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JUAN LUIS PÉREZ TORNELL
En España el insigne polígrafo era, por antonomasia, D. Marcelino Menéndez y Pelayo, autor de “Historia de los Heterodoxos españoles”, cumbre del pensamiento reaccionario patrio, y distante, a varios años-luz, de cualquier modernez de su tiempo y aun más, lógicamente, del nuestro.
En su acepción contemporánea, el polígrafo es un chisme, invento satánico, que hubiese hecho las delicias de la Santa Inquisición o de la NKVD, y que, al parecer, se usa en el sistema judicial americano para medir la sudoración, balbuceos y alteraciones cardíacas del declarante, a falta de mejor prueba para condenarlo o absolverlo. Para mal o para bien no se utiliza, todavía, en nuestros lóbregos y polvorientos juzgados.
En la televisión se usó este segundo polígrafo, a falta del primero.
“La Máquina de la Verdad” se llamaba, por más señas, el programa, El artefacto se usaba para interrogar hábilmente, y previo pago de su importe, a personas de dudosa moralidad de cintura para abajo. El resultado de las respuestas, y el veredicto de la máquina sobre las mismas, era diferido por el conductor del programa, para aumentar el interés de la audiencia, con la célebre frase comodín, dirigida al pitoniso técnico que operaba los cables e interpretaba aquél sismógrafo de las emociones: “No me conteste ahora, hágalo después de la publicidad”.
Normalmente los que se sometían a la ordalía tecnológica eran adúlteros y otras figuras del espectáculo. No recuerdo que se interrogase a políticos. Pero puedo estar equivocado.
Muchos años después la máquina de la verdad, debe haber progresado adecuadamente en su perfección tecnológica, y sería interesante su aplicación al mundo político, que sin duda pondría a prueba la resistencia de sus materiales y componentes, así como la dureza de la cara de más de uno o una. Esta invención, junto al “desfibrilador de tontos”, el “gato de nueve colas” o “la doncella de hierro” modernizarían nuestro estado de Derecho y consolidarían nuestras instituciones.
La versión portátil de dicha máquina, que opera en tiempo real, la inventó el proteico Villarejo, que a todos espiaba y los enfrentaba, muchos años después, como en las novelas de Alejandro Dumas, al espejo de su verdad privada, que no siempre coincidía exactamente con la verdad pública. Más bien casi nunca.
Villarejo es el verdadero ángel exterminador de la verdad oficial, el niño de San Ildefonso que extrae la bola de la verdad, a izquierdas y derechas, sin que se sepa si él mismo es conservador o progresista. Qué buen Presidente del Consejo General del Poder Judicial sería con esa imparcialidad que a todos alcanza merced a la espada flamígera de su tecnología.
Otro artefacto clarificador del pensamiento oculto es ese invento-trampa de “whatsapp”, por el cual uno desvela su verdadero pensamiento privado, frente a su corrección política pública. Así sabemos con certeza no solamente que son corruptos, sino que, voluntariamente y además, nos hacen saber que son tontos.
No sería mal sustituto en una versión moderna de “La máquina de la Verdad” del difunto Julián Lago, el comisario Villarejo, que haría pasar, antes de tomar posesión de cualquier cargo público, a políticos de todos los partidos, para, una vez depurados, pasar entonces a la publicidad que conlleva necesariamente el cargo político.
Podría empezar, para limpiar la era, por ejemplo, el señor Cossidó, que sigue siendo portavoz del Partido Popular en el Senado. O por las declaraciones de bienes de algunos y algunas.
Ya está echándose de menos una Ley de la Memoria y la Verdad Contemporáneas, que establezca la obligatoriedad, para su uso democrático, de todos estos aparatejos.
En su acepción contemporánea, el polígrafo es un chisme, invento satánico, que hubiese hecho las delicias de la Santa Inquisición o de la NKVD, y que, al parecer, se usa en el sistema judicial americano para medir la sudoración, balbuceos y alteraciones cardíacas del declarante, a falta de mejor prueba para condenarlo o absolverlo. Para mal o para bien no se utiliza, todavía, en nuestros lóbregos y polvorientos juzgados.
En la televisión se usó este segundo polígrafo, a falta del primero.
“La Máquina de la Verdad” se llamaba, por más señas, el programa, El artefacto se usaba para interrogar hábilmente, y previo pago de su importe, a personas de dudosa moralidad de cintura para abajo. El resultado de las respuestas, y el veredicto de la máquina sobre las mismas, era diferido por el conductor del programa, para aumentar el interés de la audiencia, con la célebre frase comodín, dirigida al pitoniso técnico que operaba los cables e interpretaba aquél sismógrafo de las emociones: “No me conteste ahora, hágalo después de la publicidad”.
Normalmente los que se sometían a la ordalía tecnológica eran adúlteros y otras figuras del espectáculo. No recuerdo que se interrogase a políticos. Pero puedo estar equivocado.
Muchos años después la máquina de la verdad, debe haber progresado adecuadamente en su perfección tecnológica, y sería interesante su aplicación al mundo político, que sin duda pondría a prueba la resistencia de sus materiales y componentes, así como la dureza de la cara de más de uno o una. Esta invención, junto al “desfibrilador de tontos”, el “gato de nueve colas” o “la doncella de hierro” modernizarían nuestro estado de Derecho y consolidarían nuestras instituciones.
La versión portátil de dicha máquina, que opera en tiempo real, la inventó el proteico Villarejo, que a todos espiaba y los enfrentaba, muchos años después, como en las novelas de Alejandro Dumas, al espejo de su verdad privada, que no siempre coincidía exactamente con la verdad pública. Más bien casi nunca.
Villarejo es el verdadero ángel exterminador de la verdad oficial, el niño de San Ildefonso que extrae la bola de la verdad, a izquierdas y derechas, sin que se sepa si él mismo es conservador o progresista. Qué buen Presidente del Consejo General del Poder Judicial sería con esa imparcialidad que a todos alcanza merced a la espada flamígera de su tecnología.
Otro artefacto clarificador del pensamiento oculto es ese invento-trampa de “whatsapp”, por el cual uno desvela su verdadero pensamiento privado, frente a su corrección política pública. Así sabemos con certeza no solamente que son corruptos, sino que, voluntariamente y además, nos hacen saber que son tontos.
No sería mal sustituto en una versión moderna de “La máquina de la Verdad” del difunto Julián Lago, el comisario Villarejo, que haría pasar, antes de tomar posesión de cualquier cargo público, a políticos de todos los partidos, para, una vez depurados, pasar entonces a la publicidad que conlleva necesariamente el cargo político.
Podría empezar, para limpiar la era, por ejemplo, el señor Cossidó, que sigue siendo portavoz del Partido Popular en el Senado. O por las declaraciones de bienes de algunos y algunas.
Ya está echándose de menos una Ley de la Memoria y la Verdad Contemporáneas, que establezca la obligatoriedad, para su uso democrático, de todos estos aparatejos.