La emperatriz Isabel, esposa de Carlos I de España


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ADOLFO PÉREZ

No puedo resistirme a la tentación de escribir un artículo sobre la emperatriz Isabel, única esposa del emperador Carlos I de España y V de Alemania, para lo que me aporta datos el historiador Juan Balansó con su erudición sobre la casa real de España. La verdad es que merece la pena leer cómo fue la relación matrimonial de esta pareja real.

En 1516, con dieciséis años, inició su reinado en España Carlos I. Nacido en Gante (Flandes) el 24 de febrero de 1500, hijo de Felipe I el Hermoso y de la reina Juana de Castilla (la Loca); nieto, por tanto, de los Reyes Católicos.

Con veinticinco años don Carlos aún seguía soltero después de haber sido ‘novio’ de casi todas las princesas casaderas de Europa, sin que ninguna negociación alcanzara el objetivo de una boda real, pero se hacía necesario asegurar la continuidad de la Monarquía, aunque el rey no parecía tener prisa, pero las Cortes urgieron al monarca a que se casara cuanto antes y le sugirieron que podía hacerlo con su prima Isabel de Portugal, tres años menor que él, nieta también de los Reyes Católicos. Se aconsejó al rey que, en vez de una princesa extranjera, la mejor opción sería esta princesa dadas sus raíces semihispanas. La cuestión es que la propuesta agradó al rey, que contó con su aprobación.


¿Cómo era por entonces el “amo del mundo”? Según el embajador veneciano “ninguna parte de su cuerpo es criticable, sino la mandíbula, que parece postiza y le obliga a llevar siempre la boca abierta”. Era su prognatismo, defecto que consiste en una deformación de la mandíbula inferior adelantada respecto a su posición normal. El monarca disimulaba el defecto con una barba ancha y corta que le dio buen resultado. Así era Carlos I de España y V de Alemania, dueño de medio mundo, “el rey que se cubría con el sol”, según lo llamaba el embajador persa.

¿Y cómo era Isabel, la infanta portuguesa para ser emperatriz? El historiador de la época, Francisco López de Gómara reponde al respecto: “El tipo que los hombres prefieren para casarse”. Así de elocuente. Una mujer de belleza delicada como se aprecia en el magnífico retrato pintado por Tiziano. Recibió el apelativo de “la mujer más hermosa de la Europa de su tiempo”. Era la primogénita del rey Manuel el Afortunado y de María, la tercera hija de los Reyes Católicos, nacida en Lisboa el 24 de octubre 1503. Así era la mujer que se casó con su primo hermano Carlos; él con veintiséis años y ella con veintitrés. La boda tuvo lugar en Sevilla y la luna de miel en la Alhambra.

Al año siguiente alumbró en Valladolid a su hijo primogénito, el futuro Felipe II. El alumbramiento fue difícil y muy doloroso, pero para que no se le viera la cara con el dolor mandó apagar las luces de la estancia, pues no soportaba que los presentes pudieran ver en su rostro ningún gesto de angustia que disminuyera su dignidad. Y mandó cubrir su cara para que nadie, ni los médicos, pudieran verla sufrir. Este hecho demuestra el gran dominio de sí misma, de sus sentimientos en aras de su deber real, “la más digna nieta de Isabel la Católica”, como dijo un historiador.

No cabe duda que Isabel de Portugal fue el mejor apoyo y la más eficaz ayuda de Carlos I, “el gran ayudador de su gobierno” como la motejara en broma su propio marido. Esta gentil figura femenina, como reina de España, posee una dimensión propia. El emperador llevó una vida muy ajetreada, lejos de los placeres mundanos. Hubo de atender sus deberes en los Países Bajos, Alemania, Italia y mantener la cruzada contra los turcos, así como defender a la Iglesia contra los otomanos o la doctrina protestante. Mientras el monarca se enfrentaba a este cúmulo de problemas políticos y religiosos, Isabel se ocupaba del gobierno de España con gran pericia.

Trece años vivió doña Isabel en España como emperatriz del Sacro Imperio Romano Germánico y reina de España, de los que en cinco veces actuó como gobernadora de los reinos españoles. La soberana deambulaba de un lugar a otro del país igual que hiciera su abuela Isabel la Católica. En cada despedida de Carlos “derramaba la emperatriz amargo llanto”. Le escribía con frecuencia y le decía: “Vuestro pronto regreso causará la felicidad destos reynos, y sobre todo la mía”. El César le contestaba en parecido tenor. Isabel estaba muy enamorada de su marido. Le reconocía grande y poderoso, tanto como persona como por su alta condición, tenía fe ciega en él, y de ahí su respeto y acatamiento. Con agrado aceptó sus enseñanzas para la buena gobernación de los reinos, de modo que reveló su talento y cordura cuando tuvo que gobernarlos. Eran un ejemplo de felicidad conyugal en la familia real, que no se conocía desde los tiempos de los Reyes Católicos, lo que dio lugar a la popularidad de Carlos I.

Seis hijos tuvo la emperatriz, de los que tres sobrevivieron: Felipe II, rey de España; María, casada con el emperador alemán Maximiliano II; y Juana, que contrajo matrimonio con el príncipe don Juan de Portugal. El último le costó la vida en Toledo el 1º de mayo de 1539, cuando contaba treinta cinco años de edad. La muerte de la emperatriz le produjo un gran desconsuelo a don Carlos, que se encerró para ocultar su pena en el monasterio toledano de Santa María de Sisla, encargando a su amigo, el marqués de Lombay, que llevase el cuerpo de su mujer, tan admirable como admirada, al panteón real de Granada, la ciudad que los acogió en su luna de miel.

Cuando el cortejo fúnebre llegó a su destino tuvo que abrirse el féretro según lo dispuesto para que el noble diera fe de que entregaba la encomienda recibida. Entonces se mostró el rostro de Isabel, antes tan hermoso, ahora putrefacto, despidiendo el cadáver un hedor insoportable. Y fue tan grande la impresión que recibió el marqués ante tal espectáculo que en ese instante se propuso “no más servir a señores que en gusanos se convierten”, y allí renunció a las pompas terrenales para dedicarse al servicio de Dios. Cuando enviudó ingresó en la Compañía de Jesús y se hizo jesuita. Cien años más tarde fue canonizado con el nombre de san Francisco de Borja.

Don Carlos nunca olvidó a su maravillosa mujer; desde entonces vistió de luto y se negó a contraer nuevo matrimonio. Se aplicó en la formación de su único hijo varón, el príncipe Felipe, entonces un niño de doce años, al que tenía un gran cariño. Siete años después de quedar viudo tuvo con la cortesana flamenca Bárbara Blomberg un hijo, que luego sería don Juan de Austria, héroe de la de Lepanto. A los cincuenta y seis años de edad, Carlos I de España y V de Alemania, cansado y enfermo, se cobijó en el monasterio extremeño de Yuste, donde permaneció hasta su muerte. Cuentan las crónicas que en sus aposentos contemplaba el bello retrato de su esposa pintado por Tiziano. A las dos y media de la madrugada del 21 de septiembre de 1558 entregó su alma a Dios.