¿A quién no le interesa la plasticidad cerebral?


..

CLEMENTE FLORES

Habían pasado más de cincuenta años sin oír o pronunciar la palabra plasticidad, retenida y bien guardada en alguna de las memorias de mi cerebro. Siempre había asimilado la palabra con una cualidad de los cuerpos sólidos para ser doblados o moldeados.

Concretamente, recordaba haberla empleado en los años sesenta, con ocasión de una viga prefabricada de hormigón, de muchas toneladas de peso, que había que transportar y colocar en un puente de ferrocarril.Se había previsto hacer su izado valiéndose de unos redondos de acero corrugado de más de dos centímetros de diámetro, embebidos en el hormigón en el momento de fabricarse la viga. Nadie se cuidó de que los redondos,al embeberse,no se doblasen en ángulo,sin preocuparse de que se curvasen con el diámetro apropiado y suficiente, para que el acero al doblarse no entrase en periodo plástico y perdiese mucha capacidad de resistencia, pese a que no lo pareciera a simple vista. El contratiempo se hizo manifiesto cuando al ir a levantar la viga cedieron los enganches de acero y se tuvo que improvisar un nuevo sistema de izado. Fue una imprevisión y una experiencia que nunca olvidaré, porque, como es frecuente,los fracasos duelen, aunque se aprenda de ellos.

Pasó mucho tiempo sin tener que hablar de plasticidad y seguí relacionando siempre el vocablo con esa cualidad de los metales cuando se deforman de forma irreversible perdiendo elasticidad.

Hace pocos años, me encontraba por raras circunstancias de la vida, asistiendo a clases de “Fisiología Animal” en la Universidad Autónoma de Madrid, cuando oí a una profesora, durante una conversación informal, de la que yo también tomaba parte, hablar sobre la plasticidad del cerebro.
No encontrando relación entre las propiedades mecánicas de los cuerpos y el cerebro, pregunté a la profesora de qué estaba hablando, y tras contestarme que la plasticidad cerebral es la capacidad que tiene el cerebro para modificar los patrones de conexión dinámica de las neuronas que lo integran, me concluyó con bastante sorna que “con la edad que tenía me vendría muy bien estudiar el tema”.

Te aseguro, querido lector que,siguiendo su consejo, he leído y no en balde, varios libros y bastantes artículos sobre el tema de la plasticidad cerebral.He aprendido bastantes cosas que desconocía por completo sobre el funcionamiento del cerebro, y el tema me ha dado la oportunidad de plantearme una nueva visión con un nuevo enfoque sobre el pensamiento, la cultura y la historia del hombre. Ahora sé que me moriré ignorando muchísimas cosas sobre esa computadora biológica, que se resetea y programa de forma continua, a la que llamamos cerebro.

Es una experiencia normal tratándose de un tema como el cerebro donde existen más de 100.000 millones de conexiones neuronales,sobre el que además miles de investigadores trabajan cada día y del que hace algunos años apenas sabíamos nada. Gracias a la plasticidad del cerebro, los hombres pueden, como en parte me ha pasado a mí, durante toda su vida aprender nuevas cosas y conseguir que el cerebro les permita, e incluso les fuerce, a comportarse de forma distinta, cambiando creencias, costumbres y hábitos de comportamiento de forma racional. Estudiando el cerebro hemos aprendido que el hombre, como todos los seres vivos, es fruto de la evolución y que nuestra especie, el homo sapiens, no apareció en este mundo de la noche a la mañana fruto de la creación de un ser superior al que llamamos Dios.

Las cosas no sucedieron así, pese a que el hombre ha vivido miles de años creyendo que fue creado de la nada, a “imagen y semejanza” de Dios. Siendo niño me enseñaron que el hombre estaba compuesto de una parte material, que es el cuerpo, y otra espiritual, que es el alma. Era un problema de fe porque muchas de las funciones que hoy sabemos que realiza el cerebro, como pensar, razonar y decidir se las habían atribuido “al Alma”, cuya naturaleza inmaterial era tan difícil de captar como de definir.

Nadie tenía evidencias racionales de que las cosas fuesen así, pero muchas generaciones hicieron y siguen haciendo de ello su principal dogma de vida, durante la cual buscan sumar todos los méritos posibles para salvar su alma.

El tema ha estado y está, tan arraigado, que la teoría de la evolución de las especies, cuyos principios sentó Darwin, sigue cuestionándose, pese a llevar siglo y medio acumulando pruebas científicas que la validan.

