La confusión sobre las causas de los fenómenos


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AMANDO DE MIGUEL

Es notorio el revoltijo de significados cuando introducimos en el habla o la lectura estos tres adjetivos: efectivo, eficaz y eficiente. No son intercambiables, ya que en la economía del lenguaje no existen verdaderos sinónimos; en todo caso, hay vocablos como ideas afines. En esa ambigüedad reside la gracia de la comunicación inteligente, pero también, a veces, la dificultad para interpretarla.

Efectivo equivale a lo firme, verdadero, no dudoso. Confiamos en que los sentidos no nos engañen. Lo visible o palpable lo identificamos como algo cierto, aunque sabemos que los sentidos nos pueden engañar. Como sustantivo plural, “los efectivos” designan las tropas del ejército, la policía, los bomberos, etc. Dan la impresión de una realidad segura.

Eficaz se refiere al resultado propio o esperado de un proceso. Es el efecto que sigue de una causa, casi siempre, referida a cosas, secuencias objetivas y, a poder ser, mensurables. La eficacia está pensada para el mundo físico, aunque en él se den casos de relaciones indeterminadas, sobre todo en el campo de las partículas elementales.

Eficiente es una variante de lo anterior, pero con muchos matices. Se emplea en los procesos donde interviene la acción humana, que será más o menos eficiente, según las exigencias del rendimiento previsto o deseado. Es claro que en la eficiencia cuenta mucho la apreciación subjetiva. La eficiencia de los trabajadores no es la misma para los empresarios que para los sindicatos.

El problema está en que, a pesar de las definiciones dichas, las tres voces se utilizan, prácticamente, como intercambiables, con la confusión deducible. No es algo que se produzca por la mala traducción del inglés, pues en ese idioma se aprecia, igualmente, el caos de los tres vocablos emparentados. Son de evidente origen latino, lo que, para un angloparlante, los hace, todavía, más arcanos.

La razón de los errores entre los tres significados próximos está en la dificultad de averiguar, correctamente, la causa de los fenómenos, más aún, cuando interviene la voluntad humana. No está clara cuál pueda ser la causa de un terremoto, pero más difícil es determinar por qué se producen los acontecimientos sociales, las conductas humanas. Por eso, ante la dificultad de establecer la verdadera causa, podemos hablar, con mayor cautela, de que determinados resultados son el producto o la consecuencia de una serie de factores. La gracia está en averiguar cuáles son los que más pesan.

Se suele malinterpretar la relación causa-efecto cuando se establece un paralelo entre dos series de hechos o acontecimientos. Pero la existencia de una alta correlación o correspondencia no asegura la causalidad. El ejemplo chusco de los manuales de estadística es este. En los condados de los Estados Unidos, el número de litros de güisqui consumidos es parejo con el número de pastores protestantes. Todo se mide en términos por habitante. La covariación no tiene por qué ser causalidad, sino casualidad. En la España actual, sospechamos que, si se utilizan mascarillas de forma masiva, no disminuye la incidencia del virus chino. Es una conclusión deprimente. No hay forma de explicar la relación de causalidad. Siempre habrá factores desconocidos, a la hora de determinar la causa de una u otra incidencia de la epidemia. Se trata de un fenómeno muy complejo y sobre el que destaca un alto grado de ignorancia.

Los juicios sobre la eficacia de las cosas o los procesos se ven interferidos por apreciaciones subjetivas y hasta por prejuicios caprichosos o interesados. Es el caso, por ejemplo, de las oscilaciones de los valores de las Bolsas, sobre todo, cuando se trata de anticiparlos. Al final, la intuición o la experiencia permite mejores aproximaciones a la explicación (y no digamos a la anticipación) de la realidad que sofisticados modelos matemáticos. Se dice que algunos economistas o estadísticos se han hecho ricos jugando a la Bolsa, pero se trata de una leyenda.