a abandonar las misiones, dieron al traste con el acuerdo, de modo que en 1761, mediante el tratado de El Pardo, las siete misiones no pasaron a Portugal, que a su vez se quedó con Sacramento. El resultado del informe al rey de Nápoles, claramente una deslealtad, le supuso a Ensenada la inmediata caída, así que en la madrugada de 21 de julio de 1754 fue sacado de su casa y enviado al destierro en Granada y después en el Puerto de Santa María, aunque por deseo del rey fue tratado con benignidad. Poco después se produjo la caída del padre Rábago. Asimismo, el 8 de abril de 1754 falleció don José Carvajal, que fue sustituido por don Ricardo Wall, de origen irlandés, y poco amigo de los jesuitas.

La esposa de Fernando VI falleció en Aranjuez el 27 de agosto de 1758, tenía cuarenta y seis años, la cual manchó su reputación dejando en su testamento siete millones de reales para su familia portuguesa. Se creyó que se hizo de ese dinero en el manejo de los asuntos públicos, pero no se ha probado. Es evidente que ese dinero debería haberlo empleado en obras sociales, de cultura o haberlo devuelto al rey. Una décima poética criticó de forma ácida su conducta, que dice así: “La estéril reina murió,/ sólo preciosa en metales;/ España engendró caudales/ para la que no engendró./ Bárbara desheredó/ a quien la herencia le ha dado,/ y si la Parca no ha entrado/ a suspenderle la uña,/ todo lo que el rey acuña/ se trasladará al cuñado.” Sobre si la reina era estéril como dice la estrofa: “la estéril reina murió”, cabe decir que no está claro, pues el escritor Juan Balansó escribe que el médico Le Mack decía en un peculiar informe, referido a la posible esterilidad del rey, que “carecía de las llamas capaces para la regeneración”. La muerte de su esposa fue espantosa para el ánimo del monarca, que dejó Madrid el mismo día del entierro y se retiró al castillo de Villaviciosa de Odón (Madrid), donde se hundió en una profunda depresión, que al final degeneró en locura furiosa, según el profesor Pérez Bustamante. Fernando VI falleció un año después, el 10 de agosto de 1759, cuando contaba cuarenta y seis años y doce de reinado. Ambos están enterrados en el Convento de las Salesas Reales de Madrid, fundado por la propia reina. A Fernando VI le sucedió en el trono su hermano de padre Carlos III, hijo de Isabel de Farnesio.

Bibliografía: Profesor Ciriaco Pérez Bustamante: Compendio de Historia de España. Marqués de Lozoya: Historia de España. Profesor Juan Reglá Campistol: Introducción a la Historia de España. Juan Balansó Amer: La Casa Real de España.