He llegado a la conclusión de que la estelada —¡qué lejos queda ya la senyera!— es al independentista lo que la botella de oxígeno al enfermo de enfisema pulmonar; con ella hasta para hacer aguas mayores. Curioso que, dependiendo del color o los motivos que adornen el trapo de color de turno, pasas de ser un tío guay a un redomado fascista
Esteladas en un partido del F.C.Barcelona. // Europa Press |
PABLO REQUENA
Soy de los que piensan que buena parte de la inteligencia inherente al ser humano se convierte en estupidez cuando, en vez de un individuo, hablamos de la masa, del gentío, de calles tomadas por muchedumbres. Lo que para muchos es un ejercicio democrático y ejemplar —echarse a la calle a reclamar lo que toque en cada instante—, no suele ser, salvo honrosas excepciones, nada más que la enésima constatación de aquellas palabras de Einsten: «Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y del universo no estoy seguro».
Un buen ejemplo de esto lo encontramos en lo que se viene produciendo en Cataluña estos últimos años, sobre todo, cada vez que se conmemora la Diada, tergiversada hasta la náusea por el bien de la patria catalana, o en cualquier acontecimiento donde los garrulos de turno puedan ondear su trapito de colores —ya sea un partido de fútbol o una manifestación contra el terrorismo islamista—. Porque, en efecto, la «ejemplaridad» de —no todos, pero sí muchos— independentistas catalanes se antoja inalcanzable cuando politizan competiciones deportivas o actos de homenaje a heridos y asesinados por la sinrazón terrorista. Así de ejemplares...
He llegado a la conclusión de que la estelada —¡qué lejos queda ya la senyera!— es al independentista lo que la botella de oxígeno al enfermo de enfisema pulmonar; con ella hasta para hacer aguas mayores. Curioso que, dependiendo del color o los motivos que adornen el trapo de color de turno, pasas de ser un tío guay a un redomado fascista. Así, si ondeas una hoz y un martillo, serás poco menos que un mártir de la libertad —aun teniendo el comunismo el doble de asesinatos a sus espaldas que el nazismo, que ahí es nada—. Si ondeas la bandera de España, eres un facha sin remedio; si se hace lo propio con la ikurriña o la estelada, te convertirás ipso facto en una suerte de Ché Guevara. Como si ambos trapos no simbolizaran la misma cosa: un trozo de tierra que se cree por encima del resto —definición estándar de «nacionalismo»—.
Decía Roberto Iniesta que, sin entender de colores, se cagaba en las naciones, y que sin saber mucho de fronteras, hacía lo propio con las banderas. Otros como Bunbury se sienten extraños en su tierra —aunque la quieran de verdad— porque su corazón le aconseja: «los nacionalismos, qué miedo dan». También me espanta porque, como diría Orwell, «los nacionalistas no sólo no desaprueban los hechos atroces realizados por su bando, incluso tienen una capacidad increíble para ni siquiera oír hablar de ellos», o volviendo a mi admirado Einstein, porque el nacionalismo es «el sarampión de la humanidad». Pero mi favorita, sin duda, es la cita de don George Bernard Shaw: «El nacionalismo es la extraña creencia de que un país es mejor que otro por virtud del hecho de que naciste ahí». Sigamos, pues, jugando a qué bandera es la buena y cuál es la mala.
Un buen ejemplo de esto lo encontramos en lo que se viene produciendo en Cataluña estos últimos años, sobre todo, cada vez que se conmemora la Diada, tergiversada hasta la náusea por el bien de la patria catalana, o en cualquier acontecimiento donde los garrulos de turno puedan ondear su trapito de colores —ya sea un partido de fútbol o una manifestación contra el terrorismo islamista—. Porque, en efecto, la «ejemplaridad» de —no todos, pero sí muchos— independentistas catalanes se antoja inalcanzable cuando politizan competiciones deportivas o actos de homenaje a heridos y asesinados por la sinrazón terrorista. Así de ejemplares...
He llegado a la conclusión de que la estelada —¡qué lejos queda ya la senyera!— es al independentista lo que la botella de oxígeno al enfermo de enfisema pulmonar; con ella hasta para hacer aguas mayores. Curioso que, dependiendo del color o los motivos que adornen el trapo de color de turno, pasas de ser un tío guay a un redomado fascista. Así, si ondeas una hoz y un martillo, serás poco menos que un mártir de la libertad —aun teniendo el comunismo el doble de asesinatos a sus espaldas que el nazismo, que ahí es nada—. Si ondeas la bandera de España, eres un facha sin remedio; si se hace lo propio con la ikurriña o la estelada, te convertirás ipso facto en una suerte de Ché Guevara. Como si ambos trapos no simbolizaran la misma cosa: un trozo de tierra que se cree por encima del resto —definición estándar de «nacionalismo»—.
Decía Roberto Iniesta que, sin entender de colores, se cagaba en las naciones, y que sin saber mucho de fronteras, hacía lo propio con las banderas. Otros como Bunbury se sienten extraños en su tierra —aunque la quieran de verdad— porque su corazón le aconseja: «los nacionalismos, qué miedo dan». También me espanta porque, como diría Orwell, «los nacionalistas no sólo no desaprueban los hechos atroces realizados por su bando, incluso tienen una capacidad increíble para ni siquiera oír hablar de ellos», o volviendo a mi admirado Einstein, porque el nacionalismo es «el sarampión de la humanidad». Pero mi favorita, sin duda, es la cita de don George Bernard Shaw: «El nacionalismo es la extraña creencia de que un país es mejor que otro por virtud del hecho de que naciste ahí». Sigamos, pues, jugando a qué bandera es la buena y cuál es la mala.