Hoy sabemos que nuestro cerebro ha ido evolucionando aumentando considerablemente de tamaño e incorporando nuevas funciones con el paso del tiempo. Todavía conservamos el cerebro límbico, que ejerce sus funciones con cierta independencia del resto del cerebro, que llamamos racional. El cerebro límbico está de moda porque es la parte del cerebro a la que se dirigen los políticos y los grandes publicitarios apelando a los sentimientos más primarios y menos racionales. Esa parte del cerebro ya funciona cuando nacemos y trae incorporadas funciones instintivas que sirven para gestionar respuestas fisiológicas a nuestras primeras necesidades, cuando el cerebro racional todavía no está preparado para responder.

Seguramente por eso muchas expresiones faciales, que reflejan ciertos estados de ánimo, como tristeza, felicidad, enfado y miedo, son similares en todas las culturas y lugares y las expresa el niño desde que nace. Las primeras pautas de conducta de un niño tienen componentes innatos de comportamiento que, aunque luego se modulen, le van a acompañar toda su vida. El hombre es una especie animal que al nacer sigue vinculado a un adulto para poder sobrevivir.

El niño, cuando nace es portador de millones de neuronas que no están conexionadas. Es el momento de su vida donde la plasticidad cerebral es más fuerte.

Las primeras informaciones y las primeras emociones del bebé, producen modificaciones en las neuronas que comienzan a conexionarse y a crear memorias que posteriormente serán utilizadas para elaborar conceptos y ordenar conductas. Los primeros años de vida son fundamentales porque toda la actividad neuronal, que va creciendo y aumentando a marchas forzadas, se hace organizando memorias, archivando datos y creando comunicaciones entre los archivos de la memoria. Las vías de conexión y consulta que se establecen siendo muy niño, se van a repetir durante toda la vida de forma parecida.

Por eso es tan importante la educación en esos primeros momentos en que los niños, pese a no comunicarse racionalmente, están recibiendo información, organizando sus memorias y estableciendo vías preferentes de conexión entre los archivos cerebrales.
Leibniz, uno de los más grandes pensadores de la humanidad, a caballo entre los siglos XVII y XVIII, nos decía que aprendíamos, percibíamos y entendíamos gracias a la conciencia, algo intangible e inmaterial, por medio de un hecho psíquico.
LOS OJOS MIRAN, EL CEREBRO VE

Durante bastante tiempo se pensó que el hombre podía tener conocimiento de las cosas antes, incluso de percibirlas, y hoy sabemos que las cualidades de las cosas, como los colores o los sonidos, no están en las cosas tal como las percibimos y que nuestros sentidos se limitan a enviar al cerebro una serie de datos para que sea el cerebro el que interpreta esos datos como mejor interesa a cada persona. Hoy sabemos que los ojos nos sirven para mirar y el cerebro es el que realmente ve.

Todos los niños, desde que nacen, registran información en su cerebro, que funciona como una hoja en blanco. Hasta los seis meses, en que comienzan a manifestar síntomas de conocimiento, no se activan los lóbulos frontales del cerebro. A partir de ahí el cerebro estará mas dispuesto a desarrollar sus redes neuronales, si se le selecciona la información a procesar y se le ayuda a comprenderla.

Con un año, el niño puede haber adquirido la potestad de controlar muchas reacciones del sistema límbico y a los 18 meses está en condiciones de activar las áreas del lenguaje cuya capacidad ha heredado genéticamente. Es el momento de aprender el significado de las palabras y de aprender a unirlas formando frases. Los niños no tienen recuerdos anteriores a los tres años, porque hasta esa edad no han desarrollado y organizado los potenciales memorísticos del cerebro. Cada hombre es fruto de su cerebro y buena parte del mismo depende de cómo el propio individuo se lo ha trabajado, porque somos y actuamos según hemos ido creando los patrones eléctricos, magnéticos y químicos del cerebro.

Las generaciones futuras darán por hecho que somos máquinas programables, pero podemos vivir con la esperanza de que, nazcamos como nazcamos y donde nazcamos, siempre podremos hacernos mejores si nos esforzamos en conseguirlo.

Ser más inteligente o adquirir más conocimientos no te hace mejor persona si no aprendes valores. El cerebro, con su plasticidad, te devolverá lo que le des.